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El quinto jinete

Los clichés del «despotismo oriental» elaborados por Montesquieu en sus Cartas persas y El espíritu de las leyes -fanatismo, corrupción, crueldad refinada, inmovilismo, espíritu irracional, violencia sanguinaria y ciega, fruto, según él, de la religión islámica-, repetidos hasta la saciedad por los encielopedistas y avalados por los propios expertos en orientalismo, se convierten en uno de los tópicos favoritos del pensamiento político-social europeo del siglo XIX: en términos generales, puede decirse que nadie o casi nadie escapa a ellos -ni Hegel, ni Stuart Mill, ni tan siquiera Marx- La primera edición de la Gran Enciclopedia Larousse escribe, por ejemplo: «para los pueblos orientales, la palabra déspota no es, como para nosotros, un calificativo odioso, y estos pueblos encuentran perfectamente natural prosternarse ante los pies de un soberano, dueño de sus vidas, y haciendo según su capricho y fantasía... El espíritu general que se atribuye a sus habitantes, este espíritu de indiferencia, ensimismamiento, inercia más o menos fatalista, no corresponde con todo a la totalidad de Oriente, sino que es patrimonio de esas naciones musulmanas que, después de un pasado glorioso, han caído en un período de decadencia que parece irremediable».No entra en mis propósitos evocar aquí el uso interesado de tales lugares comunes por parte de las potencias coloniales europeas y los fundadores del movimiento sionista para justificar su intervención en el imperio otomano y despojar de su tierra a los palestinos. Señalaré tan sólo que dichos prejuicios e ideas manidos no sólo no han muerto con el despertar político-cultural del orbe islámico, sino que, a juzgar por lo que uno advierte en los medios de difusión occidentales, gozan de inmejorable salud. Recorrer, por ejemplo, la Prensa francesa durante este verano de 1980 es topar a diario, de forma condensada y caricaturesca, con los espectros obsesivos del fanatismo oriental que Alain Grosrichard ha analizado magistralmente en su obra Structure du sérail. Nada falta en ellos: ni el sadismo gratuito, ni el afán destructivo, ni la intolerancia ideológica, ni el desenfreno de unas pasiones morbosas y sanguinarias. Simplemente han saltado del campo un tanto reducido de los orientalistas y nostálgicos del viejo orden colonial al reino ubicuo, prolijo, totalizante de los mass media del mundo libre: Norteamérica, Europa y su enclave oriental, Israel.

El fenómeno no es nuevo y se reitera sin variantes. Recuerdo que a raíz de la guerra de octubre de 1973 una cadena de televisión norteamericana ofreció un extenso programa consagrado al estudio del contencioso árabe-israelí en el que, haciendo gala de ecuanimidad, los presentadores concedían la palabra a ambas partes. Por un lado, universitarios israelíes, expresándose en un inglés perfecto, hablaban de progreso, educación, democracia, proyectos agrícolas, mejoras sociales; los telespectadores podían ver imágenes de hospitales y escuelas, un kibutz modelo, un centro de formación profesional para adolescentes «cisjordarios». Por otro, grupos de palestinos iracundos vociferaban en árabe ante la cámara: «Nos han robado la tierra», traducía el presentador, « ¡nos vengaremos! », y corroborando el discurso furioso e incoherente de los entrevistados, el programa ofrecía secuencias de campos de entrenamiento bélico, terroristas enmascarados, una escuela en la que un centenar de niños militarizados desfilaban con fusiles de madera y coreaban monótamente consignas patrióticas y revolucionarias.

Por estas mismas fechas, a consecuencia del embargo petrolífero y la brusca agravación de los precios del crudo, infinidad de artículos, filmes, novelas y dibujos racistas inundaron los medios de difusión norteamericanos. Los consabidos clichés antisemitas resucitaron de golpe aplicados a un nuevo destinatario: el árabe. El mismo proceso de mentalización cultural y racial operado antes contra japoneses y chinos actuaba ahora tocante al mundo islámico: jeques crueles, pueblos fanáticos, costumbres bárbaras. La maquinaria ideológica de Hollywood se ponía en marcha frente a la emergencia de un despotismo reaccionario y amenazador: los fantasmas de los Coppin, Ricaut, Baudier, Chardin, Montesquieu, Boulanger, etcétera, reaparecían en tecnicolor en filmes y seriales televisados. En los tebeos, Tarzán se trasladaba al desierto y combatía las intrigas y engaños de camelleros y beduinos enturbantados.

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Como es de suponer, la oportuna exhumación de esos estereotipos coincide siempre con la agudización de los conflictos planteados por la liberación paulatina de los pueblos islámicos de la tutela político- económico- militar de las grandes potencias. Ahora, como antes, el «exotismo oriental», la «intolerancia musulmana» acuden en socorro de una estrategia mundial de dominio y de los intereses de las multinacionales: las imágenes-espantajo esgrimidas contra Abdel-Krim en 1924 se aplican después, sin retoque alguno, a Mosadeq, Nasser, Ben Bella, Yasir Arafat, Banisadr. En los últimos años, a la perenne ecuación Islam-fanatismo se agrega insidiosamente otra: la de palestino- terrorista. Tengo ante mí varios ejemplares recientes de France-Soir de los que espigo los siguientes títulos: «Los comandos de Allali siguen matando», «200 homicidas árabes en París», «¡ Otra vez el terror palestino!». En el artículo que acompaña a este último titular, el autor enumera la lista de los atentados políticos cometidos en Francia desde 1972, sin mencionar siquiera el hecho de que, si bien en la mayor parte de ellos las víctimas fueron realmente miembros de la OLP, su ejecución apunta a todas luces a la mano invisible de los servicios secretos israelíes.

Resulta en verdad asombroso que quienes hablan machaconamente de «movimiento xenófobo y religioso», «amenazas de guerra santa», «imperio del terror» sean precisamente los defensores de un Estado -Israel- abiertamente segregacionista y religioso, fundado y engrandecido mediante la conquista, la fuerza, la intimidación. Quienes califican de asesino y terrorista a Arafat se guardan muy bien de aplicar semejante tratamiento a los responsables de la horrible carnicería de Deir Yasin -el Lídice u Oradour palestino- o de mencionar el pasado de Menájein Beguin, a quien alguien tan poco sospechoso de partidismo como Albert Einstein identificaba, en una carta abierta dirigida al New York Times el 4-12-48, para protestar, junto con otras veinticinco personalidades de origen judío, contra su visita a Estados Unidos, como «Iíder de una organización terrorista de extrema derecha en Palestina.... muy próxima a los partidos nazi y faseista». Quienes fustigan el irracionalismo árabe y la falta de lógica de sus esquemas encuentran, en cambio, totalmente válido que los sionistas se arroguen el derecho de regresar al cabo de 2.000 años a la tierra prometida por Jehová sin tener en cuenta el hecho de que ésta se halla habitada desde hace trece siglos por otro pueblo. Quienes claman contra la violencia en pequeña escala, aplauden o silencian la realizada con eficacia y precisión por un ejército ultramoderno, al amparo de una absoluta y escandalosa impunidad. Como escribía recientemente Noam Chomsky, «EEUU se opone con indignación a los medios de defensa de los débiles, tales como tomar un pequeno número de rehenes-, pero usa y aprueba tácitamente los mucho más temibles medios de defensa de los fuertes, tales como mantener naciones enteras como rehenes, causando, mientras tanto -y no meramente amenazando con causar-, un número enorme de sufrimientos y muertes».

Pero ni la razón ni el sentido común pueden gran cosa contra la masa avasalladora de los prejuicios antiislámicos: rico o pobre, desvalido o poderoso, el árabe molesta y se perfila en el horizonte «blanco» como una presencia hostil y perturbadora. La Prensa sensacionalista, aguzando el sentimiento racista latente en un vasto sector de la población, agita el espectro de una doble amenaza: los tres millones y pico de trabajadores magrebíes emigrados a Europa occidental son criminales o violadores potenciales, lo que justifica las agresiones y linchamientos de que son a menudo objeto en París, Bruselas, Marsella o Barcelona; los emires del petróleo, los responsables directos de la crisis que nos asfixia, crisis en la que, naturalmente, los grandes consorcios petroleros norte. Lenta, solapadamente, el Islam prepara la destrucción del mundo occidental. Novelas, filmes, ensayos, caricaturas nos porten otra vez en guardia contra el peligro y movilizan a la opinión pública para un apocalipsis militar preventivo destinado a escarmentar al infiel.

La lista de los best-sellers veraniegos franceses es a este respecto bastante aleccionadora. El quinto jinete, de Lapierre y Collins, supera actualmente todos los récords de venta. Infinidad de espacios publicitarios en los grandes medios informativos anuncian el libro en los siguientes términos: «Redada policial monstruo en EEUU para localizar la bomba de Gadafi oculta en Manhattan», «300 palomas radiactivas lanzadas por los terroristas de Gadafi sobre los, rascacielos de Nueva York». El chantaje nuclear islámico es el nuevo dogal puesto al cuello de un Occidente medio ahogado ya por el nudo corredizo del oro negro: junto al libro de Lapierre y Collins, nos informa Le Point, «tres novelas de espionaje para leer en las playas refieren con un increíble lujo de detalles las maniobras árabes para procurarse el combustible necesario a la fabricación del arma atómica». En El retorno del espía, Len Deighton cuenta cómo un ex agente secreto británico intenta suministrar a Egipto misiles nucleares robados del arsenal militar francés. Ken Follet novela en Triángulo el transporte clandestino de dos cientas toneladas de uranio con destino a Oriente Próximo, frustrado por la intervención de un James Bond israelí. En Ultimátum uranio, Uri Dan y Peter Mann hacen explosionar una bomba atómica palestina en Orly, para castigar a Francia por su presunta complicidad con el ene migo. La enumeración sería inacabable y la interrumpiré aquí. Si tenemos en cuenta una larga lista de precedentes históricos, no resulta aventurado suponer que este descomunal lavado de cerebro con los clichés y estereotipos de la Edad Media, Renacimiento e Ilustración respecto a los pueblos «mahometanos» forma parte de una estrategia represiva cuyas futuras víctimas serán aún esos mismos Estados crueles, bárbaros y fanatizados que, hoy como ayer, osan hipotecar nuestro nivel de vida, nuestros valores, nuestro progreso, nuestras libertades.

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