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Ortega y los curas

Aquí, en Roma, donde cada día se traduce más y se quiere mejor a Ortega, leemos y releemos los comentarios escritos en torno a los veinticinco años de su muerte: frente al tonto y resentido talante de no querer herencias, admitirlas con examen crítico, llevarlas al día, es un bien y así, contra el aire de mediocridad, mediocridad no mansa, sino hiriente, el baño en metáforas brillantes y justas es rejuvenecimiento. No pocos curas recordarán, recordaremos, la historia de la lucha por ese nombre y por su cibra. Hubo primero una etapa de absoluto desconocimiento: un profesor de seminario de los años cuarenta decía a sus discípulos: «La semana próxima repasaremos la filosofía española actual: el martes Ortega, y el miércoles Gasset». Más tarde, en mis años de seminario, los enemigos para tantos eran Unamuno y Baroja. De Ortega se querían copiar metáforas a la hora de ejercitarse en la predicación. Durante unos años, frente a la predicación todavía castelarina o a lo Manterola -púlpitos de magistrales-, se aconsejaba el estilo de «charla» a lo García Sanchiz; luego, se imitaron las metáforas de Ortega. Como el ejercicio de predicación se hacía durante la comida, desde el púlpito del refectorio, yo di escándalo de carcajada con caída de mocos y babas sobre las judías (viviendas protegidas las llamábamos, por la abundancia de bichitos) al oír una caricatura y una catarata de metáforas: el alevín de predicador habia cogido lo de «al aire navecilla» para aplicarlo a los bamboleos de «la nave de Pedro».En los años cincuenta, en la etapa de Ruiz-Giménez como libertador, la cosa fue más grave, hasta intentar colocar toda la obra de Ortega en el índice de libros prohibidos. Tarde lo habían leído, y recuerdo de un bondadoso prelado que leía por orden cronológico y exclamaba: «¡Ese Clarín, ese Clarín!»., En lo de Ortega eran más enemigos los dominicos que los jesuitas, salvo excepciones de algunos acalorados esperpentos. El padre ,Ramírez, teólogo escolástico de mucha fama, recibió el encargo de escribir un libro que señalase las herejías y errores, y así fundamentar la condena: que antes de componer el libro no tenía ni idea puedo casi asegurarlo: fui discípulo suyo en un obligatorio cursillo sobre la caridad, sobre el amor, y cuando yo le señalé la ausencia del nombre de Ortega -con sus Estudios sobre el amor se alborotó en los años treinta nuestro corazón de adolescentes- me miró como si tuviera delante a un tonto, a un ignorante, a un atrevido. Contra semejante libro arremetió muy noblemente el padre Félix García en La ciudad de Dios. El peligro subsistía y nos puso en trance de casi adiós definitivo. No atestiguo con muertos: el padre Llanos y el padre Félix recordarán conmigo el que,junto al padre Ceñal, fuimos a ver al nuncio Antoniutti, primerísirno protagonista del nacionalcatolicismo, que había dejado el delicioso palacio de la nunciatura, en la misma entraña del viejo Madrid, para írse a las chimbambas, a esa actual nunciatura, edificio lejano, sin carácter y sin gracia. Nos soltamos el pelo y cuando él quería dar por terminada la visita, el bienaventurado padre Ceñal, dulce y tenazmente, le obligaba a sentarse. Se paró el absurdo intento. Un grupo de curas vivímos con entrañable tristeza la enfermedad, la operación, la muerte. Me da un poco de vergüenza contar lo que sigue, pero tiene algo de retrato de época: era la de¡ nacionalcatolicismo, pero no menos también la de una muy viva tensión religiosa, positiva y contestataria a la vez. La noche anterior a la operación hubo una especie de retiro espiritual en la iglesia de la Ciudad Universitaria. Un simpático y exaltado colegial del Cisneros se levantó para decirme que yo debía ofrecer mi vida por el encuentro de Ortega con Cristo. Yo dije que «bueno»: ¿qué iba yo a decir? Marañón, feligrés dominical de nuestra iglesia, me pidió que durante la operación dijera una misa en la capilla del sanatorio: camino del Ruber, el taxi chocó, yo pensé un segundo en el «ya está», pero el resultado fue chiquito, fue el de decir la misa con un esparadrapo sobre chichón. El grupo de curas del rezo preocupado, lejanos de toda coacción, tuvimos,y tenemos la mejor recompensa: el aprecio de la familia y el tener como nuestra la Revista de Occidente.

Insisto en la alegría romana ante esa conmemoración de Ortega, y hay que felicitar a Juan Arias por el acierto de traducir el testimonio de Sciáscia. Una vez rnás, recordamos lo que para la teología pastoral significan ensayos como el de Ideas y creencias. Hace dos años, en el instituto romano que dirige Sito Alba, se celebró una mesa redonda con la que se clausuraba un cursillo de Lago Carballo sobre Ortega y Europa. Presidía un jesuita, el padre González Caminero, estudioso y entusiasta de Ortega en los años dif'iciles. Y ya no parecía mentira, porque los tiempos han cambiado: no parecía mentira, pero sí recompensa a una fidelidad, a una trabajada admiración de tantos años. Ahora, cuando se quiere revisar el proceso de Galileo, bueno es recordar que lo más anticlerical de Ortega, que nunca lo fue, como muchos quisieran, consistió en acusar esa condena con palabras justamente duras.

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