Quevedo y el Gran Turco
No ha dado aún síntomas de fervor el cuarto centenario del nacimiento de Quevedo, que se cumple el 17 de septiembre. ¿Merecerá este genial español algo más que el recuerdo de los eruditos, los cuales, por cierto, no precisan efeméride alguna para recordarlo? ¿Tendrá oportunidad el hombre de la calle de que, sin ir más lejos, la televisión le advierta que aquel sorprendente escritor fue más, muchísimo más, que un vulgar chascarrillero? Habría que explicarle, por ejemplo, que es uno de los más altos poetas del mundo, uno de los hombres que más patéticamente han meditado sobre el porqué de la vida y de la muerte; uno de los que -él, tan desamorado- han exaltado más hondamente la pasión de amor. Pero si esto no basta para conducir su atención hacia aquel portentoso ingenio, tendría que hacérsele ver que nadie, en nuestra historia, ha sido tan dueño y señor de la lengua castellana, la cual, en su pluma, pierde todas sus costras de trivialidad y renace cargada de potencia y de malicia. ¿Aun esto puede ser insuficiente? Dígasele, pues, al desatento hombre de la calle que pocos han amado la libertad y la justicia con tanto valor, cuando amarlas significa riesgo incalculable. En la penosa nómina de artistas que han pagado ese amor con cárcel, destierro o muerte, Quevedo figura en los muy primeros lugares.Y es el primero, tal vez, de los que, desde él, han denunciado la ruina (le la patria como fruto podrido del desgobierno. ¿De qué había servido el heroísmo de los soldados y el trabajo de los ciudadanos en la construcción del imperio, si lo estaba dilapidando la triste inconsciencia de los políticos? Quevedo se aflige contemplando la administración del Estado, cuya culpa va personalizando, cada vez con audacia mayor, en Olivares. Es éste quien está culminando el desmembramiento interior de España y quien le causa la pérdida de respeto internacional.
No es, con todo, un pensamiento nítido el de don Francisco, que pueda articularse con coherencia rigurosa. Se manifiesta en destellos y en segundas intenciones, como precaución ante peligros enormes (que acabaron llevándolo a prisión). ¿Qué piensa, por ejemplo, de la función de los intelectuales en el gobierno de los Estados, él que lo era, y que tanto pugnó por intervenir en la vida política? Un capitulillo de La hora de todos (1633-1635) se ocupa de la cuestión; pero es un renegado el que argumenta contra un morisco que ha osado proponer al gran turco una organización universitaria y legal como la española. El renegado, con el beneplácito del monarca, pone el grito en el cielo de Alá. «Perro», le dice, «las monarquías ( ... ) siempre las han adquirido capitanes, siempre las han corrompido bachilleres ( ... ); los ejércitos, no las universidades, ganan y defienden ( ... ); las batallas dan reinos y coronas, las letras grados y borlas». Es, no lo olvidemos, el punto de vista de un bárbaro. Por eso le hace elogiar la ignorancia del pueblo: a los ciudadanos, la instrucción les permite examinar a los que mandan; al entenderlos, los desprecian; al saber qué es la libertad, la desean. Y es fundamental, para que un poder se mantenga, que los mandados no sepan Juzgar si merece mandar el que manda.
Todo este alegato del renegado Sinán Bey muestra, por clara transparencia, la opinión del autor: el gran turco es bestial porque asienta su trono y su poderío sobre un rebaño de ignorantes. Pero ¿es ya esa intención sarcástica la que mueve estas otras palabras? «El estudio hace que se busque la paz, porque la ha menester, y la paz procurada induce la guerra más peligrosa. No hay peor guerra que la que padece el que se muestra codicioso de la paz». Roma fue grande cuando fue ímpetu y no estudio; pero cuando sus oradores introdujeron «la parola» brotaron las sediciones, las conjuras y las guerras civiles. En España ocurrió algo parecido; la imprenta es más fuerte que la artillería, la tinta humedece la pólvora y el plomo se emplea en moldes de letras más que en balas. El renegado acaba esta parte de la peroración rompiendo un viejo tópico: «Quien llamó hermanas las letras y las armas, poco sabía de sus abalorios, pues no hay más diferentes linajes que hacer y decír».
Siempre ha sido misteriosa para mí esta página: ¿es buena, según Quevedo, la ilustración del pueblo? No cabe duda, pues hace que la impugne un apóstata. Y si es así, ¿cómo se compadece esa creencia con la de que las letras y los saberes corrompen la nación? Porque ahora ya no es tan seguro que el personaje manifieste lo contrario que el autor: el elogio del valor inculto de los españoles transparenta un entusiasmo que es el de don Francisco, y no el de Bey, nuestro enemigo. No acierto a explicármelo, aun contando cein sus dos almas tópícas. Porque él sentía orgullo de las letras -junto con las armas- españolas, y en defensa suya contra «lantas calumnias de extranjeros» había proyectado la España defendida (1609). Algo grave ha pasado por su espíritu en los cinco lustros que separan ese tratado de La hora.
Algo sombrío y desesperado que sólo puede ser decepción. En la plenitud de sus 55 años, mira los muros abatidos de su patria, la ruina de sus sueños españoles -imperiales, cuando el imperio era el modo de que una nación contase en el mundo-, y siente una tentación típica de las mentes conservadoras, porque Quevedo -Bourg, Dupont y Geneste acaban de corroborarlo irrecusablemente- fue un conservador. Asqueado de políticos y politiquillos, de un rey que ha abandonado el país en manos del conde-duque (léase El chitón de las tarabillas), cansado de que su proyecto de la patria no se realice, el pensador vuelve los ojos a las armas que, en su pura simplicidad, cumplen ciegamente su destino. No añora una Edad de Oro, como Cervantes -aquel ideal pacífico donde ni «tuyo» ni «mío» existían-, sino una Edad dile Hierro, la de Viriato y Sertorio, la de Numancia; aquélla en que el país «se convocó en rayo, y de cadáver se animó en portento»; en que «más atendía en dar que en escribir, que en escribir.
«¿Y este hombre», puede preguntar el hombre de la calle, «amaba la libertad y la justicia? ».
Apasionadamente; un conservador también puede amarlas cuando su carencia determina la ruina de la nación. Por eso anhelaba la ilustración del pueblo, su capacidad para discernir quién debía gobernarlo: sólo él podía derribar a los tiranos, culpables siempre de corrupción y hundimiento. Imaginó una gran reunión de naciones, donde el representante español habló así: «La pretensión que todos tenemos es la libertad de todos, procurando que nuestra sujecionsea a lo justo, no a lo violento. que nos mande la razón, no el albedrío; que seamos de quien nos hereda (el rey), no de quien nos arrebata (el privado); que seamos cuidado de los príncipes, no mercancía, y en las repúblicas, compañeros y no esclavos; miembros y no trastos, cuerpos y no sombra».
Quevedo, decepcionado, parece sentir, en un ataque nihilista, la tentación del gran tiarco, la del poder brutal que elimina problemas arrasando: «Saber vencer ha de ser el saber nuestro». No es sólo una tentación conservadora, puede sentirla cualquier intelectual como una peligrosa atracción del abismo, harto de ver a su país en manos de bachilleres irresponsables, atentos a su medro, alzados sobre un pueblo aún no maduro para ponerlos en su sitio. Don Francisco de Quevedo, como escritor político, habla de su España; hay que traducirlo e interpretarlo según nuestra circunstancia, tan diversa y, a veces, tan afín. Hay que leerlo, pero ya no sé si para fortalecer la esperanza del hombre de la calle.
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