El sistema real y el sistema financiero
Después de más de dos años de aportar datos para clarificar ante la opinión pública la cuenta de explotación de la banca, parece que se va entendiendo no sólo la verdadera relación que existe entre el coste del crédito y los beneficios de la banca, sino también que son muy escasas, por no decir nulas, las posibilidades reales de rebajar el coste del crédito, vía reducción, del margen de intermediación.Esta tesis es adoptada hoy incluso por aquellos que -más por postura preconcebida, pienso, que como resultado de investigaciones analíticas- han venido achacando al sistema financiero -con gran preferencia hacia la banca en sus críticas- la culpa del que ellos llaman alto coste del crédito. Estos sectores, descartando por irrealista -dicen- la supresión o rentabilización de los coeficientes de inversión obligatoria y la remuneración de los servicios, reconocen explícitamente que la baja de los tipos bancarios de intereses activos dependerá básicamente de que se reduzca la remuneración del ahorro. Y ello por dos razones. La primera, la rigidez a la baja de los componentes de los gastos de explotación, que en más de un 70% son gastos de personal. La segunda, la inesperable -y yo añadiría socialmente indeseable- reducción de un beneficio que -admiten- supone un porcentaje cada vez menor no sólo del margen de explotación, sino también de los recursos totales medios manejados.
Sentadas estas premisas, la deducción es lógica y, al parecer, aceptada por todos. La rebaja del coste medio del crédito, en el futuro inmediato, es un objetivo irrealizable en la misma medida en que la posibilidad de reducir la remuneración del ahorro es prácticamente nula, como consecuencia de las tensiones inflacionistas, las oportunidades alternativas existentes y la competencia interna de la banca. Porque también va siendo reconocido que la banca hoy dista mucho de ser aquella institución en la que sus miembros se ponen de acuerdo para hacer los precios contra las leyes del mercado.
La falta de inversión y el coste del crédito
Así las cosas, diríase que ahora, cambiando la partitura, la música de moda pretende afirmar que, aceptando que el coste del crédito no puede ser menor, el resultado práctico es que a este nivel del coste de la financiación ajena es imposible que las empresas encuentren proyectos de inversión capaces de soportar las cargas financieras. Lanzada esta afirmación, es fácilconcluir, con visos de verosimilitud, que la causa de la falta de inversión es el elevado coste del crédito. Y aunque, de primer intento, se nos hace el favor de distinguir entre causa y culpa, el segundo paso consiste en hacer recaer sobre el sistema financiero la responsabilidad de la atonía inversora o, por lo menos, una gran parte de la misma. Se dice que el sistema financiero presiona sobre el sistema real en forma negativa por el doble camino de reducir, vía cargas financieras excesivas, los beneficios actuales de las empresas y de disminuir las expectativas de beneficio de los proyectos, al tener -que actualizar los flujos esperados de los mismos a un tipo de descuento demasiado alto. Con ello se desalientan las decisiones de expansión y se cercenan las posibilidades de autofinanciación, induciendo a las empresas a un cada vez mayor grado de endeudamiento. En estas condiciones, el sistema real se debilita progresivamente, y el sistema financiero, al querer compensar el mayor riesgo con mayores previsiones para fallidos, que son una componente del coste del crédito, acentúa el problema del sistema real, cuya grave situación no puede por menos de llegar a incidir sobre la propia bondad del sistema financiero que, a la larga, verá mezclada su suerte a la que corran las empresas que constituyen la base de su activo.
No niego, ni mucho menos, que este círculo vicioso no sólo es posible, sino que, en mayor o menor grado, ya se está produciendo. Basta ver las crecientes dotaciones a fallidos que los bancos se ven obligados a hacer y cómo aumenta el número de bancos que no pagan dividendos, presentan pérdidas o se hallan en situación crítica; aunque la causa de esto último haya que buscarla más en las deficiencias de gestión. Lo que sí digo es que el círculo vicioso, resultado de la interacción entre el sistema financiero y el sistema real, no tiene su origen en el sistema financiero, sino en el sistema real. Esta afirmación es la que pretendo probar en este artículo, y para hacerlo voy a utilizar los gráficos que recientemente ha publicado el profesor Alvaro Cuervo con los datos recogidos en una encuesta sobre la situación económico -financiera de las empresas españolas (1).
Vaya por delante que, en mi opinión, el trabajo realizado por los señores Cuervo y Rivero (2) para presentar, en forma clara y sistemática, la evolución de los distintos ratios sobre la estructura financiera y los resultados de las empresas españoles, constituye un esfuerzo muy meritorio que merece el aplauso y el aliento de todos los que deseamos analizar los problemas empresariales, partiendo de información estadística fidedigna en vez de descansar sobre lugares comunes sin ningún apoyo, científico. Sin embargo, hay un cierto riesgo de que la interpretación apresurada de estos datos pudiera inducir a algunos a extraer conclusiones en línea con las afirmaciones anteriores sobre la responsabilidad del sistema financiero en la falta de inversión, conclusiones que, desde luego, no se deducen de los datos con tanto esfuerzo como honestidad obtenidos por los autores de la encuesta publicada por APD.
Rentabilidad y costes nominales
En el gráfico número 1 se reproduce exactamente el publicado por el profesor Cuervo en Papeles de la Economía Española. En él se ve que, en la muestra de empresas analizada, la rentabilidad económica, definida de la forma que en el mismo gráfico se señala, ha pasado del 12,9% en 1972 al 11,1 % en 1978; caída no muy acentuada de la rentabilidad media de las inversiones, como acertadamente se encarga de señalar el propio autor. En cambio, en el mismo período, como se ve en el gráfico, el coste medio del capital ajeno ha aumentado sensiblemente, pasando del 7,4% al 12,6%. Como consecuencia del grado de apalancamiento existente en la muestra analizada, el resultado combinado de ambas evoluciones es que la rentabilidad de los fondos propios, antes de impuestos, que, en las empresas de la muestra, era del 22, 9% en 1972, ha quedado reducida al 8,9% en 1978. Este hecho, indiscutible si se admite la fiabilidad de la información suministrada por las empresas, parece que podría llevar a la conclusión de que, en el actual nivel de endeudamiento de las empresas españolas, la elevación del coste de la deuda produce una rentabilidad de los fondos propios que, siendo inferior a la rentabilidad de los activos y al propio coste de la deuda, desalienta el proceso inversor y ocasiona la falta de puestos de trabajo.
Sin embargo, esta conclusión, por lo menos en tales términos causales, no sería correcta. Y ello por dos razones. La primera, porque el análisis precedente se ha hecho a base de tipos nominales, lo cual distorsiona la apreciación del proceso. La segunda, porque la rentabilidad de los fondos propios de que se habla es la rentabilidad contable de los capitales de riesgo ya comprometidos, pero no el coste de oportunidad de allegar nuevos capitales de riesgo para participar en la financiación en las nuevas inversiones.
Los efectos de la inflación
Empecemos por lo primero. En el mismo gráfico número 1 se ha superpuesto la representación de la evolución del deflactor del PIB, como medida del comportamiento de la inflación en el período considerado. El perfil de este indicador es muy acusado y totalmente asimétrico con respecto a las otras tres curvas. Así puede verse que, en 1972, cuando la inflación era del 8,1 %, la rentabilidad económica era del 12,9 %. En cambio, en 1978, con una inflación del 20, a rentabilidad económica es e 11,1 %. Luego, a la luz de esta consideración, ya no puede sostenerse, en primer lugar, que durante el período analizado la rentabilidad económica de las empresas ha tenido una caída no muy acentuada. De la misma forma, en 1972, cuando el coste del capital ajeno era del 7,4%, la inflación era del 8,1 %. En cambio, en 1978, si bien el coste de la deuda había aumentado hasta el 12,6%, la inflación habla subido al 20,6%. Por tanto, hablan do en términos reales, tampoco es admisible decir que, entre 1972 y 1978, el coste del capital ajeno ha subido ni mucho ni poco, porque la realidad es que ha bajado.
Rentabilidades y costes reales
Estas últimas reflexiones ponen de relieve la necesidad de proceder a un ajuste de los datos manejados hasta ahora para ver la evolución de los tipos reales de rentabilidad económica, coste de la deuda y rentabilidad de los fondos propios antes de impuestos. Esto es lo que se ha hecho en el gráfico número 2. En dicho gráfico puede verse que, en términos reales, el coste del capital ajeno ha pasado del -0,7 % en 1972 al -6,6% en 1978, es decir, siendo negativo a lo largo de todo el período, se ha abaratado casi diez veces. Mientras que la rentabilidad real de los activos empresariales ha pasado del + 4,5 % en 1972 al -7,9% en 1978, es decir, pasando de positiva a negativa, ha bajado 12,4 puntos porcentuales, deteriorándose en un 276%. La consecuencia de ambas cosas es que la rentabilidad real de los fondos propios, que era del 13,7 % antes de impuestos en 1972, ha pasado a ser del -9,7% en 1978, con una baja de 23,4 puntos porcentuales o un deterioro del 171 %. Pero la verdad es que este deterioro en la rentabilidad real de los fondos propios es totalmente debido a la caída de la rentabilidad de los activos empresariales y no al encarecimiento del crédito. Es más, si el coste del capital ajeno se hubiera simplemente mantenido paralelo a la inflación, la caída de la rentabilidad económica hubiera entrañado un deterioro mucho más fuerte de la rentabilidad de los fondos propios. Si no ha sido así es porque, al disminuir en términos reales el coste del capital ajeno, esta disminución ha paliado los malos resultados de la actividad económica.
La causa del mal está en el sistema real
Por tanto, la conclusión correcta es que, para la muestra estudiada, la rentabilidad económica, es decir, la rentabilidad media de las inversiones empresariales, que es un concepto independiente y previo a las cargas financieras, ha caído muy fuertemente, en términos reales, entre 1972 y 1978, siendo esta la verdadera causa del deterioro de la rentabilidad de los fondos propios. Aunque es cierto, tanto en términos nominales como reales, que, al ser la rentabilidad económica inferior al coste de la deuda, el efecto del apalancamiento reduce la rentabilidad de los fondos propios a un tipo por debajo de la rentabilidad de los activos, no lo es menos que la causa de este efecto no es el encarecimiento de la financiación ajena, sino la caída de la rentabilidad económica, como se prueba al operar con tipos reales.
A su vez, esa fuerte caída de la rentabilidad económica en términos reales es el resultado lógico de la progresión, por un lado, de los precios de venta a un ritmo inferior al aumento de la inflación y del aumento, por otro lado, de los costes tanto de las materias primas como de la mano de obra, que han crecido más rápidamente que la inflación.
En resumen; que la culpa de que no se desarrolle el proceso inversor que el sistema económico demanda hay que buscarla en el propio sistema real, el cual, por las razones que sean -internacionales, nacionales, políticas, fiscales, laborales, etcétera-, no encuentra actualmente proyectos de inversión que, antes de deducir los costes dela financiación ajena, ofrezcan una rentabilidad económica por lo menos igual a la inflación- es decir, que tiendan a ser positivos en términos reales. Puede decirse, porque es verdad, que el coste de la financiación ajena no puede ser superior a la rentabilidad económica de los activos productivos. Pero, desde el punto de vista de la eficiencia del sistema económico, es mejor decirlo al revés: la rentabilidad económica de los activos empresariales no debe ser inferior al coste de la financiación ajena, que viene, básicamente, determinado por la necesidad de remunerar el ahorro financiero al nivel que estimule su formación en cantidad suficiente para atender al desarrollo del proceso inversor.
El coste del capital
Pasemos ahora a la segunda razón por la cual estimo incorrecto decir que la atonía inversora se debe a que el coste de la deuda es superior a la rentabilidad de los fondos propios, los cuales, por su propia naturaleza de capital de riesgo, deben tener, a medio plazo, una remuneración superior al simple capital de préstamo. Siendo esta última afirmación totalmente cierta, no lo es, en cambio, asegurar que, actualmente, los suministradores de capital de deuda aspiren a remuneraciones superiores a las que aceptan los suministradores de capital de riesgo. Porque el hecho de que los resultados reales de los capitales de riesgo ya invertidos en empresas concretas sean frustrantes para los que hicieron la inversión no significa que el inversor potencial en títulos de renta variable esté hoy dispuesto a aportarlos a esta baja rentabilidad. Todo lo contrario; una prueba de ello está en el descenso de las cotizaciones de las acciones de las empresas de todos los sectores que, a cambios cada vez más bajos, ofrecen rentabilidades cada vez más altas. Esta rentabilidad buscada por el inversor es, para las empresas, un claro indicador del coste del capital de riesgo. Aunque, al revés de lo que pasa con la deuda, la determinación del coste del capital de riesgo no es fácil determinarlo en cifra exacta, estimo que, en las actuales condiciones del mercado de capitales, la rentabilidad buscada por esta clase de inversores, medida por la rentabilidad en dividendo más la progresión anual del dividendo ajustado, es por lo menos del 20%. Este orden de magnitud constituye para las empresas un claro indicador del coste, después del pago del impuesto sobre el beneficio, de los nuevos capitales de riesgo.
Este coste del 20% es notablemente superior al coste de la deuda que, aun suponiéndolo -en el tra mo alto del crédito bancario- en el 18%, queda reducido para la em presa en el 13% después de im puestos, a consecuencia del ahorro de impuestos que el uso de la deuda proporciona. La conclusión que se impone es que, en las actuales circunstancias de inflación y ries go, no solamente es caro el capital de deuda, sino que, lógicamente, lo es bastante más el capital de riesgo. Lo cual hace que el coste pondera do del capital -riesgo y deuda- con el que financiar las empresas debe de discurrir hoy en términos monetarios entre el 13 y el 20%, dependiendo del grado de endeu damiento el que se aproxime más a una u otra de estas dos cifras. Para un 60% de endeudamiento, el coste ponderado después de impuestos sería del 16% aproximadamente. Luego este es el tipo mínimo de rentabilidad interna que han de tener los proyectos de inversión para ser aceptables. Que las em presas no encuentren inversiones cuya tasa interna de rentabilidad rebase este dintel -que quizá no casualmente coincide con el nivel de inflación- puede atribuirse a cualquier causa menos al sistema financiero, ya que, como antes he señalado, la rentabilidad de las in versiones es un concepto indepen diente y previo al coste de la financiación.
El buen camino
En otras ocasiones he dicho que esta afirmación no es un intento de pasar la pelota al otro campo. Es un deseo de clarificar el camino de la. soluciones. Porque intentar resolver el problema de la inversión pretendiendo rebajar el coste de la financiación por debajo de la inflación es un empeño condenado al fracaso, ya que se enfrenta con el empeño de los ahorradores -suministradores de la primera materia para la financiación-, cuya pretensión es exactamente la contraria; es decir, encontrar remuneraciones para sus colocaciones -sea en renta fija, sea en renta variable, como acabamos de ver- que les protejan al máximo posible de la inflación. El verdadero camino es el otro. Intentar crear las condiciones en la economía real para que el rendimiento monetario de las inversiones sea capaz de retribuir el ahorro financiero de acuerdo con sus deseos y expectativas. Y esto sólo puede hacerse por medio de una reforma de las estructuras productivas y de una adecuada liberalización de la economía para que el mercado corrija los desequilibrios internos y externos que están en la base de la actual ineficiencia -sin duda no culpable- del sistema real.
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