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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Carter o Reagan

POCAS VECES ha estado tan empobrecido el rostro individual de la democracia como en estas inminentes elecciones -el martes- a la Presidencia de Estados Unidos. Habrán podido aparecer impostores o personajes fraudulentos, como Nixon y como el vicepresidente Agnew, pero otros mecanismos del sistema -la opinión pública, la Prensa, el poder judicial- han rectificado el daño. Una historia extraordinaria de grandes personajes viene a romper sus olas contra el muro chato de los dos candidatos de ahora: el cansado, abatido, presidente en ejercicio, Carter, que parece correr siempre detrás de los acontecimientos sin que nunca consiga ponerse delante, y su oponente republicano, con la sonrisa envejecida y arrugada y el rostro maquillado para una película de conquista y de imperio que simplemente ya fue. A lo lejos, el gnomo Anderson, republicano liberal y de sentido común, disidente del confornismo, que ha llevado a la política de Estados Unidos a esta situación electoral; quizá vaya a obtener más votos de lo que se piensa, quitándoselos no tanto al candidato oficial de su partido, sino a Carter; va a recibir votos liberales y votos de protesta. Pero nadie piensa que pueda, en ningún caso, destruir la calculada maquinaria de los partidos.Está sucediendo en Estados Unidos una especie de contrahistoria, o de adversidad: a medida que aumenta el poderío de la nación, su responsabilidad en el mundo y la importancia de la Casa Blanca desciende el mérito y la proyección de los hombres que la ocupan. Johnson, Nixon, Ford y Carter y la sombra de Reagan forman una escala desdendiente hacia la mediocridad, incluso hacia el desconcierto. Un aspecto de la cuestión podría ser el de la inversión de¡ carisma. A lo largo de esa gran historia han podido llegar a la Presidencia hombres mediocres o muy por debajo de las esperanzas; una especie de gracia de imagen, una responsabilidad descendida sobre ellos, una adecuación de sus actitudes y palabras dentro de un complejo de asesores, consejeros y hasta intelectuales, ha podido hacer de ellos verdaderos presidentes. Truman podría ser el ejemplo más reciente de esta repentina grandeza, sea cual sea eljuicio de valor que pueda hacerse de cómo la utilizó y de sus consecuencias históricas. El efecto inverso comenzó quizá a partir de Eisenhower, que deslució su vieja gloria militar -perdió el carisma que llevaba- en la Casa Blanca, rodeado de personajes dudosos, como Nixon y Foster Dulles, en una época especialmente dura y antidemocrática (la era McCarthy); sobrevino después la tragedia de Kennedy, como si fuese una demostración que cuando se querían alcanzar cimas altas y nuevas en la Presidencia y cambios radicales en la construcción del país y del mundo, la antihistoria disparaba con visores telescópicos, y, sobre todo, la impunidad del crimen, la incertidumbre de sus motivos y de su planeamiento, que pesan todavía sobre la democracia americana. Y luego la resignación huidiza de Johnson, la mezquindad culpable de Nixon, la torpeza de Ford, la vacilación de Carter.

Las actuales generaciones de votantes han desaprendido a respetar a sus presidentes y a tener en ellos la fe ciega de lo que les parecía infalible. Su carácter emblemático se ha corroído. Hasta llegar a esta situación tan absurda de Carter o Reagan, o la protesta inútil de Anderson, o el vacío triste y solitario de la abstención, que resulta también contradictorio (aunque sea una actitud explicable) con unos principios que son los que se ponen en juego en cada año bisiesto, en el que los americanos acuden a las urnas para elegir un presidente, y una importante renovación en el Congreso y en los puestos de gobernador.

No corresponde esta imagen con lo que todavía es una enorme vitalidad del gran país que ahora vota; de una sociedad conglomerada, trabajadora, con una conciencia intelectual que impresiona y una ciencia teórica y práctica que avanza sin cesar Todavía mal formada, por la escasez de sus doscientos años de existencia, malherida por las contradicciones de los últimos años -la más visible, la guerra de Vietnam-, es una sociedad capaz y fuerte. Preocupa notablemente esta disociación entre su vida y su política, que puede llegar a acabar muy mal.

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Nos preocupa a quienes no teniendo voto somos, sin embargo, dependientes en gran forma de la actitud que tome la dirección política de ese país y la solidez de su sociedad. Mantiene una enorme trama económica y una determinación militar en una zona en la que estamos incluidos, y exporta unas imágenes de sociedad, de propósitos, de objetivos y hasta de superficies en la que estamos incluidos. Sostiene la hegemonía de Occidente; y los tirones que dan otras sociedades occidentales por desgajarse de ella son también síntomas de su condición precaria: se ha roto una confianza mundial al mismo tiempo que, dentro de Estados Unidos, se deshacía el american dream. Detrás de esta desesperanza en sus elecciones presidenciales existe aún la esperanza de una recuperación de su política y de un ajuste con su sociedad. Es necesario. Es algo más, o mucho más, de lo que puede representar esta opción obligatoria entre dos personas no necesarias como son Carter o Reagan.

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