Puentes
JUSTO EN el momento en que los madrileños, tratando de sobreponerse a los agobiantes calores de este interminable verano, comienzan a recuperar los hábitos de la vida cotidiana y a entrar en la normalidad del trabajo, la disparatada política oficial de festividades les regala el pilar para uno de esos puentes, tendidos de viernes a miércoles, que trastornan el funcionamiento de los servicios públicos, semiparalizan el desenvolvimiento de los sectores privados y rompen el ritmo de la actividad social.En este caso, además, los vecinos de la capital han sido tomados por sorpresa al enterarse de que el martes 9 de septiembre ha sido la fecha elegida para compensarles de la pérdida de otro día festivo, igualmente impensado, que cae en domingo. Así, la Virgen de la Almudena, que este año coincide con el segundo domingo de noviembre, es sustituida por Nuestra Señora de la Cabeza, sin que nadie acierte a explicarse bien ese tráfico del ocio. La única razón pudiera ser la resuelta decisión de que los madrileños no puedan esgrimir agravios comparativos contra los habitantes de otras capitales y ejerzan plenamente el derecho a dos festividades municipales extras, aparte de las nacionales, concedido por el Gobierno. Y, sin embargo, cualquiera que se haya molestado en hacer una encuesta entre sus amistades o en los lugares de trabajo habrá podido comprobar que la inmensa mayoría de los interrogados desconocían por completo el motivo de la improvisada fiesta.
Sucede como si la Administración pública aplicara el mismo desvelo para desenraizar costumbres y usos populares, en nombre del uniformismo, en las pequeñas comunidades rurales que para imponer a golpe de decreto celebraciones castizas y festejos que nadie siente ni comparte en las grandes capitales. Porque, si bien el santo patrón o la santa patrona de un pueblo son fechas o imágenes que están profundamente inscritas en la memoria colectiva y sirven de motivo para la celebración de fiestas en las que participan todos los vecinos, parece evidente que los intentos de transferir esas costumbres a grandes ciudades como Madrid son tan artificiales como inútiles. La experiencia de las penosas fiestas de San Isidro de la pasada primavera tuvo al menos como disculpa que los madrileños de antaño consideraban esa fecha como propia. Pero si incluso la Virgen de la Almudena, el 9 de noviembre, es una festividad a la que difícilmente nadie puede considerar como espontáneamente sentida como tal por los vecinos de la capital, el recuerdo de Nuestra Señora de la Cabeza es únicamente patrimonio de los eruditos locales.
Nadie duda de que el cansancio producido por las actividades laborales y por el enloquecido ritmo de vida en las grandes capitales, con sus incomodidades de transporte, sus agobios y su ausencia de espacios para la vida comunitaria, hace inexcusable una distribución del ocio que no se limite a las vacaciones veraniegas establecidas por los convenios y las reglamentaciones. Sin embargo, sería preferible que esos días de respiro no se organizaran sobre esos disfuncionales puentes que proporcionan las festividades de alcance nacional o puramente locales, sino a través de fórmulas que no paralizaran, cada varias semanas, las actividades del país entero o de una región.
A este respecto, la tendencia al arbitrismo del Gobierno se combina, en ocasiones, con una divertida propensión a manipular políticamente la asignación de las festividades. Así ocurrió, por ejemplo, con la utilización por Abril Martorell del día de San José como baza para su campaña electoral en Valencia en los comicios de 1979. Y ha sucedido también con la cómica argumentación del diputado Jiménez Blanco, en la Junta de Portavoces, para que el Pleno del Congreso se retrasara una semana, no por la palmaria conveniencia que para el presidente del Gobierno y el desarrollo de la crisis ministerial significaba ese aplazamiento, sino por no ofender la devoción de los madrileños, presuntamente dolidos porque la Cámara baja ensuciara con sus trabajos la festividad de Nuestra Señora de la Cabeza. Si en una sociedad notablemente secularizada y parcialmente agnóstica los defensores de los valores religiosos no dudan en instrumentalizarlos para obtener una mínima ventaja en un asunto coyuntural de ínfima importancia, nadie se puede extrañar que los ciudadanos no se terminen de tomar en serio a esos manipuladores.
En cualquier caso, la Administración pública, las comunidades locales, las organizaciones de empresarios y las centrales sindicales deberían iniciar un serio diálogo para poner freno a la inconexa, fragmentada y disfuncional manera en que los trabajadores ganan días de ocio a la monotonía de la vida cotidiana. No se trata de que disfrutemos de menos días de holganza al año, sino de que la creación de esos necesarios espacios no se produzca semiclandestinamente a través de puentes -o de acueductos- que interrumpen la continuidad de la vida productiva y social, con un notable efecto multiplicador en contra del rendimiento de una sociedad que, para hacer frente a una grave crisis económica, tiene que saber utilizar sus recursos de manera eficiente.
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