La amargura de Ecuador
LA GUERRA de Perú y Ecuador rebota, cuarenta años después de los diez días de 1941 en los que se consumó la invasión peruana de los territorios disputados por los dos países en las selvas del Amazonas; unos territorios en los que hay quizá un cierto olor a petróleo. Para Ecuador, aquella guerra -no declarada- constituye la principal desgracia contemporánea; sobre todo por los protocolos de Río de Janeiro (1942), en los que se vio obligada a aceptar su derrota militar y saldarla con la cesión de 240.000 kilómetros cuadrados: es decir, la tercera parte de su territorio total. Pagó con una desmoralización del Ejército, un odio permanente a Perú, una inculpación a su política, que se resolvió con el reforzamiento defensivo de la dictadura de Arroyo del Río, y un resentimiento nunca agotado contra Estados Unidos. No necesitaba Ecuador el apoyo de Estados Unidos para ganar las batallas: le bastaba la favorable desigualdad de su propio Ejército. Pero sí fue decisivo el papel de Washington en las reuniones de paz en las que se privó a Ecuador de su territorio: estaba pagando, con esa gestión, la aproximación peruana, incluyendo la de los grupos clásicos antiimperialistas que se declaraban partidarios de la unidad antifascista.
Prácticamente las mismas condiciones se reproducen ahora: un ataque peruano, un repliegue de los ecuatorianos; una diferencia considerable de fuerza a favor del Ejército peruano y una tregua impuesta -sobre la situación militar actual- por los cuatro países garantes del protocolo de 1942, cuyos nombres son muy expresivos: Estados Unidos, Argentina, Brasil y Chile. Las peticiones ecuatorianas de que la mediación fuera hecha por la OEA, y no por esos países, ha sido desatendida; aunque la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la Organización de Estados Americanos que comenzó el lunes, en Washington, estudiará, indudablemente, el tema. Un tema sin solución, y que arroja sombras considerables sobre los proyectos comunitarios de países andinos y países amazónicos. Nadie va a devolver nunca a Ecuador los territorios perdidos entonces -territorios que Quito sigue incluyendo en sus mapas oficiales-, porque ya sería imposible; nadie va a evitar el despecho, el resentimiento y el irredentismo de los perdedores. Y si de esos territorios .se deduce pronto una riqueza considerable a una explotación importante, la amargura ecuatoriana crecerá siempre de punto. No puede excluirse que el intento de democracia que supuso la devolución del poder a los civiles y la elección de Jaime Roldós en abril de 1979, en representación de la Concentración de Fuerzas Populares, y con el apoyo de la Democracia Cristiana, no vaya a sufrir seriamente por esta reaparición del viejo conflicto;. ni que todo el movimiento tenga, finalmente, ese objetivo.
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