Nuestro Antonio Tovar
Como viento fresco, como caricia, como abrazo, como consuelo: así hemos recibido muchos la noticia de la gran ovación de los vascólogos a Antonio Tovar. Culmina así un merecimiento de muchos años. Creo que soy testigo de excepción de cómo Tovar empezó con el tema. Estábamos en la Salamanca de los finales años cuarenta: a pesar de los bufidos del obispo, porque yo visitaba asiduamente ¡a un pagano!, tuve la suerte de estar muy cerca de su trabajo. Por cierto que en cuanto Ruiz Giménez nombró rector a Tovar todo fueron mieles por parte del obispo. Tovar había publicado su Sócrates. Este libro, con Naturaleza, historia y Dios, de Zubiri; con el de Laín, sobre la generación del 98; con los de Aranguren, que ahora se reeditan, son el mejor testimonio cultural de esos años, testimonio de ciencia abierta y testimonio de lucha porque Zubiri no estaba en la universidad, porque a Laín y a Aranguren les asaeteaban de consuno jesuitas y dominicos, que para eso sí se olvidaban de sus polémicas sobre el libre arbitrio.Tovar, que pudo ser muchas cosas, lo dejó todo y dio ejemplo en los tiempos del vergonzoso «guadalajarismo» de vivir de verdad en Salamanca: muy a lo castizo y hogareño, con chocolate y churros y grandes bocadillos para hambres de seminaristas, su casa era prolongación de la cátedra. Y lo que siempre es necesario recordar por su carácter de absoluta excepción: su piano de media cola abierto y sonando Chopin, Schumann, Falla. Yo venía del seminario de Vitoria y mi niñez musical había sido rotundamente bilbaína. Tovar y yo, vallisoletanos los dos, hablábamos y hablábamos de lo que parecía dormido problema vasco. Entonces, junto al latín de la cátedra, con largo viaje luego para estudiar las lenguas precolombinas, el trabajo sobre el idioma vasco, trabajo con muy reconocidas herencias y con incesante diálogo, crece y crece en artículos, conferencias, hasta ser libro magistral del que todos podemos y debemos aprender, como aprendimos de su Sócrates y de su Platón.
En un libro mío he contado cosas de cuando Tovar fue rector. Luego, Estados Unidos, y luego, Tubinga, huyendo del asco madrileño. Para no romper su silueta de verdadero «hombre de cultura», Tovar ejercita una singularísima crítica literaria, labor que, sin necesidad de aparentar una prisa de bombero hacia las novedades, le sirve para estar abierto al mundo y para enseñar.
En las cartas que en Roma he recibido de Tovar no aparece el manido «desencanto»: en una me recordaba lo de la libertad como primer don de Dios, predicada en una homilía. No hay desencanto, y no porque esté lejos: no está lejos, aunque no le llamen, porque la gran ovación de San Sebastián no es sino el símbolo de que la gran política cultural puede hacerse desde la libertad sin entrar en la creciente erótica del mando. Es de verdad política cultural, porque se ejerce a través de una libertad totalmente responsable.
Buena cosa, bella cosa: que el apurado rigor del filólogo pueda ser puente de paz, de comprensión. ¡Nuestro Antonio Tovar! El sabe muy bien que de cerca y de lejos, en España y fuera de ella, representa para muchos lo que ya es raro como forma de vida: el «maestro amigo». No queremos saber que está cerca de la jubilación, porque maestros así son la universidad perenne, viva. Y tan viva: nada menos que desde el libro lanzar una singular convocatoria para el problema más grave que tiene hoy España, para ese dolor diario al que sería monstruoso acostumbrarse. Con Tovar sabíamos tantas cosas de la antigüedad; con Tovar aprendemos política, y viajando a San Sebastián, como acabo de hacerlo, podemos abrir puertas que parecían cerradas.
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