Dalí
Un informador lo ha contado con emocionante precisión: Salvador Dalí, luchando contra el parkinsonismo de su cuerpo (y sobre todo de su alma, claro), se levanta todas las mañanas, apoya la mano izquierda en un bastón, apoya la mano derecha en la izquierda y quiere pintar un caballo. Enfermo yo mismo cuando escribo, tembloroso de fiebre dentro del temblor de esta noticia, no voy a recordar ahora aquello de D'Annunzio, «un bello morir toda una vida honra», porque tiene como un presonido prefascista; pero si algo hubiera que honrar o absolver en la vida de Dalí (que no veo qué), este esfuerzo final, tembloroso y lampasado por dibujar un caballo (él, que ha dibujado tantos y tan bellos como los de Leonardo), me parece la verdad última y permanente de quien hizo de la mentira una obra de arte, porque el mundo no se merece otra cosa. Cuando, Goethe agonizante pide «Luz, más luz», seguramente no está diciendo nada teológico, sino exigiendo más luz a sus ojos para leer o escribir. He asistido al esfuerzo final de algunos moribundos por incorporarse y crear algo. Una joven pasota acaba de descubrir el Museo Sorolla de Madrid, que, abandonado, desguazado y todo, ha sido un deslumbramiento para sus ojos deslumbradores. Y le explico:-Sorolla, en sus últimos años, cuando ya tenía las manos agarrotadas, hacía que le atasen los pinceles a las muñecas y así pintaba.
He visto a Ruano, en Teide, sujetándose la muñeca derecha con la mano izquierda para escribir el artículo del día. Y lo que le dijo a la religiosa que asistía a sus horas finales y no le dejaba escribir:
-Hermana, yo soy escritor como usted es monja.
Hay una mística burguesa, manchesteriana y ahorrativa del trabajo con fines meramente acumulativos. Hay una mística marxista (de antes y,después de Marx) del trabajo como eje moral y vital de la existencia. Si, para Dante, el amor mueve el sol y las demás estrellas, para Marx, el motor del Universo es el trabajo. Frente a la moral manchesteriana del ahorro, la moral fourierista, baudeleriana, sadiana, del derroche. Dibujar un caballo imprimiéndole el temblor mismo del parkinsonismo. Derrochar un caballo. Porque Dalí, ya, lo tiene todo o no tiene nada -poco importa la serie negra de su entorno mercantil, al que parece que ha permanecido líricamente ajeno, contra la leyenda-, y aún le inquieta ese signo del Universo, de la belleza, de la vida, que es un caballo. Siempre me han emocionado las vocaciones desesperadas, firmes, continuadas, sin abandonismos diletantes ni dramatizaciones de la vida burguesa/ antiburguesa. Salvador Dalí, de quien sólo hemos visto los bigotes irónicos y las solapas de oro durante muchos años, en las revistas del corazón, es el esfuerzo y el talento lúcidos, incansablemente cansados, frente a la genialidad/ facilidad de Picasso. El Dalí trabajador es uno de los pocos ejemplos morales en la España camastrona. Uno, ya, sólo va respetando al que hace algo y lo hace con constancia, conocimiento e impaciencia por descifrar los signos indescifrables del mundo. Lo dijo Juan Ramón Jiménez, otro español que, sencillamente, trabajaba:
-He trabajado en Dios todo lo que he trabajado en poesía.
La vida como derroche, el arte como derroche, la muerte como derroche. Marcel Proust añadía entrefiletes a su prosa hasta el último respiro de su asma (o de su alma asmática). ¿Y tú, Salvador Dalí de voz aceitunada, ironía y caricatura de la frivolidad asumida, para qué quieres dibujar aún un caballo, cuando el arte y la montaña están llenos de caballos? A esta hora mañanera, curioso lector, cuando usted y yo nos levantamos confusos de sol y pereza, él ya está ahí, allí, sentado en una silla, apoyando la mano derecha en el bastón de la izquierda, dibujando un caballo que no tiene ya otro temblor que el temblor mortal del parkinsonismo. He llorado por el gran cínico que nunca lloró.
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