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Polonia y la importancia de la distensión

Los acontecimientos polacos de 1980 constituyen, hasta ahora, el ejemplo típico de lo que se pretendía conseguir con la política de distensión de los años setenta. En el propósito de sus paladines occidentales, se trataba de una política de «doble cara». Por un lado, constituía un marco tranquilizador de estabilidad en Europa, que incluía el reconocimiento del imperio soviético en el Este.Este aspecto de la distensión, desde sus primeros aleteos (la ostpolitik de Willy Brandt) hasta sus logros culminantes (los acuerdos políticos y estratégicos entre las superpotencias, el tratado de Moscú, los acuerdos de Helsinki), recibió frecuentes críticas por considerarlo una demostración de la debilidad e ingenuidad de los líderes occidentales. Pero se trataba sólo de un aspecto de la estrategia de la distensión, que podía resumirse dándole la vuelta a la antigua proclama de la aristocracia terrateniente siciliana después de la conquista de la isla por Garibaldi y la unificación de Italia: «Todo debe cambiar», decían, «para que nada cambie de verdad. En el pensamiento de Brandt, la ostpolitik, que significaba la aceptación alemana de las nuevas fronteras como definitivas y el reconocimiento del nuevo imperio ruso en el Este, tenía el propósito opuesto: «Nada debe cambiar, de forma que todo pueda cambiar».

Sólo dentro de un marco internacional fuerte y estable pueden las fuerzas de la historia «trabajar desde dentro» y transformar lentamente el totalitarismo soviético, quizá haciendo un día posible la reunificación de Europa (y de Alemania). En 1956, y otra vez en 1968, las «fuerzas de la historia» fueron derrotadas, en Budapest y en Praga, por el ejército rojo. Quizá puedan hacerse fuertes otra vez, gracias al fortalecimiento de la distensión, y la resistencia soviética al cambio puede ser menor, una vez que el Kremlin considere que su «imperio» no se ve realmente amenazado por Occidente.

La distensión como «política hacia adelante», según la definicién de Sonnenfeldt, estaba destinada a desestabilizar gradualmente el poder soviético estimulando la aparición, en la cálida atmósfera de colaboración Este-Oeste, de fuerzas democráticas dentro del bloque soviético. Los crecientes vínculos humanos y económicos harían germinar las semillas del cambio en la Europa oriental.

Para Henry Kissinger resultaba claro que el crecimiento a ambos lados de grupos de presión, vitalmente interesados en la distensión y la interdependencia, evitarían, en un momento de crisis, la catástrofe.

Los acontecimientos polacos de 1980 parecen demostrar que tal política tenía cierto sentido. Puede proclamarse que, sin la distensión, la «nueva Polonia» de Gdansk no hubiera salido a la luz. Además, ¿hubiera sido elegido Papa un polaco, en una atmósfera de guerra fría? El papa Wojtyla es muy posible que resulte el mejor fruto de la política de distensión de la década de los años setenta. Otro fruto podría

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Arrigo Levi actual columnista de temas internacionales en The Times, es uno de los más brillantes periodistas europeos. Dirigió La Stampa, de Turín (Italia), durante cinco años, hasta su dimisión en septiembre de 1978. Pocos meses antes, las Brigadas Rojas habían asesinado a su vicedirector Carlo Casalegno. Levi, de 54 años de edad, es un progresista calificado como liberal de izquierdas, muy preocupado por la defensa de los derechos humanos y dotado de un sólido bagaje intelectual. Periódicamente, sus comentarios serán publicados en las páginas de internacional de EL PAÍS.

Polonia y la importacia de la distensión

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ser la deuda de 20.000 millones de dólares de Polonia con Occidente, que casi conduce a una «finlandización» económica a la inversa. De esta forma, la distensión habrá mostrado su valor exactamente cuando casi todo el mundo parecía convencido de que había sido un fracaso.

Evidentemente, todos sabemos que, a pesar de la distensión, a pesar de la próxima conferencia de Madrid, del Papa polaco, de las deudas de Polonia y de la fuerza del movimiento democrático popular en Polonia, al final están los rusos con su Ejército, dispuestos a utilizarlo si creen que Polonia puede traicionar al comunismo y abandonar el bloque soviético. Pero la distensión ha contribuido a hacer de la intervención militar algo así como un «arma definitiva» que podría ser fatal, como la bomba atómica, también para quien la utilizara: y ese no fue el caso en 1956 y en 1968.

Pero si esta defensa en favor de la política de distensión no es totalmente incorrecta, lo prudente para Occidente sería seguir con la misma política después de Gdansk, durante el período de grandes peligros que acaba de iniciarse. Sigamos adelante con la conferencia de Madrid, con la ayuda económica a Polonia, con nuevas negociaciones para el control de armamentos; tratemos de implicar al bloque oriental en las grandes negociaciones económicas a nivel mundial de 1981 y dejemos perfectamente claro que no intentaremos seducir a una Polonia «liberalizada» para que abandone el Pacto de Varsovia.

No obstante, dejemos también claro, al mismo tiempo, que todos los beneficios de la distensión y la cooperación se perderían si los soviéticos, haciendo caso omiso de los acuerdos de Helsinki, siguen aplicando a Polonia la doctrina de la «soberanía limitada». Se debe hacer saber a los rusos otra vez (como hicieron, el pasado invierno, el presidente Giscard y el canciller Schmidt) que no puede haber más Afganistanes y que estamos perfectamente preparados, si es necesario, para hacer frente a una nueva guerra fría, a una nueva carrera de armamentos. Se les debe convencer de que será menos costoso para ellos tolerar alguna forma de «comunismo diferente» en Polonia, que tratar de suprimirlo por la fuerza. El intento de convencerles tal vez fracase, pero es lo mejor que podemos hacer para conseguir que los polacos consigan cierto margen de maniobra y cambio, sin que tengan que recibir sobre sus cabezas el rayo de la violencia procedente del Este.

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