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Impulsar el sector privado y la intervención del público, objetivos prioritarios del presidente Reagan

Si, tal como dicen las encuestas, fue el vacío bolsillo del votante norteamericano el que llevó a Ronald Reagan a la arrolladora victoria del pasado 4 de noviembre, tiene sentido que la máxima prioridad del presidente electo republicano sea llenarlo cuanto antes. Para ello, Reagan se ha rodeado de un equipo económico de la más diversa procedencia, en el que conviven los economistas de clásico corte republicano con los «jóvenes turcos» de la escuela de los «nuevos economistas», tales como el californiano Arthur Laffer. Su doctrina, basada' en actuaciones del lado de la oferta, mediante atrevidos recortes fiscales, pretende «poner en marcha de nuevo a América» y, si tiene éxito,lo que muchos de los economistas clásicos ponen en duda, puede significar la mayor alteración de la vida política y económica norteamericana desde la victoria de Roosevelt y su New Deal, hace casi cincuenta años.

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Aunque los expertos electorales pueden estar discutiendo hasta la próxima elección cuál fue el factor decisivo que inclinó a los norte americanos a echar sin contemplaciones a Jimmy Carter de la Casa Blanca, el debate se ha centrado básicamente en el impacto que tuvo la presidencia del antiguo gobernador demócrata de Georgia en su bolsillo.Una inflación casi doblada en cuatro años (7% en 1976, 13,3% en el comienzo de 1980), un índice de desempleo elevado (del orden del 8% de la población activa), unos tipos de interés a niveles récord (casi el 17%) y una recesión de proporciones históricas son razones de peso para retirar a un presidente y sustituirle con su adversario, aunque éste tenga 69 años, haya sido actor de cine en los mejores años de su vida y prometa cosas que todo el establisment teórico e intelectual afirme que son más difíciles de cumplir que las viejas y olvidadas promesas de su antecesor.

El cambio que los norteamericanos han elegido en este mes de noviembre ha sido radical y puede probar ser hasta copérnico, especialmente en el terreno económico. Pese a la máxima política de que nadie cumple lo que promete y, una vez en el poder, la razón o las limitaciones del cargo moderan los impulsos de la campaña, el presidente electo norteamericano, Ronald Reagan, llevará a Washington, el próximo 20 de enero, no sólo una nueva administración, sino toda una nueva filosofía económica. Rodeada de asesores de la heterodoxa escuela de los nuevos economistas, la presidencia de Ronald Reagan promete ser algo más que una experiencia política. Va a ser, a menos que la influencia del aparato del partido republicano sea más poderosa que el impulso de los economistas del grupo del profesor californiano Arthur Laffer, una auténtica experiencia económica. Por vez primera, el país motor económico de Occidente parece dispuesto a ensayar unas tesis económicas que, sobre el papel, tienen poco que ver con los clásicos remedios republicanos para resolver los «excesos demócratas». La nueva filosofía de la «política de oferta» se está quizá abriendo paso como remedio alternativo en la mente de todos los planificadores económicos occidentales, pero nadie parece tan decidido como Reagan a llevar tan lejos las nuevas ideas.

El impacto social y económico de las recetas económicas de Regan, si éstas llegan a aplicarse en toda su pureza, va a ser trascendental y puede servir de modelo, si tienen éxito, para toda una convulsión en el terreno de las ideas y doctrinas económicas. No obstante, la dirección exacta que tomará la presidencia de Reagan en el terreno económico está aún por ver, y existen numerosas dudas si el aparato republicano (representado en el entorno que llevó al exgobernador de California al poder) permitirá que los autores de muchas de las promesas de Reagan puedan finalmente cumplir sus objetivos. Las figuras de Alan Greenspan, George Shultz, Caspar Weinberger, William Simon, etcétera, repescadas del viejo equipo de Richard Nixon y Gerald Ford, servirán de contrapeso, quizá hasta de amortiguador, de unas ideas que, según los economistas clásicos, ni han sido probadas ni son una panacea.

El programa

¿Qué se propone, en cualquier caso, Ronald Reagan? A juzgar por sus primeras declaraciones, tras la victoria arrolladora del pasado 4 de noviembre (entrevista con Time, 17 de noviembre), sus prioridades son muy sencillas: «Me gustaría comenzar inmediatamente y ponerme a trabajar con aquello en que primero se puede dar la vuelta, tal como la eliminación de regulaciones excesivas e innecesarias. Pienso proponer acciones legislativas orientadas en el terreno económico, incluyendo propuestas tributarias. Y comenzar a trabajar para reducir el tamaño de la Administración. Una de las primeras cosal que voy a hacer es publicar una orden ejecutiva congelando la convocatoria de plazas en el Gobierno para reemplazar a aquellos que se van».

Reducir impuestos, limitar el gasto público, restringir el número y forma de intervención administrativa en las relaciones económicas y actuar decisivamente en el lado presupuestario, con aumentos de gastos en defensa y reducciones en los corrientes, son esencialmente los objetivos de la nueva Administración. Un equipo de cien personas, dirigido por Edwin Meese, el jefe del estado mayor de « Reagan, trabaja desde el 5 de noviembre en la labor, y su ambición es que, tras los tres primeros meses después de la jura del cargo, la presidencia de Reagan se note ya en el aspecto práctico.

«No queremos cometer los mismos errores y sufrir los mismos fracasos que experimentó Carter en sus primeros días», confiesa Meese.. «A mi juicio, Carter nunca se recuperó de sus errores de principiante y pagó con creces el traspié». Quizá por esta razón, el equipo de Reagan ha empezadó a actuar en aquellas áreas que, por ley, son todavía competencia del presidente derrotado. Técnicamente, Reagan no podrá ofrecer al Congreso su propio presupuesto hasta el próximo año, y será el correspondiente al ejercicio fiscal de 1983. No obstante, el presidente desea modificar a su antojo el ya presentado (por Carter) de 1982 e incluso ajustar lo que resta del de 1981 (iniciado el pasado 1 de octubre).

Los impuestos y los gastos

Sobre 1981, Reagan quiere aumentar en un 7%, una vez descontado el impacto de la inflación, los gastos de defensa dentro de su política global de contención de la Unión Soviética.

Dicho aumento significará un gasto adicional de 20.000 millones. El impacto económico de esta actitud será crucial, sobre todo cuando, al mismo tiempo, pretende recortar en 13.000 millones de dólares (sobre un presupuesto superior a los 620.000 millones) los gastos corrientes administrativos.

Reagan tambien pretende, no más sentarse en la oficina ovalada de la Casa Blanca, que sus propuestas fiscales sean consideradas por el Legislativo. Así, quiere reducir en 1981, en un 10%, los impuestos personales y dar incentivos al empresariado, por medio de exenciones fiscales en aquellos casos de reconversión de plantas y equipo industrial. Esto significará una reducción en los ingresos fiscales, en 1981, del orden de los 27.000 millones de dólares, que el nuevo presidente quiere extender hasta 100.000 millones en los próximos tres años y hasta medio billón de dólares para 1985.

El programa de recortes fiscales es la clave central de toda su estrategia. Asesorado por el equipo de nuevos economistas que rodean al joven Arthur Laffer, de la Universidad del sur de California, la idea básica de su filosofía es que el continuo aumento de la presión fiscal ha eliminado los necesarios incentivos en la inversión empresarial, así como en el trabajo, lo que ha provocado, a su vez, un envejecimiento industrial y una caída en picado de la productividad. Al reducir impuestos, prosigue esta filosofía, se estimula la economía, se incrementan los ingresos y, por tanto, se compensa en cantidades globales lo que se pierde en ingresos tributarios por culpa de los recortes fiscales.

La cuestión de la inflación

La materialización de esta filosofía es el proyecto de ley conocido como Kemp-Rooth, texto que lleva el nombre de los dos congresistas autores y ahora asesores de Reagan. En este proyecto se contempla las reducciones exactas que' se buscan, aunque, pese a la espectacular victoria de los republicanos en el Senado, puede languidecer en la Cámara de Representantes, donde los demócratas todavía mandarán en la nueva legislatura.

El gran peligro de esta ley es la oposición que encuentra en el en torno demócrata y en el republica no clásico, en función de su, riesgo inflacionista. La acusación más le ve que se escucha sobre ella es que sus propuestas son ineficaces y la más grave es que son demenciales, ya que lo único que harán será es timular las tensiones inflacionistas ya presentes en el sistema. Los clásicos, incluidos en ellos personas tan decisivas como Greenspane incluso Weinberger, el principal asesor de Reagan hoy día en el te rreno presupuestario, piensan que no hay posibilidad de éxito en esta ley, mientras no se equilibre el presupuesto, algo que Reagan quiere hacer en 1982, pero que no podrá conseguir debido, dicen sus críticos, a su manía por construir más tanques y aviones.

A este remolino se une además la incongruencia de que Reagan tendrá que vivir con Paul Volcker, un monetarista clásico pero de ideas propias, en el Sistema Fede-

Impulsar al sector privado y limitar la intervención del público

ral de la Reserva. La próxima Administración, siguiendo las ideas de la nueva escuela, ha rechazado la idea de una política de rentas para controlar la inflación, y ante la eventual falta de moderación en este lado, la única alternativa la marcará Volcker por la vía monetaria. Este camino, sin embargo, anulará el efecto beneficioso que pudiera tener la política fiscal contenida en la ley Kemp-Roth. No es extraño, pues, que, como algunos expertos predicen, Reagan recurra, en última instancia, a algo que Nixon no tuvo más remedio que hacer en 1971: imponer un sistema de control de precios y salarios como única medida de rápidos efectos anti-inflacionistas que le garantice la reelección. en 1984.La energía

Otro aspecto de la política económica de Reagan, además de su obsesión con la reducción de las regulaciones y el intervencionismo en la economía, es la cuestión energética. En consonancia con su filosofía, el presidente electo quiere una mayor libertad de acción de las compañías y cree que eliminando los últimos vestigios del control estatal sobre las «grandes» del petróleo, se puede resolver la crisis energética. Por eso, Reagan se propone estimular la prospección doméstica del petróleo garantizando un mayor acceso privado a las propiedades de tierras federales y eliminando el control de precios internos del crudo, gas y el carbón.

Otro de sus objetivos es poner fin al intento de Carter de limitar los beneficios astronómicos de las compañías petroleras. El nuevo presidente electo, sin embargo. ha moderado últimamente su posición en este tema, un indicio de que una cosa es prometer cuando se es candidato y otra gobernar.

Algo similar le puede suceder con su anunciada intención de permitir que los Estados recuperen muchas de las funciones que, según él, el Gobierno federal les ha ido paulatinamente robando. La experiencia californiana, especialmente en el terreno de la política de Seguridad Social, habla, sin embargo, en favor de él, y si Reagan comienza con buen pie su presidencia, su victoria electoral puede que sea una auténtica revolución en el curso político y económico de Estados Unidos.

Todas estas ideas quedarán materializadas, al parecer, en un documento de treinta páginas que está preparando un equipo de trece asesores de Reagan que se reunió con el presidente electo el pasado domingo en Los Angeles. Sea cual fuere el contenido de este informe -sobre el que no se quisieron pronunciar los asistentes a la reunión-, Reagan manifestó, al término de ésta, que contendrá las promesas electorales de recortes fiscales y limitación de la intervención del Estado en la economía.

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