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"Flash Gordon" en el cine, un prodigio de mal gusto.

Alain Resnais confesó hace ya unos cuantos años que le gustaría adaptar aI cine las aventuras de Flash Gordon cuando se sintiera suficientemente maduro. Es una lástima que el gran autor de Hiroshima, Providence y tantos títulos fundamentales no haya intentado convencer al productor Dino de Laurentiis de que ya ha alcanzado esa ansiada madurez para salvar el proyecto disparatado de trasladar a la pantalla luminosa las correrías interestelares del héroe imaginado por Alex Raymond hace ya cuarenta y siete años. La ansiada meta artística y humana de Resnais puede haberle llegado ya (o no vendrá nunca), pero sí es seguro que De Laurentiis ha conseguido un prodigio de mal gusto y pretenciosidad que supera incluso al impagable King Kong que perpetrara hace cuatro temporadas.

Las aventuras del rubio Flash, perdido en el planeta Mongo, regido despóticamente por Ming, «la suprema inteligencia del universo», surgió tímidamente como un intento de la King Features (división del imperio periodístico de William Randolph Hearst destinada a comercializar las tiras y páginas dibujadas) para responder al éxito de la serie Buck Rogers. El joven Alexander Raymond, que hasta entonces había trabajado como «negro» de autores conocidos, como Lyman Young (responsable de Tim Tyler's Luck, conocido en nuestro país como Jorge y Fernando), se lanzó con gran atrevimiento a desarrollar una historia tremendamente convencional, a caballo entre el género iniciado por Burroughs, en sus aventuras de John Carter en Marte y Venus y las constantes de lo que se ha venido a llamar «espada y brujería». En las primeras páginas dominicales sólo importaba la incesante peripecia del joven y apuesto protagonista -«deportista» en la versión original; «comisario de policía» en su maliciosa adaptación italiana y española- al luchar contra el malvado Ming e innumerables aliados, ayudado por su virginal novia, Dale Arden, y el astuto científico Zarkov.Los personajes secundarios (triste sino el de las sagas interminables) pronto arrebataron el interés que no podían despertar los personajes apositivos». El mismo Ming, una de las creaciones más hábiles del mundo de las narraciones gráficas. dentro de su convencionalidad inicial, adquirió perfiles realmente modélicos, junto a su hija, la impúdica Aura, cuya fuerza y arrojo, casi trasplantados de la «flapper» típica de la época, acabaron al casarse con Barín, el rey de Arboria, mortal enemigo de su padre. Entre los aliados de Flash hubo hallazgos espléndidos, como Vultan, el monarca de los hombres halcones, y toda una inacabable serie de personajes cambiantes.

Sólo el amor o la guerra son posibles en el universo de Mongo. La astucia, la ciencia o la coquetería son simples métodos, puramente estratégicos y coyunturales, para matar o conseguir el placer.

El interés despertado por aquellas primeras páginas arqueológicas de Raymond -muy pronto superadas por una deslumbrante mejora de su capacidad como dibujante, hasta llegar a alturas estéticas que los seguidores han sido incapaces de proseguir en su mismo terreno- radica, sobre todo, en el estilo de ilustrador, que combinaba la elegancia suprema de la línea con una maestría que no ha podido tener descendientes en el tratamiento de las figuras femeninas, y en su concepción del paisaje y de los objetos fantásticos. Los cuerpos de mujer, con atuendos más que reveladores, alternaron con las escenas de tortura o de lucha, en un ritmo frenético resuelto -gran paradoja- con una increíble placidez narrativa y dibujística. El encanto supremo de aquellas imágenes tenía su razón íntima de ser en ellas mismas, crónica histórica infinita del ensueño aventurero, incomparablemente superiores a la trivialidad de las actuales reconstrucciones, millonarias en dólares y falta de imaginación, que se han enseñoreado de las películas «retro», como este Flash que Mike Hodges ha realizado para el marido de Silvana Mangano.

Las páginas dominicales en color de Raymond traían una poesía popular -no por difundida menos auténtica- que hacía tolerable un mundo inhóspito a los adultos y niños de una generación desgraciada, pero han seguido reeditándose casi sin interrupción, especialmente por la calidad indiscutible de los dibujos. El universo raymondiano, encerrado en papel prensa y reproducido en glorioso color, sólo puede ser traducido al cine, la literatura o la televisión por un gran maestro que sepa apreciar, en primer lugar, la humilde y espléndida oferta del sueño de Alex Raymond, su gran contribución al ámbito de lo imaginario. Si no es así, el cine, como cualquier otro medio, sólo puede aportar un remedo mecánico hecho de despilfarro e indigencia creadora. En la magia cotidiana del papel, los viejos héroes siempre conservaron una mínima dignidad, y ahora son puras máscaras exteriores

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