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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El "Aberri Eguna "

EL ABERRI Eguna -el día de la patria vasca- de 1981 se ha celebrado en un clima de fiesta y de serenidad allí donde el PNV era el partido convocante, y en un pesado y crispado ambiente allí donde Herri Batasuna había citado a sus simpatizantes. Los actos organizados por el nacionalismo vasco moderado muestran la enorme distancia que separa al régimen anterior, que reprimía las manifestaciones pacíficas del tradicional Domingo de Resurrección vasco, de la Monarquía parlamentaria, garantizadora de los derechos y libertades enmarcados dentro de la Constitución. Por esa razón, la convocatoria del nacionalismo radical en Guernica, dejando aparte la valoración del desacierto político que significó la prohibición gubernamental y la forma de instrumentarla, tendía en buena manera a oscurecer esa evidente distancia. Porque la obsesión de ETA y de sus amigos ideológicos por demostrar que nada ha cambiado en este país desde 1975, necia coartada para los crímenes y para las apologías o justificaciones de los crímenes, les lleva a reducir su actividad al montaje de provocaciones y a la infatigable utilización del mecanismo acción-represión-acción que tan sangrientos y rentables dividendos les ha dado en el pasado.Esa tristemente célebre espiral de la violencia necesita para su mortífero desenvolvimiento respuestas indiscriminadas y globales de las Fuerzas de Orden Público ante las provocaciones de los terroristas, de forma tal que los justos tratados como pecadores se identifiquen emocionalmente con estos últimos. No cabe descartar, ciertamente, que los errores del Gobierno, la magnitud de las provocaciones o las acciones de los servicios paralelos pongan de nuevo en marcha ese atroz mecanismo. Sin embargo, hay una diferencia cualitativa entre el pasado y el presente: la mediación política que el Gobierno de Vitoria, el nacionalismo moderado y las fuerzas democráticas de la izquierda en el País Vasco pueden realizar para evitar que las semillas del odio, fríamente esparcidas a través de sus crímenes por el nacionalismo violento, fructifiquen en el pueblo vasco.

A este respecto, merece un atento estudio el documento publicado por el órgano supremo del PNV -el Euskadi Buru Batzar- en vísperas del Aberri Eguna. El llamamiento señala que la principal tarea colectiva de la sociedad vasca es «sacudir el miedo a la acción de las minorías violentas, armadas o no», «sacudir el miedo a la libertad, el miedo al futuro incierto, tomando conciencia firme de que, pese a crisis y dificultades, el futuro depende fundamentalmente de nosotros». No faltan, ciertamente, las amenazas. Porque si Tejero ha intentado imponerse por las armas, « ETA pretende otro tanto ».

La condena de la violencia en general, y el terrorismo de ETA en particular, es inequívoca. El PNV denuncia a los que degradan al pueblo vasco «con el tiro en la nuca, con la extorsión, con el secuestro, con la tortura, con el terror y con la prepotencia que les da las armas». El rechazo de los golpistas marcha en paralelo con el horror que suscita el asesinato de un hombre «ante los propios ojos de sus hijos o junto a escuelas de niños por ser miembro del Ejército o de la policía». El Euskadi Buru Batzar hace un pronunciamiento terminante: «No queremos opresión, pero tampoco una Euskadi amasada de odio y sangre». Particular interés ofrece la hipótesis, expuesta entre líneas, de que la radicalización reivindicativa del nacionalismo violento pudiera estar parcialmente instrumentada por intereses internacionales para desestabilizar «el ámbito interno» y «el área geopolítica europea», utilizando el problema vasco como «caballo de Troya» de una estrategia expansionista.

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Pero la beligerancia contra ETA no es sólo inequívoca, sino también inteligente. «No basta con el distanciamiento y aun la condena del pueblo vasco de las acciones de ETA», sino que son también precisas salidas políticas y soluciones policiales. Sobre la estrategia política, que estriba sustancialmente en «vaciar de contenido reivindicativo a ETA» mediante el desarrollo del Estatuto de Guernica, el PNV se habla pronunciado repetidas veces y de manera extensa. Sorprende, en cambio, la audacia con las que expone su convencimiento de que «hace falta suscitar la confianza del pueblo vasco en unas fuerzas policiales a las que durante decenios ha considerado hostiles». Por lo demás, resulta difícil estar en desacuerdo con las notas que debería caracterizar esa imprescindible solución de orden público: «una actuación policial humana dirigida por hombres profesionales y honestos y controlada por quien mejor conoce la idiosincrasia, los sentimientos y las reacciones de este pueblo, desterrando la tortura y las detenciones indiscriminadas, renunciando a la espectacularidad y a la intimidación». En suma, una política de orden público que desactivara el infernal mecanismo de la espiral acción-represión-acción.

En este contexto, el órgano supremo del PNV se lamenta, y con razón, de la agria e intemperante respuesta que ha merecido en medios oficiales -los mismos que hacen responsables a los nacionalistas moderados de la perduración del terrorismo por su falta de colaboración con las Fuerzas de Orden Público- el ofrecimiento del Gobierno de Vitoria de hacerse cargo de la dirección de la acción policial en el País Vasco. Los críticos del PNV están en lo cierto, obviamente, al señalar que la Constitución y el Estatuto de Guernica reservan a la Administración central tales competencias. Y es también muy posible que la interpretación del Euskadi Buru Batzar de que «la Constitución no impide el que en un momento excepcional el Gobierno vasco asuma los medios necesarios para estar a la altura de sus responsabilidades », tal y como ocurrió en 1936, cuando Euskadi quedó aislada del resto de la República, resulte en extremo forzada. Ahora bien, es de temer que el régimen de ducha escocesa aplicado por el poder ejecutivo al Gobierno de Vitoria, zaherido alternativamente por no llegar o por pasarse, y cierta arrogancia de tono en las críticas fortalezcan las viejas suspicacias del PNV, fatalistamente convencido de que, haga lo que haga, siempre le terminará por empitonar el toro.

Por lo demás, el documento parece confirmar que el PNV se aleja de las tentaciones del viejo fundamentalismo, encarnado en su historia por fracciones como Aberri o Jagi-jagi, y acepta hasta sus últimas consecuencias el legado autonomista -«somos los sucesores de Aguirre, de Landáburu, de Rezola, de Ajuriaguerra, de Irujo»- del Gobierno vasco de la etapa republicana y del exilio. «No queremos recluirnos en un gueto vasco, sino abrirnos a los demás, solidarizarnos en el empeño colectivo de construir una convivencia democrática». El PNV sabe que está amenazada a la vez la subsistencia «del régimen autonómico y aun del Estado democrático», al igual que en las vísperas de la guerra civil. Y «perder la memoria histórica de lo que supuso para las aspiraciones vascas o para la democracia española» el ascenso del fascismo en Europa durante la década de los treinta «o la guerra fría del final de la década de los años cuarenta» sería «colocarnos en trance de un auténtico suicidio político».

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