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La autocrítica de los escritores nortearnericanos

He llegado al convencimiento de que casi nunca hay lecturas casuales. Nuestra cultura del papel, pese a sentir las primeras dentelladas de los medios audiovisuales de comunicación con su presencia avasalladora, sabe crear una especie de determinismo libresco, de dedo del destino señalando las obras de atención inaplazable, que se plantan ante nosotros casi perentoriamente exigiéndonos penetrar en ellas. No se trata de sus valores intrínsecos o circunstanciales lo que impele a su lectura. Ni tampoco hay que relacionar ese impulso con las traídas y llevadas manipulaciones del acaecer cultural, las promociones editoriales y las ofertas consumistas. Todo ello gravita en los cribados del lector. Pero existe algo más. Acaso una misteriosa orquestación de lo sugerido anteriormente, dirigida por un poder secreto y sibilino, capaz de colocarnos en la mano, con presión inesquivable, ciertos libros ni presentidos ni esperados.Obedeciendo quizá a estas arcanas conjunciones -de cuya administración y análisis viven los astrólogos-, en coincidencia con el momento álgido y crispado de las recientes elecciones norteamericanas, se instalaron sobre mi mesa, con emanación de apremiante requisitoria, dos novelas signadas con la marca del vocerío triunfante y estrepitoso. Sus autores -Peter Maas, de Made in América, y Kurt Vonnegut, de Pájaro de celda- son de los que saben de las suculencias del best seller made in USA. Cuando son vertidos a nuestro idioma, los precede esa brillante trompetería que acompaña aún los acaeceres y los desperezos norteamericanos. Ambos proceden del periodismo, del periodismo trepidante denunciador, que ha logrado demoler gentes e instituciones prestigiosas, con inclusión de algún presidente de la poderosa nación americana. Las dos novelas transitan por rutas similares. La crítica de lo que se ha dado en llamar american way of life es despiadada. No importa contra quién se dispare. En ese pim-pam-pum de todo un país enorme no hay pelotazo inútil. Siempre aparece un blanco propicio, capaz de recibir y hasta soportar el impacto. Naturalmente, los políticos -allí como en todas partes- constituyen un objetivo preferente. Ellos muestran más ostensiblemente -por razones obvias y pese, al sinnúmero de precauciones que puedan adoptarse- sus claudicaciones y flaquezas. La tentación de la pedrada en el escaparate del político mucho más si consigue hacerse con el poder acostumbra ser difícil de resistir. El político, a semejanza de ciertos amores tempestuosos, sólo comienza a ser valorado debidamente entre las nubes de la añoranza. Los escritores estadounidenses, en especial a partir del inicio de nuestro atormentado siglo, han solido proyectarse desde afiladas posiciones críticas. Se les nota fatigados de las continuas exaltaciones de una sociedad cuyo desgaste ha abierto las esclusas de la desilusión. Concluyeron los días gozosos de un Walt Whitman, uno de los más altos cantores de la esperanza. Aquel que enseñó a decir a sus compatriotas, desde el praderío de Manhattan: «Con todos tus dones, América, / estás de pie, segura, avanzas con rapidez, dominas al mundo, / te han sido dadas la fuerza, la riqueza, la extensión; te ha sido dado todo esto y otras cosas por añadidura». El espíritu de Whitman, sin embargo, persiste en el lecho de la conciencia de muchísimos americanos, que no se resignan a admitir los envites críticos, las censuras y las acusaciones dirigidos a obtener la corrosión y el desmantelamiento de sus formas de vida. Norman Mailer, al escribir hace poco más de quince años -un instante proceloso para la embriagada sensibilidad del ciudadano de EE UU- su novela Un sueño americano, busca especificar la desgarrada crónica de las decadencias y los desencantos de su pueblo. Un grito de protesta imaginativo y picudo, que va a juntarse al coro formado por una buena parte de la intelectualidad estadounidense. Mailer es un producto típico de «la era de la protesta», emanada de las amarguras y los desalientosde la posguerra, con su sarampión comunista y la réplica impopular y aturdida de los instigadores de la comisión para reprimir las actividades antiamericanas. «La era de la protesta» va a cubrir un tiempo crucial. La lucha por los derechos civiles, los gritos de Berkeley, el «poder florido» de los hippies, el holocausto de Martin Lutero King, las campañas de rechazo a la guerra de Vietnam, el surgir de un complejo de culpa en la humillada sensibilidad del viejo yanqui, etcétera, no son otra cosa que fenómenos delatores de una conciencia distinta y peligrosamente vulnerable. El intelectual norteamericano, fiel a los cometidos intrínsecos de su vocación, no ha dejado casi nunca de cumplir con su misión aguijoneante y crítica. Incluso la mayoría de los enorgullecidos por el desarrollo y pujanza. del gran país reservaban ciertos rincones de su espíritu para el enjuiciamiento reticente y la censura correctora de la sociedad en que viven. La superestructura intelectual y académica, artística y literaria -la qué se diría autovacunada con los excesos esperpénticos de McCarthy y su «caza de brujas»-, ha permanecido, con pocas excepciones, en

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su actitud de vigilancia reprobatoria.

Leer el sinfín de libros que nos llegan proyectados desde EE UU es asistir, ininterrumpidamente, a un concelebrado ritual de la catilinaria. De un modo u otro -con las refinadas técnicas de los novelistas actuales o con las picudas acusaciones de los panfletarios al uso-, el vapuleo a la sociedad americana se nos manifiesta cual la más pertinente y pertinaz operación procedente de sus entrañas mismas. Algo así como su carnet de identidad, su tarjeta de presentación, ostentosamente exhibidos.

De esas lecturas -y de la intención de no pocas películas parece sencillo extraer enseñanzas concluyentes. El mundo americano -nos gritan- se encuentra atrapado en los hondones de una insondable crisis; las columnas de su sociedad -frase hasta hace poco muy del gusto de predicadores y gacetilleros- se bambolean y resquebrajan; la voluntad de cambio se afirma con obstinación contundente... Las expresiones de la presionante clase intelectual constituyen un auténtico clamor, que se diría ejemplo del sentir colectivo de Norteamérica.

Si bajo las luces de esta impresión intentamos examinar el hecho de las recientes elecciones presidenciales, caeremos con rapidez en la cuenta de que no entendemos nada; de que sus resultados suponen una paradójica negación de cuanto vemos y oímos proclamarse con gritos y razones. La elección de Reagan sugiere, a primera vista, la refutación lisa y directa de lo que se publica como indicativo del pensamiento de EE UU. De ser así, la cosa podría resultar sumamente grave. Y no sólo, por lo que representan la ideología y las actitudes del candidato triunfante, un reaccionario -según los repetidos clisés- dispuesto a imponer sus criterios por la ley del revólver, lo mismo que un viejo cow boy del legendario Oeste.

Claro que esta imagen está elaborada no solamente a costa de su realidad intrínseca, sino de la normal superposición de los argumentos de trinchera, válidos en toda especie de contiendas electorales. Pero el problema no está ahí, cosa antes señalada. Al igual que a los efectos de nuestra reflexión tanto hubiese dado que el candidato triunfante fuera Carter en lugar de Reagan.

Lo complicado de la cuestión es lo que tiene de denuncia en la gran fractura que encara la sociedad estadounidense. Porque de lo que caben pocas dudas es de que la mayoría de los votantes de Reagan y de no pocos de los que lo hicieran por Carter estaban votando, además, contra la vasta operación de la crítica y denuncia que desarrollar núcleos importantísimos de la clase intelectual de EE UU. El norteamericano medio -creo que ello resulta de suficiente evidencia- sigue pensando en su predestinación misional, imaginando que su función rectora no ha sido ejecutada con suficientes convicciones y energía; dando, a la vez, cabida a la sospecha de que pueda estar siendo traicionada la imprescriptible política de su «destino manifiesto».

Si así fuera, ¿qué habría que pensar? En primer término, que las prédicas de muchos escritores, profesores y ensayistas no han acertado a perforar la capa impermeable de sueños de la sociedad americana y, en segundo, que esos sueños, viven todavía a caballo de nostálgicas aventuras.

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