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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La línea de sombra

LA MUERTE de José Arregui, acaecida anteayer en el Hospital Penitenciario de Carabanchel tras nueve días de interrogatorios -sin asistencia de letrados y en régimen de incomunicación- en las dependencias gubernativas, ha dado lugar a una sana reacción de indignación y de protesta de las fuerzas políticas democráticas y de la opinión-pública respetuosa de la Constitución y sensibilizada a las violaciones de los derechos humanos. La impresión de que esa muerte puede ser un asesinato producido por torturas no se reviste con la certeza de la sentencia firme de un tribunal de justicia, pero se fundamenta en el ejercicio de las capacidade,s humanas de raciocinio para establecer hechos, buscar explicaciones y formular conjeturas. Aunque de esa generalizada protesta se haya escabullido Alianza Popular, tal vez para ser coherente con la frase de Manuel Fraga de que el mejor terrorista es el terrorista muerto», las fuerzas políticas del arco parlamentario han planteado este suceso en el terreno de las cuestiones de principio, esto es, la legalidad constitucional y la garantía de los derechos humanos, sin dejarse arrastrar al pantano de las presuntas razones de Estado, las siniestras implicaciones de la lucha antiterrorista o las conveniencias políticas minicoyunturales.

Especial elogio merecen la valentía cívica y la inteligencia política del PNV, Euskadiko Ezkerra y los socialistas y comunistas vascos al repetir ahora las mismas convocatorias -huelga general y, manifestaciones populares- y la misma consigna -pa,7- y libertad para Euskadi- que en el caso del ingeniero Ryan. La sucia tentativa de los grupos cercanos a ETA Militar para realizar una amalgama, de corte staliniano, entre los partidos y sindicatos democráticos, por un lado, y las bandas de ultraderecha dedicadas a la guerra sucia y los funcionarios de los cuerpos de seguridad que torturan y delinquen, por otro lado, no tiene más respuesta que la batalla en dos frentes contra quienes violan la legalidad constitucional y conculcan los derechos humanos en ambos lados. Porque disculpar la muerte de Arregui en nombre de la muerte de Ryan equivaldría a homologarse con los cómplices morales de los asesinos etarras, para quienes las víctimas abatidas por ETA Militar son simples bajas, sólo aptas para fríos cómputos estadísticos, y los activistas, nobles mártires, mercancías aptas para ese sórdido comercio de culto a la muerte.

Sin embargo, los sectores democráticos de UCD, el PSOE y el PCE pueden albergar fuertes dosis de mala conciencia por su apoyo a la ley de Suspensión de Derechos Fundamentales, de 1 de dlciembre de 1980, aprobada con sus votos -y con la abstención del PNV y la oposición solitaria de Euskadiko Ezkerra- en el Congreso. Que esa mala conciencia intente ser explotada con escandalosa mala fe por Herri Batasuna, que responsabiliza cínicamente a comunistas y a socialistas de la muerte de José Arregui por haber respaldado una ley posibilitadora de torturas, no debería impedir a las fuerzas democráticas un serio debate sobre las leyes de excepción antiterroristas, campo abonado para una abominable cosecha de violaciones de los derechos humanos. La ley de 2 de diciembre de 1980, que prolonga los decretos-leyes antiterroristas de 1978 y 1979, no suspende más derechos fundamentales que el plazo máximo de detención gubernativa y la inviolabilidad de los domicilios y las comunicaciones, pero deja incólumes el resto de los derechos y libertades reconocidos y garantizados en los artículos de la Constitución, entre ellos, naturalmente, el artículo 15, que prohíbe la tortura. Sin embargo, la ausencia de obligación por el juez instructor y el fiscal de velar por la suerte de los detenidos, el carácter especializado de los órganos judiciales que conocen de esos delitos y la composición de las brigadas a las que se encomienda el interrogatorio de los sospechosos han confirmado los temores apuntados por el informe de Amnistía Internacional acerca del carácter patógeno de una ley cuya aplicación, práctica crea el ámbito jurídico para la posible violación de los derechos humanos de los detenidos.

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Por lo demás, las tomas de posición en tomo a la muerte de José Arregui no se han limitado a los partidos y sindicatos, sino que se han extendido a una institución del ordenamiento constitucional tan importante como el Consejo General del Poder Judicial. La nota de este elevado órgano señala que el juez de instrucción de guardia ha abierto las oportunas diligencias, «que continuarán hasta llegar al completo esclarecimiento de los hechos, con intervención del ministerio fiscal». Dicho sea de pasada, el juez instructor de la muerte de Arregui es el juez de la Audiencia Nacional, encargado del sumario de los etarras, y que no hace mucho tiempo dejó en libertad a uno de los acusados del asesinato de Yolanda González. El Consejo General también añade que «velará por la total independencia de la función del juez en orden a la plena garantía de los derechos y libertades fundamentales» en la realización de estas actuaciones.

Sin perjuicio de resaltar la notable sensibilidad jurídica y democrática que ha mostrado el Consejo, que preside Federico Carlos Sainz de Robles, al publicar esa nota, sería hipócrita silenciar el temor de que vuelvan a producirse en este caso las habituales presiones sobre la administración de la justicia, que suelen darse cuando los encausados pertenecen a los cuerpos de seguridad del Estado. Con independencia de que el procesamiento de esos funcionarios sólo pueda decidirlo una sala de la Audiencia, tal vez el ministerio fiscal hubiera podido pedir, y el juez instructor hubiera podido dictar ya, como medida cautelar, la prisión preventiva de las cinco personas puestas a su disposición por el Ministerio del Interior. Y, en lo que al procesamiento en sí mismo se refiere, resulta difícil olvidar (véase EL PAIS de 27-9-1980) que la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid denegó hace unos meses, con sorprendentes argumentos, el procesamiento, propuesto a la vez por el juez instructor y el ministerio fiscal, de los miembros de la Policía Nacional de cuyas armas de fuego salieron los proyectiles que causaron un muerto y dos heridos en la barriada de Embajadores el 13 de diciembre de 1979.

Digamos, finalmente, que la nota facilitada ayer por el Ministerio del Interior, en la que se anuncia el cese del jefe de la Brigada Regional de Información y del responsable de los servicios médicos, y se pone a disposición judicial a cinco funcionarios que interrogaron al fallecido Arregui, rectifica las declaraciones iniciales del titular de ese departamento. La razonable presunción de que sólo gracias al coraje político del ministro de Justicia y al valor cívico del médico del Hospital Penitenciario de Carabanchel este suceso ha salido a plena luz no habla demasiado en favor del Ministerio del Interior, que tardó casi veinticuatro horas en ofrecer una explicación -insuficiente- sobre las medidas -también insuficientes- adoptadas para aclarar ese turbio asunto. Pero no se trata sólo de que nadie puede estar seguro de lo que habría. ocurrido si Francisco Fernández Ordóñez no hubiera sido ministro de Justicia en el momento de morir José Arregui. Porque es sencillamente bochornoso que haya tenido que fallecer un detenido para que el Ministerio del Interior acuse recibo de las denuncias sobre torturas practicadas en sus dependencias, formuladas, entre otras organizaciones, por Amnistía Internacional, y adopte medidas, tan tímidas como incompletas, respecto a los eventuales responsables. Todavía a estas alturas el Ministerio del Interior no ha explicado los entresijos del Batallón Vasco-Español, el papel de los mercenarios de la OAS en la guerra sucia del País Vasco- y la veracidad de las denuncias de torturas. Y todavía el comisario Ballesteros sigue en su cargo.

Que en febrero de 1981, tras cinco años de transición, el Gobierno constitucional de este país no haya reorganizado totalmente los cuerpos de seguridad con hombres respetuosos de los valores democráticos, de los derechos humanos y de las libertades ciudadanas y amparados por la Constitución, hombres que existen en abundancia en el escalafón del Cuerpo Superior de Policía, es un hecho más cercano a la provocación desestabilizadora que a la incompetencia profesional. En esa línea de sombra se hallan, sin duda, muchas de las claves que explicarán en el futuro la razón por la que la reforma política se detuvo a las puertas de los cuerpos de seguridad, bastión todavía, en algunos puestos clave, de enemigos ideológicos y política de esa Monarquía parlamentaria para cuya defensa los contribuyentes les pagan sus sueldos y dietas.

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