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SEPTIMA CORRIDA DE BILBAO

La feria del toro medio muerto

«Bilbao, la plaza donde sale el toro-toro», dice el tópico. O bien, «para toros, Bilbao». Pues, según. En Bilbao sale el toro o no sale. Y al público, en general, le da lo mismo. Aquí sale un cabracho como el primero, que le correspondió al Niño de la Capea, y no pasa nada. El público bilbaíno tiene Para esta cuestión de los toros unas tragaderas de mucha consideración.Pero la fama sigue y las figuras se amparan en ella. Por ejemplo, el victorinazo que espantó a Currillo sirve para mantener el prestigio de la feria del toro, y de esta forma, a la hora del balance, se hace tabla rasa. Así, un triunfo en Bilbao contiene los créditos inherentes a la proeza, aunque se consiga con el cabracho, cuando toca la feria del toro medio muerto. A por ese triunfo de mentira, que vale como si fuera de verdad, venían ayer las figuritas, y a tal fin les prepararon unos Osborne de presencia decorosilla -y astifinos, es justo añadir- que dentro no tenían nada. O sí: la enfermedad tenían, un desfallecimiento agudo, ganas de morirse.

Plaza de Bilbao

Séptima corrida de feria. Toros de Osborne Domecq, desiguales de presentación, descastados e inválidos. El tercero, sobrero de Cuadri, con trapío, escobillado, manso. Dámaso González: estocada desprendida (oreja). Dos pinchazos y descabello (ovación y saludos). Manzanares: dos pinchazos y estocada corta (protestas). Pinchazo hondo bajo (bronca). Niño de la Capea: dos pinchazos, rueda de peones, media y dos descabellos (bronca). Estocada (silencio).

A lo mejor esas ganas de morirse se les acentuaban cuando veían acercarse al coletudo dispuesto a pegarles derechazos. «¡Oh, no, cielos!», mugían los Osborne; «iderechazos, no!», y se tiraban a la negra arena (que es negra negrísima, en Bilbao), cubriéndose la cara con las pezuñas. Así hizo el último. En cuanto el Niño de la Capea le pegó un derechazo, se tumbó. «Antes morir que soportar otro derechazo», dijo, que lo sé de buena tinta.

No se crea, sin embargo, que las caídas sobrevenían únicamente en el último tercio. En el primero ya ocurrían. Y el público lo pasaba todo por bueno. Los aficionados, no, claro, pues la afición tiene otro talante. Pero en Bilbao, los aficionados, que existen, y muy buenos, hay que buscarlos con lupa.

De manera que se caían los toretes de salida, y un horror en varas, y después. Un poquito menos se cayeron los dos primeros, lo cual sirvió para que Dámaso González colocara su número de los circulares y los péndulos, y para que Manzanares demostrara una vez más su vital necesidad de tener delante al toro absolutamente de carril tirando a tonto, o que no cuenten con él. La invalidez del cuarto era tanta que ni el número de los circulares y los péndulos le pudo salir a Dámaso, y hasta tal punto acusada la del quinto, unida a una congénita falta de fijeza, que Manzanares no se confió nada.

Así que buen rollo de corrida, ya puede imaginarse quien tuvo el acierto de no ir. Sólo nos queda el Niño de la Capea, con el único toro-toro de la tarde, el sobrero, que sustituyó al tercer Osborne, ese cabracho que decíamos, y además tullido y mendicante. El Cuadri, un buen «mozo», muy serio y armado, tenía los pitones escandalosamente escobillados. Después de una violenta salida fue a menos y a la muleta llegó con muy corta e incierta embestida. El Niño de la Capea, a quien no se le puede negar buena voluntad, intentó el derechazo y el natural, y como no eran posibles, y además no sabe hacer otra cosa, optó por aliñar, y mañana será otro día.

La gente, por supuesto, se enfadó mucho con lo que creyó era inhibición y chilló al torero. También chilló a Manzanares en sus turnos, y le arrojó almohadillas cuando abandonaba la plaza. Bueno, pero ya todo es historia. La feria llega a sus últimos capítulos, y no se sabe si serán del toro-toro o del toro medio muerto. Lo que, en definitiva, importa un rábano al público bilbaíno.

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