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Gazapos

La vida política española, y por causas de todos conocidas, no ha podido desarrollarse dentro de unas coordenadas de normalización suficientes que hayan permitido entrever cómo sería el libre juego democrático sin otras tensiones que las lógicas, derivadas la mayor parte de ellas de la situación de crisis económica y de la construcción del Estado de las autonomías. Aquí, entre los traumas debidos a las periódicas escaladas terroristas, los rumores galácticos, los tira y afloja de las negociaciones contra reloj entre la Administración central y las nacionalidades y el cuasi permanente proceso electoral, además, naturalmente, de un cambio de Gobierno prácticamente cada seis meses y una moción de censura y un voto de confianza, han convertido la vida pública en una especie de permanente «zafarrancho de combate», con las consabidas secuelas de provisionalidad, inestabilidad y desdibujamiento de la personalidad de cada cual. Lo normal ha sido definirse frente al contrario y frente a los acontecimientos externos; pero ha habido poco de autoafirmación y apenas nada de debate más allá del generado en el seno de los propios partidos políticos, en estos momentos, por cierto, en ebullición y casi siempre mediatizado por la indisimulada lucha por el poder.Llevamos ahora unas cuantas semanas, lo que no es mucho, pero en este país tampoco es un período desdeñable, de relativa estabilidad. Estabilidad que ha favorecido algún importante paso hacia adelante, como la firma de los conciertos económicos con Euskadi y el alejamiento teórico de lo que podríamos denominar como «horizonte electoral», y una positiva tendencia a disminuir la crispación que periódicamente enturbia innecesariamente las relaciones políticas. De modo que henos aquí, por primera vez en bastante tiempo, en un período propicio al análisis desdramatizador y, sobre todo, consuetudinario. Después de todo, la marcha de la democracia necesita medirse no sólo por sus respuestas globales, sino también por su capacidad para ir insertando en lo cotidiano sus principios inspiradores, mucho más en un país que ha perdido, si es que la tuvo alguna vez, una parte muy importante de su conciencia ética de ciudadanía. Ahora que tanto se habla de «regeneracionismo» convendría empezar por el prin cipio e iniciar una serie de «calas» en profundidad, en nuestra clase política y en nuestra sociedad, sobre el grado de asimilación real del sistema democrático. Unas semanas «Iimpias» de sobresaltos bien merecen ser aprovechadas para ello.

Digamos en seguida que algunos síntomas no son del todo convincentes o, si se quiere, esperanzadores. El examen menos pormenorizado de la normalidad arroja un saldo de carencias y de desviaciones que, por muchas vueltas que se le dé, no encuentran justificación y, desde luego, no la tendrían en los países de nuestra órbita política. El espeso silencio que se abate sobre algunos temas o la insuficiencia en las explicaciones de otros no serían de recibo en un país de tradición democrática. El Gobierno no informa, o lo hace insuficientemente, de muchas cuestiones que no pueden quedar colgadas sin respuesta ante la opinión pública. Dos ejemplos que hablan por sí mismos: el asunto de la compra por parte del INI del hotel Sarriá, de Barcelona, y el tema de las actuaciones de la extrema derecha en Valladolid. Y un tercero: la cuantía en la subida de las tarifas eléctricas, y que en otros países hubiese supuesto incluso la comparecencia del mismo jefe del Ejecutivo, que, por cierto, parece volver a su indeclinable propensión a encerrarse en su particular caracola. El Gobierno parece no considerar siquiera la posibilidad de informar a los ciudadanos, si no lo hace obligado bajo la presión de una interpelación parlamentaria. Su tendencia a echar tierra sobre los asuntos resulta, a todas luces, impropia y revela su escaso aprecio por los usos y costumbres comunes en todos los países democráticos. Ampararse en las vacaciones parlamentarias o en la lentitud del reglamento del Congreso, auténtica nevera para enfriar todo lo que arde, no es en absoluto de recibo y muestra, dicho sea sin la más mínima agresividad, en qué medida el pasado y sus fantasmas siguen condicionando los reflejos de nuestros gobernantes.

Por lo demás, la normalidad que por suerte padecemos no deja también de iluminar lo monocorde de los registros de la política española y el egopartidismo que la anima. Parecería que al margen de los congresos (y este año los vamos a tener todos) apenas hay nada que rascar. Digamos de paso que este arrollador ombliguismo se ve alentado por la actitud de una parte de la Prensa, no toda, por suerte, que además, y este es un dato nuevo de particular importancia, se está mostrando más bien beligerante en el apoyo a unas u otras fracciones. El fenómeno no deja de ser singular y digno de estudio. Y, por supuesto, exigiría un punto de meditación de algunos periodistas auténticos «compañeros de viaje», cuando no «correveidiles» o correas de transmisión de corrientes, fracciones o baronías de diverso porte y condición. Curioso y preocupante dato en un país donde la Prensa de partido no ha conseguido apoyo popular. Pero, en fin, los congresos de los partidos se han convertido en el alfa y la omega de la actualidad política. Nada habría que objetar si no fuera porque en todos ellos lo que predomina no es el deseo de acercarse a la realidad y al electorado, perdido en los meandros insondables de los matices y de las etiquetas, sino una descarada, aunque por supuesto lícita, pugna por el control de los aparatos. Obsérvese que en estos febriles días de precongreso centrista ciertas cuestiones polémicas (el divorcio, la LAU etcétera) han desaparecido como por ensalmo y las etiquetas han sustituido a los pronunciamentos sobre temas concretos...

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El somero paseo por nuestra normalidad no es, como se ve, del todo estimulante. Todavia no, por lo menos. Demasiados vicios de procedimiento y ausencia de esos reflejos indicadores de que la democracia avanza no tanto en la superficie como hacia dentro. No hay que desanimarse, desde luego. Pero tampoco es bueno confundir el gato con la liebre. La normalidad ha de ser aprovechada para cazar esos gazapos que constantemente se cuelan de rondón y que de ninguna manera pueden ser aceptados como huéspedes inevitables de un sistema que si es mejor que los demás es precisamente porque en él deben de ser erradicados. Y hay demasiados gazapos (aquí sólo se ha hablado de unos pocos) con pretensiones de inquilinos permanentes.

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