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La religión en un sistema democrático es "asunto privado"

La polémica desencadenada por los pronunciamientos de la Iglesia en los últimos meses a propósito del divorcio o del fallido golpe de estado y la pastoral de los obispos vascos han puesto en evidencia la complejidad de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil.En los documentos sobre el divorcio o la situación política, los obispos quieren dejar bien claro que hablan como ciudadanos y pastores y que se dirigen a «la conciencia de gobernantes y gobernados». Ese interés en definir el ámbito específico de su discurso es un reconocimiento de lo que se ha dado en llamar «tratamiento de la religión como un asunto privado». En una sociedad moderna, democrática, todo ciudadano o grupo social puede expresarse libremente, pero quien interpreta la opinión pública es el pueblo votando. Frente a la voluntad del pueblo, en su conjunto, todo lo demás, incluida la Iglesia, es un «asunto privado». Los obispos estaban en su justo derecho al hablar como ciudadanos y dirigirse a la conciencia de quienes quieran escucharles.

La realidad es que muchos han sido los que han visto en la actuación de los obispos algo más que una «actuación privada». Los socialistas hablaban de interferencia; otro tanto decían algunos barones de UCI). Pero es que hasta la misma sospecha se encuentra en terreno católico. Decía la revista El Ciervo, a propósito de la declaración sobre el divorcio: «Yo diría que el documento se presenta sin tapujos como un texto político». Y más adelante: «Porque si hablan como ciudadanos, que cada uno diga su opinión sin revestirla de la autoridad de la Comisión Permanente Episcopal... Y si hablan como pastores, lo normal sería que hablaran para este pueblo de Dios, no para los legisladores o al Gobierno». Lo que aquí se critica no es que hablen, sino que traten de condicionar directamente un momento de la voluntad soberana del pueblo como es la actividad del legislador.

La noche del golpe

Pero estos mismos sectores críticos se han quedado perplejos cuando la Iglesia, en la noche del lunes del golpe, parecía como que trataba de escurrir el bulto, ofreciendo, en lugar de una condena clara del golpe, sus rezos de vísperas, como dijo el portavoz de los obispos, Antonio Montero. Quienes tenían muy claro que la Iglesia en el tema del divorcio debía asumir su papel de «asunto privado» esperaban que ahora condenara públicamente el golpe de Estado, poniendo en el platillo de la democracia todo el peso de su presión política.

A primera vista, nos encontramos en presencia de una serie de contradicciones que afectan tanto a la Iglesia como a la sociedad. Por un lado, los que critican el escrito de los obispos vascos o piden que se callen sobre el divorcio, pero exigen que la Iglesia intervenga con todo su peso político contra el golpe. Por otro, quienes dicen hablar utilizando el derecho de cualquier ciudadano, pero presionando de hecho sobre el Gobierno y los legisladores para traducir en norma su doctrina particular sobre el divorcio.

Este rompecabezas, a primera vista ilógico, tiene su encaje visto desde la perspectiva de una estructura social que dispone de un Estado soberano, legitimado única y exclusivamente en la voluntad popular, y que está compuesta por una sociedad pluralista. El Estado se dota de una serie de cauces laicos para expresar la voluntad del pueblo. Lo que es bueno para el pueblo no es lo que emana de una determinada filosofía, por muy ortodoxa que ésta sea, sino de algo tan sencillo y banal como lo que el ciudadano expresa votando. Pero además del Estado está la sociedad, que es plural, porque en ella tienen cabida grupos de intereses y de personas. Por ejemplo, la Iglesia. En la sociedad cada grupo tiene la posibilidad de expresar y difundir sus planteamientos, que sólo pueden pasar al Estado si la mayoría de la sociedad, a través de esos cauces laicos, así lo decide.

Por eso no hay contradicción en exigir de la Iglesia que en un tema como el del divorcio respete los mecanismos internos de la democracia, y en el caso del golpe militar apueste sin reserva por mantener la sustancia del sistema.

Doble representación

Hombres de Iglesia, en el siglo XII, se montaron una historia conocida como la donación de Constantino, que durante siglos fue considerada oro de ley. Como en aquel tiempo era inconcebible un poder soberano sin ejercicio territorial del mismo, la Iglesia, poder soberano, tenía que disponer también de su territorio. Entonces se inventó, en pleno siglo XII, un documento, atribuido a Constantino, según el cual el primer emperador de la cristiandad donaba al Papa la ciudad de Roma y un territorio adjunto. Desde entonces Roma, Poder temporal y espiritual del orbe católico, se convierte en principio legitimador del príncipe cristiano,

Poder temporal

El 20 de septiembre de 1870 Garibaldi entraba en Roma por la Porta Pia y ponía fin al poder temporal de los papas. Sin embargo, el Concordato entre Pío XI y Mussolini (1929) respetaba un pequeño espacio, último retazo de la herencia constantiniana, que permite al papado ejercer una. soberanía territorial y ser reconocido como Estado. Un Estado original porque negocia con los demás Estados no sólo sus intereses, sino los de los católicos españoles, por ejemplo. Por eso Calvo Sotelo no presenta sus quejas al representante pastoral de los obispos, Díaz Merchán, sino al representante político, Antonio Innocenti. La primera consecuencia de esta doble representación es la implicación política de las reivindicaciones pastorales.

Este resto medieval dificulta la sincera voluntad de los obispos de actuar pastoralmente, dificultad que está agravada por dos razones: la primera tiene que ver con un prejuicio de principio contra la democracia. En 1874 Pío IX prohibía por decreto la participación de los cristianos Í las elecciones del recién constituido Estado italiano. Es verdad que las cosas han cambiado desde entonces, sobre todo con el Vaticano II, cuyo aggiornamento era fundamentalmente el reconocimiento de la legitimidad democrática que había sustituido a la vieja cristiandad. Pero los historiadores coinciden en afirmar que la Iglesia no ha cesado de negar con .una mano lo que reconocía con la otra. Ocurrió así con la creación de la Acción Católica, los partidos democristianos o la doctrina social, cuyo objetivo definía Giuseppe Toniole, inspirador de la Rerum Novarum y portavoz del Papa: «Exigimos que se restituya a la Iglesia aquella libertad exterior y social para que pueda ella retomar el gobierno de la sociedad y de la civilización». Y últimamente, con su propósito de ser garante del hombre y del derecho natural, olvidando que su humanismo y jusnaturalismo son uno más entre los muchos que se dan en una sociedad pluralista. La moral del Estado no es la de la Iglesia, vía derecho natural, sino la que se dan los ciudadanos.

La segunda razón se refiere a la tentación que acecha a la Iglesia de querer rentabilizar políticamente su peso sociológico. A esa tentación sucumbió la Iglesia española, por ejemplo, al empeñarse en que figure la nominación expresa de la ,Iglesia católica en la Constitución. Esta voluntad ha vuelto a quedar de manifiesto cuantas veces se debaten en el Parlamento leyes que la afectan.

La Iglesia española, que ganó la credibilidad democrática durante los diez últimos años del franquismo, por su actuación y por sus declaraciones, incluidas muchas de los obispos vascos, tiene ahora que crear, ella misma, las condiciones para su libertad pastoral de expresión.

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