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El Prado

La gripe ha abierto sus salones en Madrid. Mi gripe ha abierto salón. La gripe es un poco como aquellas marquesonas de Proust que, hacia el atardecer, ordenaban desenganchar el carruaje, por la gripe, y abrir el salón al todo París. Por mi salón y por mi gripe han pasado el cura Llanos y su horda rubia de gauchistes, Gustavo, de Cátedra, a pedirme el libro que les tengo comprometido: los de la revista Night/Pachá que me sacan junto a mi querida María Asquerino, y Rubert de Ventós, que, de paso en Madrid, viene a interesarse por mi gripe, naturalmente, más que por mi prosa. Rubert, en su reciente libro, De la modernidad, habla de quienes -todos- necesitan mirar primero la firma de un cuadro para fruirlo luego con verdadera seguridad personal Ce que es bueno. Contra eso, precisamente, contra la cultura previamente adjetivada, me llama hoy Carmen (de) Garrigues, que es una de las pocas o últimas damas proustianas que pudieran quedamos en Madrid, con algo, de bello pájaro heráldico en el perfil, como Oriana Guermantes:

El tema, Umbral, es que queremos hacer algo as! como una sociedad de amigos del Museo del Prado.

En Francia, esto funciona mediante los miniamigos del Louvre, muy eficaces, y en Estados Unidos, claro, mediante los macroamigos de los museos, porque los americanos lo hacen todo de una manera muy americana. En principio, pudiera parecer que este nuevo culto al Museo -con mayúscula dorsiana- va contra las doctrinas fruitivas del gran Rubert de Ventós o de su muy afín Susan Sontag (con un pecho cortado, la gran ensayista norteamericana ha escrito un lúcido y frío ensayo sobre el cáncer, mientras esperaba a ver si se le reproducía en el otro pecho).

Pero no hay contradicción con los últimos consumidores de arte desde el yo residual y subjetivo, pues precisamente el museo (el del Prado o cualquier otro), que se nos ha presentado siempre como catedral sacrosanta sin libertad de cultos, donde había que entrar a venerarlo todo por el mismo precio, precisamente el museo, digo, hay que desmuseizarlo, descatedralizarlo, secularizarlo, y para eso nada como unos amigos espontáneos, naturales y organizados del Prado (en este caso), con algunas ideas y alguna influencia, que empiecen por borrar de las salas/Velázquez ese rojo cafetería/duraluminio de que tanto se me indignaba Julián Gállego, mi más querido/admirado crítico de arte, juntamente con el entrañable Enrique Azcoaga, a quien ahora los críticos han elegido colegiadamente como jefe de la cosa. Hay una pregunta que siempre me hacen en las entrevistas:

-Oiga, ¿y por qué los partidos políticos no se ocupan nada de la cosa cultural?

Pero yo no soy cosa cultural ni partido político, ni creo, por otra parte, que la cultura sea cosa de los políticos, sino de los cultos (que no suelen ser los mismos). La alta cultura y la cultura popular tiene que nacer de sí misma, de esas elites que son las bases y de esas bases culturales que son las elites snobs. Ya Ortega llamaba snob a Pericies, y no peyorativamente. Tengo con tado, en mi libro sobre Ramón, cómo Gómez de la Serna entra una noche a ver el Prado a oscuras, con un farol, y así, a farolazos, a ha chazos de luz, va sorprendiendo el alma densa y temblorosa de la pintura clásica, liberada en jirones del asunto histórico o mitológico, hoy tan enojosos. Así tenemos que entrar los amigos del Prado en el museo, si llegamos a constituirnos: a farolazos.

Mientras la derecha se inviste a sí misma políticamente, mostremos al país que cuando la democracia es hostigada en el Parlamento o los periódicos, se refugia, errática y desnuda, en el museo. La democracia pidiendo asilo político en un museo se llama ya cultura.

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