¿Quién cree a Janet Coooke?
Todo empezó el día en que Janet Cooke, reportera del Washington Post, le dijo a su jefe de redacción que había oído hablar de un niño de ocho años que se inyectaba heroína con la complacencia de su madre. «Encuentre a ese niño», le dijo el jefe de redacción. «Será un reportaje de primera página». En octubre del año pasado, en efecto, el relato revelador y tremendo -bajo el título de «El mundo de Jimmy»- estremeció a Estados Unidos. Hace dos semanas, con sólo tres años en el oficio y veintiséis de edad, Janet Cooke mereció el honor más codiciado del periodismo de su país: el Premio Pulitzer. Aunque sólo por pocas horas, pues el escrutinio inclemente de sus jefes y la presión de su propia alma la obligaron a confesar que el reportaje era inventado y que el pequeño Jimmy sólo había existido en su imaginación.Este incidente plantea, una vez más, el drama del periodismo de Estados Unidos, cuyo rigor casi puritano lo ha convertido en el mejor del mundo, pero cuyas contradicciones traumáticas lo han convertido también en el más peligroso. De allí que toda nota falsa, como la que Janet Cooke acaba de cantar, termine por provocar sin remedio una crisis de conciencia nacional.
Yo tuve una prueba personal de ese rigor, hace unos cuatro años, cuando la revista Harper, de Nueva York, me pidió un artículo exclusivo sobre el golpe militar en Chile y el asesinato de Salvador Allende. Uno de los editores principales de la revista llamó por teléfono de Nueva York a París cuando leyó los originales, y me sometió a un interrogatorio casi policial de más de una hora sobre el origen de mis datos. No aspiraba, por supuesto, a que yo le revelara mis fuentes confidenciales, pero quería estar seguro de que yo estaba seguro de ellas, y de que me encontraba en condiciones de defenderlas. Más tarde vi personificada esa moral en mi amigo Elle Abel -el antiguo director de la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia-, con quien trabajé en la comisión especial de la Unesco que hizo un estudio sobre la comunicación y la información en el mundo actual. Elie Abel y yo estábamos a una distancia política de siglos, pero la claridad y la entereza con que se batía por sus principios en aquellas reuniones soporíferas me recordaban a los predicadores iluminados de su compatriota Nathaniel Hawthorne.
Por eso es más sorprendente que un periodismo con fundamentos morales tan drásticos sea también capaz de llegar a extremos inconcebibles de manipulación y falsedad. Hace dos años -por ejemplo-, la revista Time publicó a media página la fotografía de algo que parecía ser dos pantallas de radar implantadas en una colina. El texto decía que había sido tomada en secreto en el interior de Cuba, y que eran unos dispositivos soviéticos muy refinados para captar toda clase de mensajes originados en Estados Unidos. Yo lo creí, y me pareció un recurso ordinario en la guerra sin cuartel de la información. Pero mis hijos, que se interesan más que yo en la ficción científica, me hicieron caer en la cuenta de que habíamos visto esas pantallas muchas veces en nuestros tantos viajes a Cuba. No debían ser tan secretas si millares de turistas extranjeros podían verlas y fotografiarlas viajando por carretera desde La Habana hacia el oriente del país. La semana siguiente, en efecto, el encargado de la oficina de intereses de Cuba en Washington aclaró en una carta que aquellas pantallas habían sido instaladas allí desde antes de la revolución por una empresa de comunicaciones de Estados Unidos. Veinte años después, a pesar del bloqueo, de los sabotajes y de los desembarcos armados, las pantallas continuaban en su puesto, todavía al servicio de la misma empresa transnacional norteamericana, y bajo su responsabilidad absoluta. La revista Time publicó esta aclaración de una pulgada en la sección de cartas, y quedó en, paz con su conciencia. Nunca rectificó.
Más infame y persistente fue la guerra de información contra Vietnam, hace dos años. La Prensa occidental, instigada por la de Estados Unidos, hizo creer al mundo que el Gobierno vietnamita estaba mandando a morir en alta mar a los residentes chinos. Muy pocos nos tomamos el trabajo de ir a Vietnam a conversar con todo el mundo, inclusive con los chinos que se querían ir, como tanta gente se quiere ir de todas partes. Lo que entonces averiguamos parece hoy muy simple: la solidaridad mundial que Vietnam había conseguido durante la guerra militar seguía siendo un dolor de cabeza para Estados Unidos, y se propusieron aniquilarla con la otra guerra feroz de la información. Lo lograron, por supuesto.
En todo caso, más allá de la ética y la política, la audacia de Janet Cooke, una vez más, plantea también las preguntas de siempre sobre las diferencias entre el periodismo y la literatura, que tanto los periodistas como los literatos llevamos siempre dormidas, pero siempre a punto de despertar en el corazón. Debemos empezar por preguntarnos cuál es la verdad esencial en su relato. Para un novelista lo primordial no es saber si el pequeño Jimmy existe o no, sino establecer si su naturaleza de fábula corresponde a una realidad humana y social, dentro de la cual podía haber existido. Este niño, como tantos niños de la literatura, podría no ser más que una metáfora legítima para hacer más cierta la verdad de su mundo. Hay por lo menos un punto a favor de esta coartada literaria: antes de que se descubriera la farsa de Janet Cooke, varios lectores habían escrito a su periódico para decir que conocían al pequeño Jimmy, y muchos decían conocer otros casos similares. Lo cual hace pensar -gracias a los dioses tutelares de las bellas letras- que el pequeño Jimmy no sólo existe una vez, sino muchas veces, aunque no sea el mismo que inventó Janet Cooke.
Lo malo es que en periodismo un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos. En la ficción, en cambio, un solo dato real bien usado puede volver verídicas a las criaturas más fantásticas. La norma tiene injusticias de ambos lados: en periodismo hay que apegarse a la verdad, aunque nadie la crea, y en cambio en literatura se puede inventar todo, siempre que el autor sea capaz de hacerlo creer como si fuera cierto. Hay recursos intercambiables. Si un escritor dice que vio volar un rebaño de elefantes, no habrá nadie que se lo crea, porque el buen periodismo le ha hecho creer al mundo que los elefantes no vuelan. Pero no faltará quien se lo crea si apela al recurso periodístico de la precisión y dice que los elefantes que volaban eran 326. Yo oí contar muchas veces, siendo muy niño, la historia de un cura rural que levitaba en el momento de apurar el cáliz. Intenté contarlo en una novela, pero no conseguía creerlo yo mismo, hasta que cambié el vino por una taza de chocolate, y el cura se elevó como un ángel a dos centímetros sobre el nivel del suelo. Algo de esto debe ser el alcalde de Washington, Marion Barry, pues fue el primero que denunció la falsedad del relato de Janet Cooke. Y no porque creyera que el niño no existía, sino porque le pareció imposible que la madre permitiera inyectarle heroína delante de un reportero.
John Hersey, que era un buen novelista, escribió un reportaje sobre la ciudad de Hiroshima devastada por la bomba atómica, y es un relato tan apasionante que parece una novela. Daniel de Foe, que era también un gran periodista, escribió una novela sobre la ciudad de Londres devastada por la peste, y es un relato tan sobrecogedor que parece un reportaje. En esa línea de demarcación invisible pueden estar los ángeles que Janet Cooke necesita para la salvación de su alma. Pues no habría sido justo que te dieran el Premio Pulitzer de periodismo, pero en cambio sería una injusticia mayor que no le dieran el de literatura.
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