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Vicios de intelectualismo

Desde que el hombre tuvo conciencia de serlo, ha empleado gran parte de las energías de su inteligencia en averiguar quién es él, en qué consiste eso de ser hombre, por qué y para qué anda por la Tierra y cuáles son los límites de sus movimientos en este y en otros posibles mundos. Grandes ejércitos de pensadores se lanzaron a la tarea a lo largo de los siglos. El ejercicio del pensamiento se fue tornando una tenaz gimnasia. Y sus cultivadores, a semejanza de los atletas, lograron adquirir musculatura propia y distinta a consecuencia de esas prácticas y cultivos. Una musculatura inasible, volátil, misteriosa, pero que fue constituyendo el tesoro de hallazgos y exploraciones de los hombres reunidos en eso que llamamos humanidad, en cuanto se refiere a la certidumbre y destino de nuestra existencia.En esa difícil carrera, el hombre pensante había tropezado con un increíble instrumento: la razón; o sea, la posibilidad de discurrir sobre los pensamientos propios y de los demás, hasta obtener la comprobación de sus evidencias y debilidades. Así planteada la cuestión, el sujeto razonante creyó llegada la hora de arrumbar intuiciones e iluminaciones, magias y profecías. De allí en adelante no habría otro conocimiento valedero que el debido a las confrontaciones y tamices de la razón, erigida a partir de ese momento en depositaria, administradora -y dictadora- de la verdad.

Claro que pese a las prerrogativas del raciocinio, a los discernimientos de la racionalidad, al esmerado instrumental -lógica, método, etcétera- puesto en marcha por la razón, las cosas no parecían estar suficientemente dilucidadas. El asalto de la irracionalidad -de las fuerzas no sometidas a regla y número- exhibía su inagotable pujanza. El hombre no era, a la postre, esa caña pensante que habían supuesto unos cuantos, poseídos por la embriaguez de su capacidad razonadora.

Pero la embriaguez del pensamiento no es de fácil reducción. Los humores capitosos son de cualidad persistente e invasora. «Se le ha subido a la cabeza», reza el dicho popular, atribuyendo a la frase sentidos diferentes: la hondura de un amor, la fatuidad ante éxitos y honores, la exaltación y dogmatismo puesto en la defensa y desarrollo de una idea... Creerse en posesión de una parcela de verdad, aunque sólo se trate de un pobre rabo, suele provocar transportes y delirios de azarosa enajenación. Máxime si esos adarmes de convencimiento han sido conquistados a través de meditaciones y discursos de la propia razón.

¿Y a qué vienen estas lucubraciones más o menos obvias?, podrá preguntarse el atento lector que haya tenido la amabilidad de llegar a este punto. La cosa es bastante sencilla. Las reflexiones antecedentes, de no excesiva originalidad, me han ido asaltando según avanzaba en la lectura de una reciente -y quizá la primera- versión española de un libro casi mítico de Paul Valéry: Monsieur Teste. Valéry fue un escritor extraño que, en su arranque -allá por los finales del pasado siglo-, parecía haberse instituido en la aleccionadora y problemática bisectriz de un ángulo trazado a base de las líneas ideales configuradas por las personalidades arquetípicas de Nietzsche y Mallarmé. Dos deslumbramientos muy comprensibles, sobre todo si se piensa en la decisiva implantación e irradiación de que ambos disfrutaron en aquella época.

Valéry, poco menos que desconocido para la juventud de hoy, era un producto exquisito y maduro -con madurez y finura próximas a la descomposición-de la cultura europea de su tiempo, en especial de la marcada por la acentuación francesa. El nombre de Valéry sería principalmente difundido y consagrado a consecuencia de los vientos sacudidos por la dialéctica en torno a la «poesía pura». Discusión que tuvo por cabeza de bando al siatilísimo abate Henri Brémond, para quien Valéry significaría no sólo un argumento, sino una piedra de toque. Para el polémico abate, y pese a haber puesto por título Paul Valéry o el poeta, a pesar suyo a uno de los capítulos de su un día célebre obra La poesía pura, el autor de El cementerio marino constituía el paradigma perfecto de sus tesis.

Paul Valéry -dejando a un lado por hoy la cuestión de la «poesía pura»- fue uno de los casos más curiosos de narcisisrno intelectual. Se puede asegurar que andaba prendado de su inteligencia. Más preciso sería decir -con esa puntualización que él empujaba a los últimos extremos- que de la inteligencia de modo genérico, pese a las malas pasadas que ella le iba a jugar, como si se tratara de una amante coqueta.

En Monsieur Teste, obra de juventud, ya que sus comienzos se datan en 1896, Valéry se propone erigir el monumento a su contrafigura. Un monumento abstracto, con vocación geométrica, levantado en honor y homenaje al espíritu. Se trata de una operación implacable, sin concesiones, en la que el espíritu, a fuerza de pleitesías y utópicos reconocimientos, se aproxima a su volatilización, a la par que se nos escabulle convertido en un punto lejanísimo, apenas perceptible, mientras se escapa por los remotos espacios en una inasible carrera de fugitivo de la razón.

Monsieur Teste resulta, en cierto modo, una apoteosis de los límites del pensamiento. En cada una de sus páginas, en las que la sutileza le juega la partida a la imaginación, Valéry nos deja constancia conjuntamente de su soberbia de intelectual y de su humillación de hombre empenado en empinarse hasta esquivos confines. El drama de Paul Valéry -causa quizá de su largo y retirado encierro de escritor- residía en que la prosecución de sus caminos -de sus métodos- le llevaba, con cierta irónica inexorabilidad, hacia los pantanosos sueños de la utopía. Era la expresión de la tragedia desencadenada por el excluyente fervor a la inteligencia entendida como puro y matemático instrumento razonador. Pierre de Boisdeffre, en su ensayo Paul Valéry o el imperialismo del espíritu, escribe en las primeras líneas de su trabajo:

«Ningún escritor ha conseguido unir más dos poderes a primera vista Inconcillables: la inteligencia y la esterilidad».

Valéry, un verdadero triunfador, si se atiende a los éxitos y reconocimientos exteriores, no debió sentirse muy seguro, al cabo de su vida, de los resultados de su labor misionera. El mismo nos confía: «En el arte no he encontrado sino motivos de cólera e insatisfacción». Acaso recibiera algún consuelo al reflexionar en torno a la frase justificativa de su amigo André Gide: «Los extremos me tocan». Pero el autor de El alma y la danza no fue jamás un cínico. En todo caso, un escéptico mayor de lo que nos dejara entender. Por ello se decidió a confesar, al volver sobre los textos de Monsieur Teste, cosas como aquellas de «Padecía yo el agudo mal de la precisión» o «La literatura y hasta los trabajos bastante precisos de la poesía me parecían sospechosos», a la que remata con un terrible colofón: «El acto de escribir exige siempre un cierto sacrificio del intelecto».

Puede advertirse, pues, que en Valéry palpita una tremenda lección, aunque no siempre corra en la dirección que él propusiera. En ese sentido, la esmerada traducción que Salvador Elizondo hace de Monsieur Teste nos llega «todavía» en un momento oportuno. Una lección para intelectuales y políticos, para empresarios y trabajadores de la vida. Aquí, donde lo que solemos padecer es la agresión a la inteligencia, no hemos tenido apenas tiempo de percatarnos de los distanciamientos a los que conducen los puritanismos intelectuales. Aprendamos de una vez para siempre que cualquier escepticismo encuentra su salida lógica en la esterilidad.

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