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Nostalgia en un centenario: el papa Juan

Yo pude ver muy de cerca los actos, los gestos y las primeras palabras del papa Juan: como los cardenales llevaban cola casi kilométrica, el bueno de Cicognani me hizo su colero accidental y, con la cola a cuestas, no sin trampantojos y tropezones, no perdí detalle. Mientras te revestían se puso de manifiesto ya el distintivo de su papado, lo más enemigo de la papolatría que rodeó a Pío XII: la humanidad, abierta, tierna, bienhumorada, chistosa, incluso al referirse a su rozagante gordura. Ahora, con motivo del centenario de su nacimiento, sube como marea honda la inmensa nostalgia, pero repleta de gratitud. Por sus años, parecía destinado a ser hombre de transición. Ya, ya: quizá por eso, por saber corto el tiempo de vida, tuve alegre prisa por dar el giro.Estudiando Teología se nos enseñaba la teoría del Concilio como si se hablara casi de una reliquia: ¿para qué Concilio después de proclamada la infalibilidad? Los arriesgados y casi perseguidos que hablaban -escribir, menos- de la evolución del dogma, no podían sospechar el siguiente capítulo de evolución real, humanística, a través de una charla en el colegio de los griegos: «Os han enseñado que el Papa es infalible. Pues bien: yo no soy infalible (rumores en el cortejo, conatos de infarto en algunos).

Me explico: el Papa es infalible cuando habla ex cathedra, y no pienso hacerlo». Desde lejos, desde la Iglesia oriental, desde el gran patriarca Atenágoras, llegó la respuesta de los brazos abiertos.

Al hijo de campesinos, con hermanos campesinos, muy campesinos, no se le pasó por la cabeza el hacer uso del privilegio que convertía en príncipes a los familiares, puerta abierta al nepotismo, a la riqueza y a la in

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fluencia: estupendo. ¿Qué era eso de que el Papa comiera siempre solo? Fuera, faltaría más. Pero sin escenas de falsa juventud, con gestos y maneras muy tradicionales, con deliciosa devoción mariana, auténtico siempre.

Después de tantos años de vida diplomática y tras el corto período de Venecia, había una como ansia de tener la directa experiencia pastoral: sus homilías habladas desde la ventana eran predicaciones de párroco, repletas de esa sabiduría del corazón que hace de la fe esperanza y riesgo a la vez. No gran teólogo, pero sí protagonista a través del Concilio de una gran victoria de los teólogos sobre los canonistas, tantas veces abroquelados en una fe sin riesgo, tantas veces lejanos también de lo que el papa Juan tuvo siempre al lado: la visión del hombre concreto. Por esa visión era muy capaz de rectificar, y lo hizo, por ejemplo, para desvanecer un cierto prejuicio antifeminista.

Para escándalo de las beatas, y no sólo de ellas, que hablaban de la arzobispa, recibió al primado anglicano de Canterbury: en el derroche de humanidad de los dos viejos había un capítulo real del ecumenismo. Muy protagonista de la distensión Este-Oeste, lo era a lo humano, recibiendo rusos de calidad, en los que dejó huella indeleble y ahora ya no soterrada. Coincidiendo con figuras como las de De Gaulle, Adenauer, Kennedy, Jruschov, el viejo que bromeaba con su gordura -«¡si no como más que verduritas!»- era tan protagonista como ellos. Imposible la papolatría: de sus no muchos viajes queda el testimonio de cara de gozo asomado a la ventanilla del tren.

Para nosotros, para muchos curas españoles, acostumbrados, mal acostumbrados, a que a los obispos se les pegara algo y aun algos de la papolatría, lo del papa Juan fue como una segunda filiación, y como padre le veíamos. Padre para creelicia: venía de él un soplo de novedad, de confianza, de fe, de una fe vivida a lo Pascal -«Dios sensible al corazón»- e, inseparable de esa fe, una fe en el mundo, no en un mundo irreal, sino en todos los signos de bondad, de esperanza, de ternura esencialmente: en la noche del día inaugural del Concilio, la perfecta cadencia desde la ventana fue el mensaje a los hogares.

Toda una mala tradición, tradición y traición, ha deshumanizado la vida de los santos, ha querido hacernos creer que nunca los tendremos al lado porque no vemos milagros y sí captamos defectos: el mentís a eso, insisto, traidora tradición, estaba en el papa Juan, y ya el llamarle así, sólo así, sin el número veintitrés, era un signo de cercanía, ausente todo halo de artificio.

Los tres días de agonía, con la plaza de san Pedro llena, los ojos hacia la ventana y en los oídos el transistor, fueron espectáculo por la multitud y meditación porque las ovaciones se habían transformado en susurro de oración inventada. Aquello de Rilke -«Señor: da a cada uno su propia muerte»- se cumplía, palabra tras palabra del moribundo. Ahora, con motivo de la visita de Juan Pablo II a la tierra natal del papa Juan, la avalancha de recuerdos en torno al hermano vivo, campesino y muy señor, va a convertirse, espero, en examen de conciencia. Tras la nostalgia debe de estar el remordimiento como herencia viva para todos.

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