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Entre el exilio y el sueño

Estuvo exiliado Unamuno en Fuerteventura y, luego, en París. Pero ¿sólo entonces, sólo durante aquellos siete años? ¿No lo estuvo, más bien, toda la vida? Aún no, es cierto, en los años de niñez y mocedad de Bilbao, pero entonces no era, todavía, Unamuno. Desde que lo fue, desde que tomó posesión de Salamanca y, muy pronto, de su rectorado, constituyó allí la dorada ciudad de su exilio. De tiempo en tiempo venía a Madrid, pero para volver en seguida a su destierro y, de camino, poetizar «contestando a la llamada del Dios de España que tiene su trono en Gredos». Sí; su patria era la «santa montaña», la «roca desnuda» desde la que hablaba con el Dios que -egocéntrico- él mismo creaba o que -teocéntrico- por él era soñado.El regreso a la España de la República fue el ingreso en un nuevo exilio. Con la guerra civil este exilio, exacerbado, culminó con la prisión domiciliaria en los últimos dos meses y medio de su vida. Unamuno no hablaba con los hombres: les hablaba, desde su altura, nuevo Moisés que oía la voz de Dios sin acabar de reconocerle. Les transmitía las nuevas tablas de salvación, que no de Ley, hechas de esperanza desesperada. Y fundía en la historia de Dios la historia de España, «pesadilla secular», España de carne y hueso, como el hombre, e, igual que él, destinada simultáneamente a la muerte y a la inmortalidad. A Unamuno le dolió España -¡cómo le dolerían ahora, conjuntas-disjuntas, Euskadi y España!- y le dolió la trágica condición humana. Tuvo el extraño gusto, entre ascético y narcisistamente autocompasivo, de mirarse fijamente, exasperadamente, en el espejo de su obra exasperada, dentro de la cual se encuentran, no obstante, algunos claros remansos de serenidad azul, soñado color del cielo.

Sí, hay, sobre todo en su poesía, un «Unamuno contemplativo». Y entonces, el destierro en este valle de lágrimas se torna sueño de Dios. La dialéctica unamuniana, de antítesis posible, se expresa, en una de sus facetas, entre el vivir dentro de los confines de un destierro y el trascender de él para adentrarse en los del sueño. Entre el exilio y el sueño vivió toda su vida Unamuno. Entre el exilio y el sueño vivimos, a nuestra manera, todos. Somos, a ratos, el desterrado, a ratos el (soñador) soñado. El desterrado por Dios, de Dios, el soñado de Dios, por Dios. Soñados y soñando, vamos viviendo. Mas ¿cómo será eldespertar? A Unamuno, más egocéntrico que teocéntrico, le importó, sobre todo, lo que será de nosotros cuando se termine el sueño: preocupación de la inmortalidad. Pero es más radical, creo yo, la pregunta por la existencia, o no, del soñador: la de ser, o no, bajo tantos párpados y parpadeos, sueño de nadie. Unamuno se inquietaba, se angustiaba por la subsistencia de su isla personal, aislada en su exilio. Pero más allá de las exiliadas islas, y aun cuando ellas hayan de sumergirse, ¿habrá una tierra firme? El siempre exiliado Unamuno pensó en su des-tierro mucho más que en la tierra. En el exilio más que en el reino. Por eso mismo, Fuerteventura puede ser, debe ser, un bello símbolo unamuniano.

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