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Guernica

El Guernica es un cuadro de mundial celebridad. Se espera que pronto pueda estar en Madrid, habilitándose quizá para su exhibición definitiva el Casón del Buen Retiro. Muchos millones de seres humanos han oído por vez primera el nombre de Guernica a través de la gigantesca publicidad de la obra del pintor. No es la primera vez que ello ocurre en la historia. Pocas gentes sabían en la Austria posnapoleónica dónde se hallaba Vitoria, hasta que Beethoven utilizó ese nombre para rotular su poema sinfónico, opus 91, en memoria de la famosa batalla. El drama espeluznante del Medusa, fragata de la marina francesa naufragada en las costas de Africa en 1816, fue proyectado al conocimiento de Europa entera por el talento pictórico de Gericault, que hizo de los supervivientes arracimados en la balsa un símbolo de la desesperación humana. La obra de arte supera en alcance a la simple descripción de los sucesos. Guernica fue objeto de un bárbaro ataque por parte de la legión aérea nazi durante nuestra guerra civil. No había en la villa objetivos estratégicos ni tácticos que justificaran la brutal agresión. Se quiso ensayar, piensan algunos historiadores, la destrucción masiva e indiscriminada desde el aire como método de la guerra total. Otros opinan que se buscaba asimismo una intimidación psicológica, teniendo en cuenta el carácter histórico del lugar y su condición representativa de la tradición foral de los vascos. He contemplado largamente el Guernica en Nueva York y tratado de identificar con él los múltiples elementos de que se compone. Leo también los análisis críticos más sugestivos y recientes sobre la obra, con el despiece minucioso de los valores estéticos y ejemplares que de ella parecen derivarse. Cuanto se haga por despertar en las generaciones futuras la repulsa hacia la crueldad y contra la destrucción voluntaria y masiva de las vidas humanas en nombre de cualquier fanatismo merece el aplauso de los hombres libres. El bombardeo de la villa, en abril de 1937, fue el anuncio premonitorio de lo que vendría después. Coventry, Dresden, Oradour, Hamburgo, Lidice, son otros tantos ejemplos de ciudades grandes o pequeñas arrasadas por el odio. Hiroshima y Nagasaki culminaron con sus estadísticas macabras, no terminadas todavía, la serie negra del salvajismo de nuestra especie. Pienso que el célebre lienzo en cuestión podría llevar cualquiera de los nombres de esas ciudades, por que su intención es la de servir de testimonio, de mensaje y de protesta contra el escándalo de la violencia innecesaria, de la brutal y ciega agresión de unos seres humanos contra otros con ánimo de exterminarlos.

Sinceramente voy a decir que Guernica es algo más importante que el título de una obra de arte, por admirada que ésta sea. Guernica es la villa en que se asentaban los representantes de las anteiglesias, merindades, villas y Eucartación de Vizcaya para examinar, discutir y aprobar los asuntos de interés general para el señorío. En Guernica había antaño un fornido roble a cuya sombra se reunían desde tiempos inmemoriales los apoderados de los concejos, y los reyes de Castilla venían a jurar los fueros bajo su dosel enramado. La costumbre de venerar al árbol como techo vegetal de asambleas y juntas no es exclusiva del País Vasco. Casi todos los pueblos primitivos de Europa tuvieron y practicaron ese culto. Según algún notable erudito, fueron los celtas los que introdujeron la costumbre en la Hispania prerromana, y se encuentran todavía árboles que servían para ese fin en las áreas de mayor sedimento céltico de la Cantabria montañesa. Yo mismo he conocido, junto a la merindad de Castilla la Vieja, hacia Valdivielso, un árbol juntero que duró hasta hace pocos años cumpliendo su función amparadora. En las guerras de las Galias, historiadas por la minuciosa vanidad de Julio César, se alude a la costumbre de ciertos pueblos indígenas de adorar al árbol -roble o encino-, que significaba la identificación de la colectividad tribal deliberante y el símbolo aparente de la vida y de la permanencia.

Guernica es eso: un testimonio

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Guernica

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de la estructura jurídica de la España del pasado que ha sobrevivido a lo largo del tiempo, acaso porque hasta llegar la revolución industrial, «las provincias» eran las más pobres y las más aisladas de la Península y lograron preservar sus peculiares libertades amparándose en el olvido general. Cánovas, que abolió casi todo el sistema foral en la vorágine pasional de la segunda guerra carlista, lo manifestó así en un conocido texto. Los adversarios del foralismo hablan de tinieblas medievales y de privilegios en tono peyorativo. Pero, en un pueblo con tan extendida carga histórica como el español, una afirmación de esa naturaleza carece de sentido. ¿Qué ventaja puede tener hacer tabla rasa del pasado como si de algo nefando se tratara? Los iconoclastas del fuero abrevan su furor en «los inmortales principios» del 89 francés. Pero el sistema representativo y los derechos humanos tenían una sustancial vigencia en aquella asamblea que deliberaba a las faldas del monte Cosnoaga que cantara Unamuno y que conoció en Guernica a su único y profundo amor. ¿Y qué era el Fuero de Vizcaya sino, en gran parte, un repertorio de garantías procesales que amparaban de la arbitrariedad judicial y que expresamente prohibían la tortura de los acusados?

En la todavía intacta ría de Guernica se halla la raíz de la antiquísima historia del señorío vizcaíno, de la que subsisten testimonios arqueológicos visibles. Recientemente, una investigadora femenina, María Victoria Gondra, ha publicado una bella monografía dedicada a la merindad de Busturia, la de más rancia prosapia y la de primer rango en las juntas, en mérito a esa vetusta condición. En esa llanura fluvial y marítima cercada de montañas, en la que soñó y murió Sabino, amó Pedrito de Andía y pintó sus figuras y paisajes transparentes Uzelay, como antes lo hiciera Adolfo Guiard, se condensa la identificación de un pueblo en el que no brotó la insolaridad como rechazo hasta que fue objeto de tres sistemáticos castigos de guerra -1839, 1876 y 1937- por tomar parte activa en nuestras luchas civiles del lado de los bandos perdedores en forma mayoritaria.

Eso contiene la villa foral, la del «árbol santo» fe Iparraguirre, cuyo nombre ahora pregona el mundo unido al pincel de un artista universal que inmortalizó a su manera un trágico episodio de su historia. Pero no el único ni el más importante, aunque sí seguramente el de mayor incidencia, por el vandalismo de sus circunstancias. El caballero de la mano al pecho tiene un nombre que nadie recuerda, Juan de Silva, porque es para el gran público sencillamente un retrato del Greco. La ciudad de Breda fue un pretexto para que Velázquez explicara, con su perfil al fondo, un teorema sobre la magnanimidad del vencedor. En los cafés-teatros de París contaban la anécdota del matrimonio turista americano que paseaba por las arcadas de Rivoli contemplando escaparates y monumentos. De pronto exclamaba la mujer: «Oh, qué bella estatua dorada de una mujer a caballo! ¿Quién será?». «Es un monumento a In Ingrid Bergman por su interpretación de Juana de Arco», explicaba, contundente, el marido.

Guernica tiene identidad, consistencia y apelativo propios. Don Ramón del Valle Inclán la visitó para inspirarse cuando compuso las Voces de gesta. Una de las estrofas tiene aún latente actualidad. Dice así: «La ofrenda del odio quede sepultada / junto al viejo roble de la tradición».

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