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El mínimo vital democrático

La democracia hoy no funciona. Hay que decirlo así, de forma abrupta y áspera, desde la misma trinchera democrática. Porque ya basta de escapismos pueriles «á l'eau de rose» y de autofelicitaciones interesadas y suicidas. A riesgo, claro está, de que el aprovechado de turno, y por aquello de que una desgracia nunca viene sola, mentecato además de fascista, se lo apunte triunfalmente en el haber de la dictadura como si la redimible disfunción de una capacidad pudiera redimir la imposible función de una incapacidad.Con otros modales: el régimen democrático en las sociedades posindustriales contemporáneas está en crisis, como consecuencia, por un lado, de una creciente y, en parte, cumplida amenaza de reducción de las posibilidades de ejercicio de los derechos y libertades de las personas y los grupos; y, por otro, de una participación, cada vez menor, de los miembros de la comunidad en los temas públicos que les son comunes y en las decisiones colectivas que les afectan. Esta expansiva desparticipación es, al mismo tiempo, causa y efecto de la abolición del horizonte político, de la clausura del cambio social, de la imposibilidad de que existan alternativas de poder en las democracias parlamentarias y pluralistas actuales y, por lo que toca a las democracias del sur de Europa, incluso de que se produzca la simple alternancia entre derecha e izquierda. El estrechamiento de los límites de la acción política y su constricción a la sola práctica electoral como comportamiento legitimador de la existencia y poder de los partidos, cuando justamente la transformación de la naturaleza del mandato ha producido una ruptura casi insalvable entre la voluntad de los ciudadanos y su representación parlamentaria, ha llevado a una confutación teórico-política, cada vez más extensa y fundada, de los modos actuales de la realidad democrática.

Permítaseme apelar para compartir el peso de tanta púrpura a tres estudios recientes cuyos autores tienen el doble aval institucional de su competencia técnica -catedráticos y científicos sociales conocidos- y de su condición de militantes de partidos democráticos: Serge-Christophe Kolm: «Les élections sont-elles la démocratie?»; Gianfranco Pasquino: «Crisi dei partiti e governabilitá», y Philippe Braud: «Le suffrage universel contre la démocratie». Estas tres reflexiones son los últimos materiales de un vasto debate que desde todas las esquinas -liberal, marxista, socialdemocrática, libertaria, democristiana- se nos presenta como la necesaria autocrítica y el ineludible paso previo del relanzamiento y actualización de la democracia.

En el entretanto en España, para esconder que hemos llegado tarde y seguir como si nada, nos hemos lanzado a la inútil coartada teórica de la eclosión constitucionalista y del formalismo jurídico-político -como en los mejores momentos de los felices veinte- y hemos aceptado confundir participación y eficacia con arrogancia y sectarismo partitocráticos. Tal vez, a fin de cuentas, lo más lamentable de esta lamentable autoadaptación democrática del franquismo haya sido la ausencia de reflexión y debate políticos. Pues nada exculpa tanta miseria. ¿Por qué a un hombre tal alerta y en su tiempo como Merigó no se le ha ocurrido airear a Rawls y su fundamentación liberal por estos pagos? ¿A qué esperan Morodo y Boyer para convencernos de que Touraine se equivoca y de que la socialdemocracia es una hipótesis política con futuro? ¿A qué se debe que militantes socialistas tan informados como Zufiaur y Ernest Lluch,por ejemplo, no hayan importado todavía a Julliard, Viveret, Rosanvallon, etcétera, de los que parecen tan afines? ¿Cómo es posible que los Adieux au Prolétariat de Gorz no hayan tenido ya una amplia respuesta en el Centro de Estudios e Investigaciones Marxistas o en la Fundación Pablo Iglesias? ¿Cómo es posible que asistamos con tanta placidez al retorno de los mejores comunistas al estalinismo y al uso catequístico del Diamat? ¿Hasta

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cuándo vamos a tolerar, sin alzar la voz, que se nos recite la Vulgata libertaria y que se nos asesten, como el colino de la progresía, las exultaciones antiestatalistas de Malatesta, por estimulantes que fueran en su tiempo? ¿Por qué no entra nuestra juvenil acracia en el Debord, Sanguinetti y Vanegheim del post 68, y mejor aún en Murray Bookchin y Trent Schroyer, o en el Baudrillard de «La Séduction» y en el Deleuze de los «Mille Plateaux»? ¿Cómo es posible que no sepamos todavía que Gulf and Western pesa más en nuestro universo simbólico que el Estado español? ¿Por qué gentes tan valiosas como Savater y Oltra cuando se enfrentan en un tema tan importante como el de pluralismo lingüístico versus identidad colectiva en las comunidades diferenciadas con vocación nacional se empeñan en degollarlo con agresiones personales?

Era inevitable que, en una situación como la descrita, un intento de golpe de Estado acentuase las características negativas de la vida política española y radicalizase sus errores. Y así las fuerzas políticas en vez de propiciar una movilización popular, general y permanente, y de reforzarla mediante una extensión y confirmación de las libertades, se enclaustran en conciliábulos, se refugian en la concertación y comienzan a recortar los derechos de los grupos y las personas. Con lo que la democracia se nos hace aún más precaria e inviable y los demócratas se sienten todavía más superfluos y excluidos. Y se critica lo que debería elogiarse y se elogia lo que debería criticarse. Que Fraga y Camacho participasen codo con codo en la manifestación del 27 de febrero cobra su pleno significado desde el hecho de que menos de cinco años antes el primero enviase al segundo a Carabanchel, y lo considerase, según los periodistas de entonces, como uno de sus presos. Que Areilza haya votado contra la ley, de Defensa de la Democracia es una brillante y esperanzadora contrafigura de su intervención en marzo de 1976 cerca de Gaston Thorn y el Parlamento Europeo, para anular una acción que yo promovía en favor de los cinco encarcelados de Coordinación Democrática.

Porque eso es la democracia. La posibilidad de cambiar y de no cambiar, de defenderla y de atacarla. Ha hecho muy bien Abc en dar cabida en sus páginas a la soflama del teniente coronel Tejero y no por triviales argumentos de exclusiva periodística, sino porque en ello le va la vida a la democracia. Ahora Guillermo Luca de Tena, cuya merecida fama de liberal es una garantía, tiene que afrontar el reto de abrir las páginas de ese periódico -que no consiguió abrir durante el franquismo ni una sola vez para sus más entrañables y moderados amigos antifranquistas, entre los que me cuento- a todas las opiniones. Sin una sola excepción. ETA incluida.

Sí, la democracia es eso. Considerar como legítimo que Emilio Romero imparta más doctrina política en la democracia y sin periódico que en la dictadura y con él, y contemplar con ecuanimidad la hipótesis de que si vienen los amigos de su amigo García Carrés vuelva a ejercer, sin descabalgar, de Llanero Solitario.

Como es democracia aceptar que la jerarquía católica juegue diferentes partidas en tableros diferentes: militantismo nacionalista en la Iglesia vasca; liberalismo moderado en materia de enseñanza privada; integrismo intransigente en el tema del divorcio; cautela pastoral frente al golpe militar.

Y también es democracia no tolerar que unos representantes que, en definitiva, sólo a sus partidos representan, so pretexto de dotarse de medios para defender la democracia mutilen su ejercicio y atenten contra su esencia.

La democracia es aún más. No sólo conceder a un guardia civil sedicioso todos los medios legales para que organice su defensa y reconocerle que actuó haciendo honor a sus ideas, sino admitir con sencillez que si las tornas hubiesen sido otras, su reacción a nuestro respecto hubiera sido el juicio sumarísimo, y, sobre todo, saber asumir que, al no comportarnos como él, nos considere como seres anormales, poco más que piltrafa impotente y degenerada.

La democracia es, finalmente, aceptar que ETA pueda asesinarnos de acuerdo con su legalidad y que nosotros no podamos hacerlo de acuerdo con la nuestra; que ella pueda imponemos la razón de su violencia y nosotros sólo podamos oponerle la violencia de nuestra razón; que ella puede usar la parabellum y la goma-2 y nosotros sólo la voluntad de un pueblo. Porque si algo nos han enseñado la frustrada transición democrática española y la crisis de la democracia en el mundo actual es que no hay atajos posibles; y que ninguna transformación, por radical que se pretenda, y ninguna defensa, por imperativa que nos parezca, justifican la supresión por un solo minuto de ninguno de los derechos fundamentales de la persona.

Pues si para la moral tradicional el fin no justifica los medios, para la lógica democrática fines y medios son indistinguibles, ya que el fin es su propio medio. Libertad, crítica, participación, igualdad son fines-medios y medios-fines para los que no caben suspensiones, cercenamientos ni demoras, pues su único cumplimiento está en su ejercicio. Sin ese mínimo vital que es hoy nuestro máximo democrático posible, lo que queda sólo merece un nombre: totalitarismo.

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