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La carambola del ministro de Cultura

El juego político genera bromas que, si la sociedad española no estuviera tan tensa, deberían ser acogidas con sonoras carcajadas. Mirado así, desde fuera, resulta gracioso, pero si uno se aproxima al fenómeno se desprende de él un hálito vergonzante que obliga a la reflexión iracundo-jocosa.Cuando se lleva a cabo una remodelación de Gobierno, o como quiera que se diga en la jerga al uso, no hay duda de que se asiste a un reparto del pastel. Yo entro, tú sales. Esto para ti, lo otro para mí. Literalmente, el que más fuerza tiene es el que se lleva el mejor bocado. La operación se realiza don criterios «políticos». Carcajada sarcástica. Los criterios políticos significan que cada candidato, sean barones, funcionarios o simples fontaneros, irá a parar no allá donde mejor cuadre, sino donde pueda ejercer un mayor poder en función de su peso específico en ese momento.

En los equipos de fútbol las alineaciones se hacen más racionalmente y sólo como excepción entran en juego elementos extradeportivos. Por mucho prestigio o influencia que tenga un delantero en punta, a ningún entrenador se le ocurriría situarlo de líbero. Sin embargo, las afineaciones de los equipos políticos se hacen obedeciendo a la presión que cada jugador sea capaz de ejercer. Lo cual produce unos desbarajustes inenarrables, como estamos pudiendo comprobar últimamente.

Nadie aboga aquí por la estricta tecnificación de los puestos ministeriales, pero de eso al todos valen para todo media un abismo. En la actual remodelación se han realizado repartos parciales de la tarta que no responden a una planificación racional de capacidades, sino más bien a características propias del juego del billar. Quiero fijarme concretamente en esa gran carambola por medio de la cual ha cambiado de inquilino el Ministerio de Cultura.

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Resulta que los barones aprietan las tuercas y se imponen. Resulta que en la contienda vencen los socialdemócratas y pierden los democristianos y los liberales. Resulta que por estos azares queda libre y descolgado eldemocristiano Iñigo Cavero. Y, como no conviene indisponerse con la Iglesia, hay que buscarle un puesto.

¿Dónde meter a este hombre?, debieron preguntarse las mentes regidoras del menjunje remodelador. Algún preboste ingenioso, heredero de los hábitos del pasado, tuvo una idea. Y la luz se hizo: «Ya está: Iñigo Cavero al Ministerio de Cultura». Carambola de fantasía a muchas bandas.

Con ello, el partido gobernante da buena prueba, una vez más, de su aprecio por la cultura. Esto de la cultura es como esas butacas de los cines que siempre quedan libres: valen para satisfacer los compromisos de última hora. Y Cavero -qué duda cabe- era un grueso compromiso.

A la vista de tal consideración van a tener razón los intelectuales radicales cuando dicen que lo mejor que podría hacerse con este ministerio es hacerlo desaparecer. En cualquier caso, resulta vergonzante que la cultura sólo sirve en este país como subterfugio. ¿No sería más honesto crear un nuevo departamento fantasma o comodín para ocupación de ese último comensal al que hay que hacerle un hueco como sea? Allá se las entiendan ellos, pero, por favor, no inezclen la cultura con estos juegos pasteleros.

Al analizar la carambola ministenal no entro a valorar las capacidades de Iñigo Cavero para el cargo, aunque públicamente -que yo sepa- nunca ha destacado este señor como paladín de semejante área. Quede, pues, claro, que no ha llegado al puesto por sus cualidades de hombre de cultura, sino por efecto de una incierta carambola de última hora. Triste destino.

Desde esta perspectiva, no resulta disparatado pensar que todo va a seguir igual y que este Ministerio, que hunde sus raíces en las más puras esencias franquistas, seguirá su inquebrantable línea de inanidad. Una línea que ha proporcionado figuras tan peculiares corrio León Herrera, Fernando de Liñán, Sánchez Bella, Reguera Guajardo o Ricardo de la Cierva. ¿Entienden ustedes ahora por qué el juego político produce en ocasiones sonoras carcajadas?

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