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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

De un prostíbulo a otro

La moraleja cabe en una greguería: «El colchón está siempre vestido a la moda de su pueblo». Eva Perón lo supo siempre, en carne propia, sin necesidad de leer a Ramón Gómez de la Serna. Esa es, al menos, la imagen que circula en una obra teatral donde, bajo pretexto de edificar un altar en honor de Evita Superstar, la reina exhibe sus desnudeces. De ahí que aparezca como desfasada la célebre pintada callejera: «Las prostitutas, al poder. Sus hijos ya lo están». Antes fue la gallina que el huevo.Desde el momento de embarcar, todo pende de un hilo luminoso que se derrama sobre un ataúd. Son los funerales de la mamá grande, el póstumo rastrojo de quien supo cambiar las faldas de muselina rayada por chaquetones de visón, la melodía de arrabal por el himno de Argentina. Se espera el último milagro de quien lograra convertir el catre del prostíbulo en gran lecho real.

El milagro es un espectáculo, Evita, que uno puede estimar grandilocuente y tedioso, pero que funciona a la perfección. El viejo juego de los contrastes es rejuvenecido hasta las últimas consecuencias: zonas de luz y sombra, parálisis y movimiento, fascinación y repulsa, solemnidad y picardía, lentitud y frenesí. Es algo así como si Wagner, empujado a tener que ganarse el pan, empapase su inspiración en un relato de Corín Tellado.

Lo curioso es que no chirría esa alianza contra natura. El soporte se encuentra en una concepción escénica que sorprende por su dificilísimo pudor. Pocas obras habrán contado con un montaje tan endiablado como el presente, al tiempo que tan poco agradecido: los resultados se sitúan en un plano sencillo, casi despojado, y con el fresco encanto de lo natural.

Dar relieve a lo minucioso de la búsqueda hubiera sido fácil tentación. Pero lo diminuto se torna invisible para ir en ayuda de la totalidad. Y esa es la inteligente labor de Azpilicueta, que ha preferido el riesgo de parecer inexistente a la majadería habitual de anegar con la firma la visión del paisaje.

Este paisaje sabe mentir con convicción. Los símbolos del fascismo se integran maliciosamente a la atmósfera del musical tradicional. Todo está atado y bien atado. Pero nadie se asfixia: cada personaje y cada escena aparentan jugar a su antojo, con esa libertad que en el teatro sólo cabe obtener a base de atinadas cortapisas.

Por una vez, los actores poseen rasgos atípicos, no parecen intercambiables. Todos cumplen más que prometen, desde el menor hasta el mayor. Hay una coherencia interpretativa digna del máximo elogio. Si destacamos a los intérpretes principales es por simple tributo a lo ritual.

Paloma San Basilio pasa del prostíbulo personal al presidencial con generosa gracia, al tiempo que su voz es un reflejo fiel de cada situación. Patxi Andión se sumerge en su misión con desaforado tino, persuadido y persuasivo en todo instante. Julio Catania edifica la mole fidedigna del dictador y canta con enorme empuje. Tony Landa le da al tango con fogosa pasión. Y Montserrat Vega enternece en una zurlinesca escena.

Lágrimas milagrosas

El milagro, como apuntábamos antes, es que la veintena larga de escenas que componen este musical pueden ser calificadas de aburridas, al tiempo que, engarzadas, constituyen una comedia irreprochable. Una comedia que, además, es prácticamente un antimusical: se abre y se cierra con unos funerales. Y donde sólo una melodía es pegadiza: No llores por mí, Argentina.

Lo que sí se echa en falta es que la segunda parte, esbozo de melodrama clásico, no se entregue más de lleno al morboso delirio de una lenta agonía. El público, bastante frío en la sesión del pasado jueves, se queda abiertamente con ganas de llorar. Hay que permitirle el desahogo, aun cuando algunos se rasguen las vestiduras. Dado que Evita tiene todas las trazas de convertirse en triunfo durante varias temporadas, queda tiempo para pulsar en esa dirección. Cabrían, de esa guisa, dos lecturas, columnas esenciales de la modernidad.

Sea como fuere, Evita es ya, en su versión española, el mayor acontecimiento teatral de los últimos tiempos. No saber muy bien por qué no es el menor de sus méritos.

Nuevos elementos -tanto musicales como de interpretación- aproximan la obra al espectador español. Este ha de demostrar ahora, con lágrimas más o menos, su disponibilidad para el género.

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