El retorno del juglar
Un grato, necesario y no menos deseado placer ha supuesto para mí el reencuentro, en EL PAÍS, tras el paréntesis del verano, con Francisco Umbral y su Spleen particular que, en el fondo, es el spleen de todo el mundo.Ha sido el reencuentro con el cronista espiritual del pueblo, con el filósofo de lo inmediato, con el juglar contemporáneo que nos redime cada día de la vulgaridad y del hastío de las estructuras sociales, mostrando la ironía esencial de los afanes mundanos, salvaguardados por reglas defensivas, e intentando rescatar, ante todo, lo individual inalienable.
Es el regreso del observador incansable, heredero de la gran tradición de solitarios universales (Kafka, Proust), que, bajo su pátina personal de hippy mordaz y acre, es, fundamentalmente, un lu-
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chador exaltado por la búsqueda de lo auténtico en cada uno de nosotros, siempre a contracorriente de la vida cómoda, para ganarle un segundo a la muerte o un milímetro de altura al suelo que pisamos. Porque Umbral, que tanto vive de la niñez (lo único noble que hemos podido ser), continúa mirando con atónitos ojos de niño el mundo complicado de nuestras pasiones, y, sin otro milagro que su genio, convierte en sal efímeras posturas; allana falsos podios y dinamita, con su letra, púlpitos y tribunas, saliéndose por la tangente de esta rueda frenética e irreflexiva que estamos construyendo entre todos.
Y ahora, aprovecho su retorno, el retorno de Francisco Umbral junto al hombre de la calle, para pedirle desde aquí, en nombre de los que se sienten atrapados por la arbitrariedad cotidiana, que siga alimentando en el periódico, como lo hace en todos sus libros, el latido débil de nuestra esperanza en un mundo mejor; que siga invocando con su oración pagana al verdadero Dios de las cosas, a ese Dios que él lleva siempre en la punta de los dedos./
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