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Reportaje:

Puigcerdá: un lago rodeado de comercios

Siguiendo los pasos veraniegos de un taxista, acompañado de su esposa y de sus dos hijas pequeñas, llegamos a Puigcerdá (Gerona), el centro comercial de La Cerdaña. Un lago artificial es el sedante contrapunto a la febriles actividades comerciales. Tres tipos de turistas -de paso, estables y vecinos franceses que van y vienen a diario- conviven con una población que goza de un maravilloso paisaje y que tiene fama de liberal.

El marido, desconcertado en un principio, incluso llega a mosquearse un poco, pero luego va y suelta una crujiente carcajada, casi gritándole a su esposa entre risa y risa: « ¡Estos quieren sacarnos en el periódico! » Ella no entiende nada, pensando acaso que es el vino de Cariñena el responsable de esa juerga a cencerros tapados, interrumpida bruscamente por la caída de un trozo de melocotón en almíbar sobre el blanco vestido de lunares verdes de su hija menor, Laura, quien en vano pretende atraparlo con azorados dedos, al tiempo que retira la cara sonrosada muy hacia atrás, temerosa, sin duda, del ritual bofetón ya esbozado: « ¡Te he dicho mil veces que te acerques al borde de la mesa! Pues ni caso. Como quien oye llover... Vais a volverme loca».

Un taxi para Cerdaña

La otra niña, Diana, parece divertirse de lo lindo ante el sainete fraternal, a la par que ahora engulle el helado de fresa con repentinas y hasta pulcras muecas. Pronto sabremos -«si es así, por mí que no quede ... »- lo que él quiere que nosostros sepamos: «Yo suelo cogerme unos quince días de vacaciones. Pero me tomo algún que otro descanso cuando buenamente cuadra. ¡Como yo soy mi propio jefe! Cristina, no, Cristina lleva un año sin trabajar, que antes sí estaba de modista, pero como ya va preñada de tres meses, pues no vale la pena desesperarse, maca, hasta después de que dé a luz. Esta tiene ocho años. Y ésta, seis. Nosotros nos casamos en enero de 1971. Sí, nos casamos relativamente jóvenes: los dos tenemos ahora 34 tacos. Yo ando en lo del taxi, que se está poniendo muy malísimo. Pero, en fin, tampoco es cosa de andar por ahí quejándose. Lo que pasa es que ya no esperábamos tener más críos, pero la vida, maca ... » La bofetada, aunque suave, llega al fin.

Laura ha vuelto a mancharse el vestido, esta vez con un tarro de mostaza. La madre empapa de agua una grandiosa servilleta rojiblanca para frotar las manchas sin gran éxito: «Venga, levántate y vete de mi vista... Tú también, tú también, que me estais dando un día de vacaciones que sólo Dios lo sabe». Laura llora. Diana protesta: «Pero si yo no he hecho nada ... » El padre anda luchando todavía con lo que queda de un cabrito asado. Su intervención evita astutamente el espeso aderezo familiar y viene a nuestro encuentro por el primer atajo: «Esto es el pan de cada día. Ya se sabe, eso de fastidiarse y quedarse en Madrid en agosto no les gusta ni un pelo; luego vas y las sacas por estos mundos y te ponen tarumba perdido. Esto de tener que viajar con tres mujeres a cuestas ... » Cristina se ha calmado. El sonsonete del marido no le causa ni frío ni calor.

Las dos niñas buscan debajo de las mesas chapas de coca-cola y de cerveza. Todos sudamos generosamente en este diminuto restaurante de carretera, próximo a Zaragoza. El añade: «A todo esto, yo no os he dicho que mi nombre es Alfredo. Para lo que se tercie». Van camino de Puigcerdá; hace ya cuatro años que acuden a pasar unos días, por estas mismas fechas, a una pensión modesta de esa localidad de la Cerdaña: «Yo descubrí aquello por un viaje que me salió. Y hay que decir que los catalanes son muy suyos, pero nosotros no nos metemos con nadie ni nadie se mete con nosotros. Además,cuando nos aburrimos y tal, ¡hala!, un víajecito a Andorra, que allí hay un burriqueo de todos los lugares... A nosotros lo que nos gusta de ese sitio es el paisaje. Somos los dos de Avila, en fin, de un pueblo, que yo no tengo nada en contra, maca, pero no veas la diferencia en los campos. Allí está verde todo el año».

Acordamos una cita para el día siguiente en un café de Puigcerdá. El transistor del restaurante, metido entre botellas y banderines, está sonando a tope: «Morir de anior,/ despacio y en silencio, / sin saber / si todo lo que he dado te llegó / a tiempo .... » Diana baila al son que tocan. Laura le dice que está loca. Cristina empieza a recoger cien cosas en un gran bolso verde. Y Alfredo enciende un puro.

Nos despedimos: «Hasta mañana, macas. » Laura pregunta: «¿Vienen con nosotros?» Y lo preeunta tantas tantas veces, que se gana la pobre, al término, otro tortazo maternal. Por culpa de la prensa canallesca.

Al menos, se respira

Por entretenemos demasiado en la visita a la catedral de Seo de Urgel y en beber unos vasos de excelente priorato de Igualada, llegamos al hotel de Puigcerdá cuando ya son las once de la noche. Sopla un viento triunfal.

En la barra del bar del hotel, un camarero aragonés chasquea los labios y en seguida va al grano: « Si lo que queréis es cenar, mal asunto. El comedor ya lo han cerrado. Aquí tienen cuatro cocineros, pero, en cuanto dan las diez, desaparecen como por ensalmo. Así están los tiempos. Hombre, yo, de propio, pues puedo prepararos pan con tomate y jamón, que es lo que aquí se estíla. ¿Vale?» Lo dicho, más cerveza. Y una visión primera sobre el terreno que pisamos.

Dice tenerlo claro: «Lo de la crisis es una verdad.como un templo. De diez anos que llevo trabajando en la zona, éste no tiene nombre. Pero si aquí mismo, que siempre estaba lleno, este verano sólo habrá una docena escasa de pelagatos... Lo normal es que vengan turistas nórdicos, pero éstas son las horas en las que todavía no han asomado el morro. Y hay que tener en cuenta que esta comarca vive de eso, del turismo y del comercio, que es lo que da más leche. Por supuesto, hay personas que pueden desentenderse del problema. Son las que viven en los chalés que están en el barrio del Golf, gente muy adinerada de Barcelona, que tiene pasta para parar un tren y que no pierde el sueño ni aunque se desborde el lago. Ahora, lo que otros años abundaba era gente de paso. Este. año, os lo juro, es flojísimo. Hombre, nunca falta personal en la calle, porque vienen de los alrededores a las tiendas, al mercado de los domingos, a la discoteca, al cine ... » Llaman al camarero desde otra mesa. Regresa sin perder el hilo.

Y cose lo hilvanado: «Eso es lo admirable. Hay tipos que ponen el grito en el cielo cuando tienen que pagarnos setecientas pesetas por una comida. Pero luego sueltan quinientas para entrar en la discoteca.. Y hasta les parece barato. Fijaros en los campings: están repletos. Son individuos, claro, que no tienen recursos; ahora, eso sí, para bingo, discoteca y porros nunca les falta. ¡Es cojonudo! Para ellos es la vida. Aunque suba la gasolina y entrar al cine valga un riñón, ellos siguen tan campantes. Los vicios no hay quien se los quite. Eso, eso es España». Se aleja a preparar una infusión.

Cinco minutos después, sin per derse y de frente: «Porque en un camping, eso lo ve hasta un ciego, lo pasan requetemal. Ahora, en cuanto anochece todos salen de ja rana. Y ésta es una población cara digan lo que digan. Yo no es que vaya de propio, pero cuando voy a Aragón me compro allí la ropa. Incluso es más barata en Seo de Urgel, que está a un paso. Pero hay personas que no se plantean nada Van a Mallorca o a la Conchinchina. ¿Y qué es lo que sucede? Que ir sí que van, porque ponen vuelo baratísimos. Pero llegan allí, muy bien, ¿y qué es lo que sucede? Que tienen que pasarse una semana a dos velas. Esto no lo arregla nadie Ni Suárez, ni Felipe, ni Carrillo, ni Fraga... Ni siquiera el Papa. Ahora, yo estoy contento aquí, que todo hay que decirlo. Gracias a Dios ninguno está enfermo en casa. Y a mí edad, que ya no cumplo los cincuenta, la salud es lo único que importa. Estamos a salvo de la civilización, los tiros aquí no llegan, no hay explosiones de bombas y, además, ¡qué joderse!, se respira».

Se respira.

El paraíso perdido

Ibamos respirando, sí, justo hasta el triste instante en que acudimos puntualmente a la cita y al amigo taxista le dio por animarnos a ir con él y familia a visitar Andorra: «Pasamos unas horas mercando, y nos volvemos rápido. ¿Qué, qué tal la noche, macas? Esto está lleno de francesitas que vienen sólo a eso». Interviene Cristina: «¿Pero qué sabrás tú? Ya estás diciendo payasadas». Diana y Laura juegan a plantar palillos encima de montones de tierra. Miro, no sin alarma, la autorizada mano de la madre.

Horas interminables de estrecha y sinuosa carretera para llegar a Andorra. Es como si de pronto, el paisanaje entero huyese ante el anuncio de que el huracán Allen va a pasar por España. Laura saca la cabeza por la ventanilla posterior del taxi y nos enseña su afilada lengua; su hermana le tira de los pelos. Remolino borroso. Al final de la lenta escapada, estalla una Babel que se alimenta de quesitos suizos; licores franceses, cámaras fotográficas, calculadoras, magnetófonos y relojes japoneses, cafeteras italianas, amén de chucherías de origen más dudoso.

Hubiera sido éste el lugar ideal de nacimiento para la joven y rockera Alaska Pegamoide. Los compradores llegan, insaciables, de todos los lugares de España. Se atiborran de bolsas de plástico, frotan las narices en los escaparates, sacan listas de los bolsillos, atesoran objetos inútiles, encargos familiares, baratijas que brincan sobre el tupido campo de batalla. Una misma cámara fotográfica vale 14.600 pesetas menos si uno se desplaza desde una tienda a otra de al lado. En general, los dependientes conocen al dedillo la sed de los que llegan al trote y, en justa consecuencia, les sirven trastos y desdén a raudales.

Intentar que le hagan a Alfredo el dobladillo en unos pantalones recién comprados es propósito audaz: «Déjelos si quiere. A ver si para mañana se los tenemos. Es que la costurera sale a las doce y ya no vuelve hasta las cuatro». Eso ocurre en los grandes almacenes Pyrénées. Comparle tres camisas en la tienda de enfrente, Primm's, para ver si le hacen el dobladillo a los dichosos pantalones, será tiempo y dinero perdidos, salvo que Alfredo rentabilice las sonrisas afables de la escotada dueña. Cristina quiere apaciguar sus ánimos: «No te preocupes por semejante tonteria. Yo te cojo esta noche el bajo». Abandonamos al taxista y a su familia, enfrascados en tales empresas, hasta la hora del café. Laura y Diana se quedan contemplando unas muñecas que les hemos comprado. Cristina ya ha empezado: «¿Cómo se ...?» Dicen a coro: «¡Gracias!»

Esta es la ciudad del mundo donde con mayor intensidad y prontitud uno tiene los pies deshechos. Es el timo de la estampita a la velocidad del sonido. Un timo jadeante, que reclama e impone una marcha tan sólo apta para atletas y oligofrénicos.

Comer en Andorra tampoco carece de heroísmo, a juzgar por la pinta de cuanto vamos viendo al paso. Por fortuna, encontramos un tranquilo lugar llamado El Faisá. Lleva el negocio un matrimonio de edad media. Ella es de Holanda; él, de Israel. Se extrañan de que dos españoles pidan comida judía: « Los españoles nunca quieren esto.

Puigcerdá: un lago rodeado de comercios

Siempre demandan chuletas de cordero».Reencontramos a Alfredo hecho una furia: «Esta, que no se harta de comprar. Que si la Merche me dijo, que si tía Carmen me encargó, que si mira qué cadenita más mona para las niñas... Y yo, no os creáis, me he dado cuenta ya del robo. Porque, las cosas claras, esto es un robo manifiesto. Oye, maca, no me digas que es normal que una caja de puros que en España te cuesta 1.200 pesetas quieran aquí vendértela por 1.500. Para este viaje no se necesitan alforjas. Y encima se hacen los despistados. Ya se lo he dicho yo a Cristina: nos va a ocurrir lo que la vez pasada. ¿Que qué ocurrió? ¡Menuda gracia! Le llevamos una escopeta a un primo, jugándonos el tipo en la aduana, y luego no quería pagármela el muy cerdo... Porque decía que él la conseguía por mucho menos en una tienda de allí. Y tenía más razón que un santo, que eso es lo más gracioso. O sea, que, encima de cornudos, ladrones. No te digo ... ». El retorno a Puigcerdá es la expulsión motorizada de un paraíso infernal. Pero a cámara lenta, al borde de la desesperación, aguardando el control de los aduaneros y viendo cómo aquellos afortunados viajeros que hacen el trayecto a pie desaparecen en la mítica lejanía. Nunca más.

A orillas del lago

Alfredo y Cristina quieren a toda costa que veamos el lago de Puigcerdá. Todo sea por Diana: « ¡Vamos! ¡Vamos! Y nos montamos en las barcas». Hay barcas, en efecto, y cisnes. En las orillas del lago, grupos de jóvenes franceses y españoles devoran sus meriendas. Hay coches chocones y barracas de feria. Hay niños gabachos que zampan churros que es un placer.

Hay paz. Y se respira, como diría el maño. Aunque, de cuando en cuando, la voz de Julio Iglesias sale de un altavoz. Hey: tortura del verano a lo ancho y largo de la sufrida geografía española, sin salvarse las islas del suplicio.

Pocas horas más tarde conocemos al alcalde en funciones de Puigcerdá, militante de UCD. Le acompaña un concejal del PSC, natural de Jaén, trabajador de la construcción, que no llega a decirnos más de tres palabras. El primero jamás confesará que él ya fue alcalde durante veinte años ni que el alcalde al que sustituye es su propio iriermano. Insiste solamente en que el sustituido es hombre indepencliente. El comerciante que va a aclaramos luego estas lagunas esenciales añade por su cuenta y riesgo: «¿Cómo que independiente? Sí, independiente de los de cara al sol». La parquedad amable del alcalde interino se exitende a otras materias: «Nosotros respetamos todo lo que hay. Se vive bien, no hay desniveles, la población está contenta ... ».

Si se le pregunta si la vida es aquí muy cara, al instante responde: «Siempre lo ha sido». Si uno se sorprende ante la cantidad de pintadas de extrema derecha en las paredes, él aclara: «No las hacen los muchachos del lugar. Vienen de otros pueblos». Si se le dice que cómo hay tan poca gente por la calle, he aquí la justa explicación: «Es el problema de las poblaciones donde no hay industria. El comercio está abierto hasta las ocho de la tarde. Cuando cierran, muchos comerciantes se van al río o a la montaña». Si uno insinúa, en fin, que: no se ve ni leve huella de actividades culturales, lo reconoce sin tardanza: «Eso es verdad. Sólo cuando viene Peret a cantar esto se anima un poco».

Mantener la periodicidad sin perder las raíces

El presidente del Centro de Iniciativas y Turismo, Salvador Torrent Masip, es mucho más locuaz: «De la crisis actual del turismo en esta región tenemos buena culpa nosotros mismos. Hemos tratado al turista como al limón, al que se estruja y nada más. La comarca se ha ido despersonalizando, como suele ocurrir cuando todo se hace con vistas a un tipo de turista muy peligroso, ese que busca cosas tan absurdas como un tablao flamenco en la Cerdaña o que le sirvan paella a todas horas. Poco a poco hemos ido despersonalizándonos. Y, cuando esto ocurre, es el propio turista el que acaba buscando en otras tierras lo diferente, lo distinto. Nosotros vivimos, esencialmente, del comercio, de la ganadería y de la construcción. Esta última está ahora en baja, pero eso es, hasta cierto punto, beneficioso para la comarca. Nosotros tenemos que mantener nuestra personalidad, sin desprendernos nunca de nuestras raíces. Y tenemos que ser más hospitalarios. Porque los montañeses somos demasiado introvertidos. El montañés te habla, pero se guarda siempre una piedra en la faja».

El no parece guardar piedra alguna. Damos una vuelta por la hermosa y serena ciudad, donde escasos edificios dan cuenta desu esplendor pasado. En las carteleras cinematográficas anuncian El acorazado Potemkin y Marcelino pan y vino. Todo un dilema. Y, a lo peor, falso. Muchos jóvenes, franceses y españoles, entran a la discoteca. Al lado está el casino, por cuyas escaleras ascienden algunos solitarios maduros.

Cuando regresamos al hotel, dos turistas avanzan, tambaleantes y abrazados, por un pasillo semioscuro, mientras cantan a todo pulmón: « ¡Que viiiva el toro! » Habrá pocos este verano, pero, como dice el taxista del que acabamos de despedirnos -«no vayáis a dar mis apellidos, macas»-, «algunos es que vienen desatados».

Desayuno violento y comida liviana

Tomando la carretera que va de Puigcerdá a Seo de Urgel, conviene que el viajero se desvíe en dirección a un pueblecito montañés llamado Meranges. El paisaje es allí magnífico. Pero no lo es menos el agasajo que le aguarda si decide comer en Can Borrell. De estar el restaurante muy lleno, espere con paciencia en alguna tascucha cercana. Tal vez así conozca a un cartero que lleva nueve años esperando una sahariana y un par de botas que le prometieron los jefes en la lejana capital.Al llegar el histórico momento en que María Dolores Pijoán y Jaume Guillen le dejen paso libre, entre con confianza en Can Borrell. El éxito gastronómico de esta pareja, premio Internacional de Turismo y Hostelería 1980, lo asienta Jaume en breve frase: «Lo importante es tener ganas de hacer las cosas». Ellos las tienen. Para ofrecernos escudella de pagés, macarrons gratinats al romaní, trinxat amb rosta de cançalada o truita del Segre, entre otros muchos manjares. Puede elegir sin miedo. Todo es excelente. Si por azar o ganas pide usted criadillas, oirá en seguida esta sentencia: «Es un desayuno de violencia y una comida liviana».

Mientras comemos, Jaume conversa con otros visitantes. Habla de ingredientes: «A nosotros nos gusta emplear los productos de la comarca. Pero en España nos está pasando lo que a aquel pintor españolísimo que tenía que emplear pinceles ingleses, lienzos alemanes y óleos franceses. Ahora, hasta. el aceite tengo que comprarlo en Italia, es español, pero lo refinan allí mejor. Hicimos El Quijote. Y nos quedó bordado. Pero... ¿y luego? Hacemos mucho el ridículo. A Lojendio, que es buen amigo mío, hastaFranco tuvo que decírselo: "Eres un español de punta a punta. ¿Pero qué haces quitándole, el micrófono a Fidel Castro a las tres de la madrugada?" Si entramos en el Mercado Común, vamos a ser la coña. Porque nos ha dado por fabricar coches con bidones, cuando lo nuestro son los pimientos».

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