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La mala educación, de órdago

El público aficionado al fútbol, salvo en campos de excepción como el viejo San Mamés, varía poco. Viene a ser una especie de masoquista que se siente injuriado cada vez que sus once representantes elegidos a golpe de talonario son asediados por otros once pistoleros que también quieren adueñarse del césped dirigidos por un sádico vestido de negro que cobra por ser neutral; y, como es natural, necesita angustiosamente ser redimido por los once nobles pares de botas que le representan y a los que apoyan a grito pelado y sin tocar balón. Y así nos luce el pelo a los aficionados a ver buen fútbol. Porque un espectáculo lo sostiene el público, y, en general, para que sea bueno, también ha de serlo el espectador. La tarde del domingo, por poner un caso, allí no se distinguía entre carga legal, encontronazo fortuito, choque yendo al balón y no al hombre y falta propiamente dicha. Si a esto añadimos que era un partido rodeado de tales circunstancias que, por una vez, se podía intentar ser un poco finos, pues peor aún. La confusión y el guirigay eran de pena. La mala educación, de órdago.Recuerdo el día en que siendo un chaval e hincha del Atlético descubrí que el fútbol era algo más interesante que apoyar a morir al equipo de uno. En la semana anterior a un «partido de la máxima», merodeando por los alrededores de Chamartín, descubrí en un bar a dos jugadores atléticos charlando encantados con otros dos del Madrid. ¡Vaya chasco! ¡Los eternos rivales eran amiguísimos! Aquello fue un trauma, como descubrir que los Reyes Magos son los padres. Pero como no hay mal que por bien no venga, desde entonces abandoné el forofismo, seguí siendo del Atlético y me dediqué, como otra gente, a disfrutar del fútbol y a aplaudir a cualquiera que lo hiciese bien (y, si eran del Atlético, mejor que mejor). Porque con forofísmo puede que ganemos cuando nos toque ser los menos malos; pero de fútbol, ni Enrique Castro, Quíni. hablar. Sólo una cosa me llenó de orgullo atlético aquel día tremendo: los dos merengues tomaban un zumito natural y los colchoneros un poderoso cubalibre,nunca he dejado de tomarme uno en el campo desde entonces.

Y ahí está el secreto del Atleti. No lo digo sólo yo, lo dijo El Fari a un diario deportivo el pasado año, cuando por poco descendemos: «Al Atlético lo que le faltan son cubalibres». Sí, señor, nada de técnicas ni técnicos: Ramiro, leña, seda y cubalibres, ese era nuestro Atleti. Desde que se fue Ramiro, el equipo no volvió at ser el mismo, excepto con Luis de media punta; y al Irse él, la débâcle. Ahora tenemos a Dirceu (el que dijo, recién llegado a Madrid, esa frase genial: «Allá en México yo enviaba balones y me devolvían sandías»), perojugósólo al final, por más que tiene un toque de balón que levanta la moral. Leña, poca -son muy bisoños-, aunque Robi no se marteja mal. Seda, nada, salvo Dirceu y, la que teja Marcos en su día. Y cubatas, se ve que no los han catado. Pena de aquel Atlético que apeó al Cagliari de la Copa de Europa, como le dije al hincha de River que venía conmigo.

Porque el Barga, que tenía mejor hechura de equipo, debió llegar a creerse tanto la tranquilidad que transmitía don Helenio, que entre Artola y Olmo regalaron un gol a los colchoneros. Delante de mí, un señor comentaba, indignado, que cómo se podían pagar 2.000 pesetas por ver aquello; y tenía razón el hombre, porque para ver la habilidad que tiene Schuster para esconderse en el campo o ver perder balones a un tuercebotas como Rubén Cano, mejor se compra uno una botella de scotch y un par de buenas novelas, que duran más y saben mejor.

Así que poco se ha hablado aquí del partido, la verdad. ¿Para qué? ¿Usted se extendería sobre una exposición de rosas en la que todas estuvieran cerradas? Pues eso. Los dos mejores jugadores que yo vi en el Calderón el domingo estaban en el bar: Manuel Velázquez y Jorge Mendoça. Esos eran la elegancia del fútbol; como El Chopo, como Gárate, como Quin¡.

José Maria Guelbenzu es novelista y seguidor del Atlético de Madrid.

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