Mañana se clausura la Primera Feria de Cerámica Popular de Madrid
Mañana, domingo, será clausurada la I Feria de Cerámica Popular Madrileña, inaugurada el pasado miércoles, y por la que han desfilado cientos de personas aficionadas a las piezas de cerámica y alfarería. Ayer, viernes, fiesta del patrón, los vendedores instalados en la plaza de las Comendadoras aseguraban que el éxito había sido tal que para este Fin de semana tendrían que reponer las piezas en venta.
Por madrileña y por «pucheróloga», me satisface haber contribuido a la celebración de las fiestas de San Isidro en -uno de sus actos, esto es, la Feria de la Cacharrería Popular -que así debe llamarse- instalada en la plaza de las Comendadoras de Santiago. Pensé en esta plazuela: recoleta, conventual, no desfigurada, porque, aunque sin tradición en estos menesteres de la venta de cacharros, me parecía cuadrar con el intento de recuperar viejas costumbres y vitalizar ámbitos de la ciudad. Situada entre la calle Ancha de San Bernardo y la de Amaniel, flanqueada por el noble convento de las Comendadoras de Santiago, tiene esa sencillez y esa desnudez para que en su suelo se extendiesen las vasijas de barro sobre la paja y la viruta. Los cacharros utilitarios y de adorno han llegado traídos no por los arrieros y trajinantes de antaño, sino por los actuales comerciantes del ramo establecidos en Madrid, y que han realizado un esfuerzo digno de todos los elogios. Ellos son los nuevos y distinguidos cargueros que han hecho posible esta muestra.No piense el madrileño o el «isidro» que en esta feria va a encontrar alfarería madrileña, ya que la Villa y Corte «no ha tenido aplicación al barro», como sentencia el admirable don Eugenio Larruga y Boneta en sus Memorias (1789) y, por ende, poco ha fabricado a lo largo de su historia. Del siglo XVI hay noticias de tejerías situadas en los arrabales que, andando el tiempo, se llamarían Puerta Cerrada, donde se fabricaban los adobes «bien empajados y bien cochos», los ladrillos y las tejas para aquellas casas terrizas de un solo alto, conocidas como casas a la malicia, no porque el «pecado» se aposentara en ellas, sino para escapar del impuesto o regalía de aposento que gravaba las que tenían más de una planta. Alfareros dedicados a la cacharrería de uso había pocos en Madrid, y escasas son las noticias, escasez que se ha reflejado en la toponimia de la ciudad, a diferencia de lo ocurrido con otras industrias que alcanzaron renombre e importancia, plasmado en la existencia de calles tales como Ceda ceros, Cabestreros, Curtidores, Cuchilleros... No ha habido, que se sepa, en Madrid calles de Alfareros, Loceros u Olleros. Los pocos que había se agrupaban en un gremio y sacaban el paso de la Vera Cruz -de la ermita de Nuestra Señora de Gracia. Y por un Arancel de Precios de 1681 sabemos que se fabricaba una escudilla de Madrid del baño blanco. Las fábricas de loza del Corralón de los Agonizantes de la calle de Atocha, la de Mesón de Paredes y la de Carlos Rodríguez, en la calle de Lavapiés y en la de San Carlos, son reseña das por Larruga en el siglo XVIII, informando "e imitaban las labores toledanas, pero que no podían competir con los bajos precios de estas últimas. Y es que el grueso de barros y lozas que se consumía en Madrid venía de fuera, mayormente de Alcorcón, famoso por sus pucheros, cazuelas, barrenos y cantaros, ya que se fabricaba tanto para agua como para fuego. Competían con los barros de Alcorcón, los de Camporreal, Chinchón, Villarejo, Almonacid, Alcalá de Henares, aunque los barreños amarillos alcalaínos se orientaban más al mercado aragonés. El agua de los madrileños se refrescaba en los blancos botijos de Ocaña y se almacenaba, al igual que el vino, en las hermosas tinajas y tinajillas de Colmenar de Oreja. De lo fino, la preferencia era para Talavera, Toledo y Manises. A mediados del XIX comienzan a imponerse en Madrid las vajillas que he llamado burguesas porque burgueses eran sus principales consumidores. Vajillas estampa das al estilo inglés y que en España se imitaron admirablemente en Sargadelos, Cartagena, La Cartuja de Sevilla, Pasajes e incluso en el cercano Valdemorillo, alternando -aquí con las más económicas de piedra, blancas.
Los cacharros se vendían en los mercados de las plazas del Alamillo, de la Paja, y de la Cebada, en Puerta de Moros, en las Vistillas y en las inmediaciones de la Puerta de Toledo. La feria de San Mateo, para septiembre era también ocasión de ventas, y cuando el comercio pasó de los cajones de puntapié a los establecimientos de portada, surgieron las «cacharrerías», donde alternaban el botijo y la maceta con las escobas, el asperón, la lejía, el jabón de olor y, andando el tiempo, los recortables de papel... Para deleite de muchos, todavía perviven en Madrid algunos de estos fascinantes comercios.
Pitos, floripondios y rosquillas
Para San Isidro, la venta de cacharros se situaba en la «pradera» alrededor de la ermita del santo. Al lado de los puestos con pitos de cristal y floripondios de papel -que también habrá que resucitar- y de los de rosquillas de la tía Javiera -las tontas y las listas-, se desparramaban los botijos coloraos de Salvatierra de los Barros, o los blancos de Ocaña, o los de cinco pitorros con efigie del santo y «Recuerdo de San Isidro», pintados en brillantes colores y que hacían en Talavera. Se vendían también otros cacharros, como aquellas jarras de Manises con el santo y santa María de la Cabeza abultados y deformes por deficiencia del molde. Pero la pieza reina en las fiestas de San Isidro ha sido siempre el botijo, que en mayo hay que prepararse ya para los calores de julio y agosto. Los arrieros de Salvatierra los traían a cientos, y les valía el viaje desde Extremadura que ya sabían que en Madrid encontraban buena clientela. Todavía los traen. Y los venden en el nuevo emplazamiento de la verbena. A los niños se les feriaba también un botijillo y era un disfrute beber del pitorro con aquel inconfundible sabor a tierra.La feria de 1981 en las Comendadoras es un intento -todavía sin cuajar perfectamente- para perpetuar una antigua. tradición, si bien modificada, porque los tiempos no se quedan quietos. Tratar de revivir algo con rigor historicista puede restar vida y verdad, precisamente por no haber tenido en cuenta los cambios del devenir. Por eso en la Feria de la Cacharrería hay piezas y vasijas de muchos otros lugares españoles que antes no llegaban a la capital para las fiestas del patrón.
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