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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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España

Una idea de España, ahora que España va siendo poco más que una idea, la he tenido estos días en la Casa de Campo, fiesta de los rojos, donde el pabellón de los Hexágonos, sede vacante del Politburó madriles, se decora ya a la entrada con la rejería de Alberto Sánchez, que otro año trajeron como una gigantesca peineta de hierro, para clavarla en el corazón fecundo del gran parque, centro aproximadamente geográfico de la España que no existe, o dicen.Recuerdo que Buero Vallejo y yo estuvimos remirando la formidable y bella invención de Alberto Sánchez, panadero toledano, rojo de la primera aurora roja, primer coreógrafo de Moscú, prosista pedemal, hombre que soñaba, contra la limpieza del frío moscovita, catedrales toledanas, verjas de coro, clavos ardiendo de su horno familiar, y lo pasaba todo por la abstracción del mundo y hacía la escultura española más importante del siglo, de la que nunca se habla. Este año, la pieza es igualmente asombrosa, conjunción de aspas, ruedas, tornillos, herramientas de una España antigua y ferrada que dolía en el corazón de Alberto. Rejería lírica, coro laico para entrar en una fiesta que se quiere internacionalista, o cuando menos internacional, y que a mí me sabe a España/España, desde el hermano de Grimau que me abraza hasta el chocolate con churros de la entrehora montaraz y cansina:

-¿Y eso qué significa, señor Umbral? -me pregunta un particular ante los hierros de Alberto Sánchez.

Eso significa que, aun cuando no haya España, hay una tradición gremial de herreros, herradores, panaderos, maestros canteros, maestros cantores, hombres de la vigueta y de la vagoneta, como los que canta la voz herida de Blas de Otero en el rincón más grave de la fiesta. Lo siento por los rojos y los fachas, pero esa bandera morada de Castilla, esa voz niña y violenta de Ana Belén (hija de una portera del bajomadrid), esas caras pintadas de máscara otoñal y solanesca, ese toro que lidian, este cocido incontable de garbanzos, que comparto con Milo Quesada y Manolo el Guapo, eso, esto, aquello, sólo se llama España, configura un nombre., una palabra, un sabor -un sabor, querido Azcoaga, un saborque sabe fuerte a España. Las gentes del pecé, ecumenizando su milloriaria verbena, arriendan generosa caseta a los argentinos antividela, a los chinos que quieren retratarme, a Hortensia Campanella, que me pone una pegatina de Uruguay maniatado, maniamortajado, a las razas surgentes, insurgentes, del mundo en revolución, pero he aquí que en la enlaberintada rosa de las revoluciones y las autonomías, yo encuentro sin querer lo que venía buscando, lo que a diario busco y pierdo: España. España no era sólo una moto de precio por Serrano, con bandera atirantada de viento y velocidad.

España, ya lo he dicho, es la voz dañada de Blas, a quien no hace tanto visitamos muerto y majariego, la mirada de Celaya, que aclara la mañana (él que tanto ha escrito «España»), y al que ahora abrazo entre multitudes, gentes de pierna escayolada, patriotas de autocar, chicas de sangre nueva y raza vieja, malagueñas como de un Julio Romero pasado por Marx antes que por Córdoba, vallisoletanas de ojos claros, cerámica dormida que sueña su dibujo popular, ángeles de Picasso que se quiebran contra eleristal del día. Aquí, en cuanto alguien convoca multitudes desentierra metales, cita nombres: lo que sale es España, que dicen que no existe, como una fantasía verde de la Casa de Campo.

Carteles de la guerra, el Prado en arribos bandos, pasado por las tipografías del cubismo. Carmen Díez de Rivera sacándose fotos con los bomberos de guardia. Confusión de tres días de lluvia y fiesta, la alegría como lanza de luz siempre en el cielo, países, organillos, la Historia frecuentando churrerías. Si este buen mogollón se llama algo, esto se llama España.

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