Políticos esdrújulos
Aunque hablan tanto y suelen decir que trabajan con el corazón en la punta de la lengua, son muy pocos los que se atreven a confesar por qué lo hacen. Lo contaba recientemente el nuevo Garrigues Walker de la fama: una de las razones de que se dedicara a la política era la vanidad. Supongo que este importante hombre sufrió una efímera dolencia de sinceridad, porque a ningún profesional autocontrolado según los métodos Carnegie se le hubiera ocurrido desdeñar aquello del servicio a los demás, del sacrificio por bienes ajenos a uno mismo, de «la ciencia de la exigencia», que decía, Theodore Parker. La vanidad es un vicio casero y bastante humilde dentro del esqueleto del alma humana, así que ningún político suele mencionarlo en público, aunque viva de su exhibición. Los cultivadores de lo que Carlyle definía como «ciencia tenebrosa», aquellos que podrían engañar al mismo Dios, según Shakespeare, no caen, por lo general, en la baja pasión de desnudarse ante los otros.Muy al contrario: lo suyo es el boato, la suntuosidad, la bambolla, el aparato, la gala. Desde que circulamos por estos valles de lágrimas, los individuos hemos intentado distinguirnos de nuestros congéneres, y como la distinción que mejor se distingue, que más fácilmente llega a las mayorías es la externa, cada cual ha ido buscando elementos ostensibles y claros que rápidamente choquen en la horizontal de las miradas ajenas. El rey se agencia el cetro, la corona y el manto de armiño, el obispo se enfunda la capa pluvial y el solideo (en espera de la mitra); el guardabosques se aplica la escarapela y el portero -o sea, el vigilante de fincas urbanas- se adosa los brillantes botones. Los galones, estrellas, medallas, fajines y demás simbología externa del poder por parte de los militares son la racionalización más pura del deseo de distinción. Milicia y clero han sabido mejor que nadie separarse de los demás mediante los artificios del adorno, en todo ejército y en toda religión.
Mientras los animales disponen de recursos naturales para demostrar su poder o su preeminencia, y expanden la cola, inflan la garganta, enderezan la cresta o erizan las melenas, el hombre desnudo es siempre demasiado igual a otro hombre desnudo. Con lo cual, el juez tiene que vestirse de juez, la novia de novia, el intelectual de intelectual, el guardia urbano de guardia urbano y la prostituta de prostituta. El asunto no tiene mayor intríngulis y la sociedad admite perfectamente estas máscaras, pues son los instrumentos más perfectos para configurar la personalidad del individuo. Persona y máscara eran para los griegos la misma cosa, como todo el mundo sabe.
Sin embargo, democracia y mesocracia han venido a igualar de modo lamentable a casi todos. En las gradas del campo de fútbol, patrón y criado pueden fumar la misma clase de cigarros, embutidos en semejantes pullovers de pura lana virgen. En la calle, el director general y el maestro de escuela, que sufre cada año su cicatería presupuestaria, son imposibles de distinguir a boca cerrada (considerando que el iriaestro lleve su traje de los domingos).
En consecuencia, a los políticos apenas les queda otra cosa que su lenguaje. Sin medallas ni bandas, sin lustradas botas ni chaquetas blancas, sin uniformes de gala ni gorras erguidas con que los fascismos los habían destacado, nuestros políticos están urgentemente refugiándose en la sintaxis, la prosodia y la fonética. Los últimos escondites gramaticales que el oyente o el televisionario pueden descubrir son la destrucción del diptongo, la negativa a la contracción de preposición y artículo y, muy especialmente, la esdrujulización de las palabras. Ahora mismo, desde el superministro al representante sindical, del senador que jamás habló en el Senado al modesto concejal de aldea, todos alargan la importancia del presidente del Gobierno
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concediendo a su nombre una sílaba más de las que tiene: no dicen Suárez, sino Su-arez. Y, como las contracciones deben de parecerles negocio villano y de muertos de hambre, hablan siempre de el Parlamento y de ir a el Congreso.
Pero su más hermoso vicio es el esdrujulismo. Le hablarán a usted de los presupuestos generales o de las dificultades de estacionar el coche en Madrid (cuyo alcalde sube alguna vez al autobús para dar ejemplo, según confiesa); se dirigirán a sus electores o a la amante secreta; comentarán una receta de cocina o la política exterior del señor ministro que metió el cuezo hasta el corvejón en la autonomía andaluza y como castigo le hicieron ministro de Exteriores para que sus futuras equivocaciones alcancen relieve internacional; se referirán al tiempo o a la manera de dictaminar impuestos para los demás y exenciones para sí mismos... No importa. Lo dirán, todo con palabras esdrújulas o esdrujulísimas: Cónstitucion, cómprender, ínflacion, présupuestos, cónsideramos, éxpresamente, térroristas.
Tales inclinaciones a lo proparoxítono, vulgares ya por habituales, no son cuestión baladí que se refiera sólo a la desidia cultural tan frecuente en los políticos españoles; sobre el asunto podría componerse una enciclopedia en varios volúmenes. La dicción esdrújula es, sobre todo, una manifestación de vanidad y prepotencia, es un modo de sentirse espiritualmente sentado más arriba que los otros, es el estirado canto del gallo dentro del gallinero, es un puntiagudo sombrero anclado a la laringe, un planeo psicológico sobre la infame turba electoral, una continua amenaza con abrirnos la fiambrera de Pandora.
La invención esdrújula no figura en los inéditos manuales de la tecnocracia, que inventó esa horrísona jerga que todavía arrastramos. Ahora el fontanero habla ya de que los grifos gotean a nivel de zapata y que en base al deterioro de la situación la cocina se encuentra en un punto álgido, por lo que habrá que invertir en su reparación. El esdrujulismo es perfectamente democrático, tanto como el bautismo de la expresión franquista de «Estado español», que aún aparece en barrocos azulejos sobre una fachada de la ciudad marroquí de Tetuán.
Y aún es arrimo y cobijo del rebaño político. Cuando los camareros digan: «Acérquese al móstrador, le ruego»; cuando el taxista exclame: «Son 3.000 pesetas la cárrera; cuando el cartero nos haga firmar el cértificado, los políticos irán encontrando, poco a poco e inconscientemente, otros recursos fonéticos o prosódicos para demostrarnos que son más importantes que nosotros, que están muy por encima de nosotros. Sin privilegios vestimentarios ni recursos gramaticales, ninguno de ellos se encontraría el culo con las manos, como dicen en mi pueblo. Andarían tan vacíos como los personajes forgesianos sin su lenguaje particular; estarían tan silenciosos como las muchachas plásticas si se les prohibiese utilizar los cien mil latiguillos de la jerga joven que suele encubrir suntuosas ignorancias. ¿Hablan los políticos con esdrújulas porque no tienen nada que decir?
Sería un corolario irónico, pero palmariamente falso. Según Bertrand Russell, los políticos son aquellos que dicen cómo deben darse las órdenes para que los hombres de segunda categoría ordenen a los de tercera cómo debe modificarse la superficie de la Tierra; es decir, cómo hay que trabajar. El que esas órdenes -aun con palabras esdrújulas sean siempre oportunas, razona bles y justas es ya más discutible. Importa dictarlas con entonación arrogante, dominadora y lúbrica. Así continuarán consiguiendo mejores aplausos, halagos dura deros y perdurable fama entre quienes seguimos utilizando las palabras llanas. Claro que ya desde Adán y Eva sabemos que la fama es siempre un malentendido.
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