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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Malthusianismo municipal

CUANDO EL alcalde Arespacochaga definió su política de tránsito rodado como la deliberada creación del caos para disuadir al madrileño de utilizar su automóvil, el madrileño respondió con su vehemente deseo de que Arespacochaga desapareciera del municipio. José Luis Alvarez no cambió las cosas. Y vino la izquierda con su aureola: se confia siempre en que la izquierda (y, en términos generales, la oposición, cuando el poder está inmóvil) tenga alguna imaginación, alguna innovación; incluso alguna idea. No ha sido así. En materia de tránsito nos encontramos ahora con un nuevo malthusianismo, que es la tentación de todos los poderes -mayores y menores- modernos: resolver los problemas mediante la negación, la prohibición, la supresión del elemento dinámico. La proporción inversa por la que se resuelve que a mayor número de automóviles ha de haber menor número de calles y de puestos de estacionamiento ha llegado a parecer natural, cuando, bien examinada. es aberrante. El encarecimiento de esos puestos de estacionamiento por distintas vías favorece una vez más la selectividad en favor de los privilegiados y en contra de los que tienen menos dinero, y no parece concordar con la idea que se tiene de la izquierda. En cuanto al consumo de gasolina, los rodeos forzados para huir de las calles prohibidas y para buscar el aparcamiento lo aumentan, en lugar de disminuir, a lo que contribuye también el excesivo número de semáforos.El problema está en que la disuasión es imposible o, por lo menos, insuficiente. En Madrid es indispensable el uso del automóvil. El alejamiento de las ciudades-dormitorio de los núcleos urbanos distantes, la otra política municipal que comenzó suprimiendo unos medios de transporte colectivos baratos y eficaces -el tranvía, el trolebús-, la dificultad presupuestaria para aumentar el parque del otro transporte público -el Metro- y su creciente carestía, y la obligación de repartir grandes y pequeñas mercancías para el abasto de la ciudad, el establecimiento de fábricas y empresas en la periferia son factores que podrían tener su razón o su sinrazón en el momento en que se produjeron, pero que todos unidos han hecho del madrileño un automovilista a ultranza, decidido a defender esa necesidad. Ya no tiene otro recurso. En torno a esa necesidad se ha construido una inmensa industria que ya está sufriendo los problemas de la recesión y de la crisis económica, pero que no puede detenerse sin riesgo de dejar sin trabajo a cientos de miles de obreros y de pequeños comerciantes y artesanos. De todo esto, que está hecho así, no es responsable el ayuntamiento actual; pero sí lo es de su capacidad de respuesta. No parece la más adecuada la respuesta de multa y grúa, de refuerzo de sus agentes no por el uso de la razón, sino del arma (la insistencia en el uso de la pistola por las agentes femeninas, cuando se pretendía su abandono por los agentes masculinos, nos presenta una izquierda otra vez aberrante y absurda). La respuesta municipal que desearíamos ver, aun con sus riesgos de fracaso, aun con su resultado dudoso, es la inversa: la apertura de paso al automóvil, la creación de vías nuevas -con freno a la especulación del suelo y al aumento de densidades-, el invento de puestos -naturalmente, gratuitos- de estacionamiento, la multiplicación de los transportes urbanos por el camino de la persuasión, no de la prohibición; la fluidez en los semáforos, la conversión de los agentes de tráficio en colaboradores, y no en enemigos o simples represores. Ya sabemos que el aire de los tiempos no va en esa corriente, ni en lo municipal ni en lo estatal: ante la sorpresa de las libertades se prefiere la respuesta de las limitaciones. Pero no sería ilógico -algunos consideraban que era esperable- que la izquierda, que tiene esa parcela de poder, se saliese de la moda del autoritarismo y del malthusianismo y tratase, por lo menos, de enfocarlo de otra manera. Teniendo en cuenta, sobre todo, que no se puede luchar contra lo irreversible, que no se deben comenzar batallas perdidas de antemano y, sobre todo, que no se puede perjudicar al ciudadano llevando la angustia y la persecución a aquello que no tiene otro remedio que hacer sin, por lo menos, intentar antes otra clase de medidas.,

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