Vacaciones programadas
LOS PROYECTOS que está acariciando el Ministerio de Comercio y Turismo para organizar en el futuro las vacaciones de los españoles entroncan, en buena parte, con la tradición del más rancio arbitrismo patrio y contrastan vivamente con la presunta política liberalizadora de la que se enorgullece nuestro Gobierno.Ahí es nada: los españoles vamos a ser, por una parte, dulcemente inducidos a dejar nuestras playas menos atestadas durante julio y agosto y, por otra, férreamente disuadidos de viajar tanto al extranjero. La primera invitación, seductoramente instrumentada mediante incentivos especiales, se propone apoyar a la industria turística española, que podría ocupar más plazas en los meses de junio y septiembre con el turismo interior y atraer más eficazmente al turismo exterior -decepcionado por las incomodidades y los altos precios de años anteriores- durante la temporada alta, mediante el señuelo de un menor hacinamiento en la costa. La segunda conminación, acompañada de ominosos recordatorios sobre la omnipresencia de los ordenadores del Ministerio de Hacienda, está destinada a que las codiciadas divisas dejadas en nuestro suelo por franceses, alemanes y demás europeos no resulten mermadas por la incontinencia de los ciudadanos españoles que pretendan devolver la visita a nuestros huéspedes.
No es seguro que la buena voluntad que anima a la primera iniciativa ministerial y la aquiescencia de algunas direcciones sindicales o patronales contrarreste por entero ese insufrible tufillo intervencionista que emana de la propuesta. El sistema de los dos turnos de vacaciones, inevitable para las empresas que no pueden suspender sus actividades, produce una baja tan notable de rendimientos,que las compañías en condiciones de hacerlo suelen optar por el cierre completo de los establecimientos para que el personal disfrute de sus vacaciones en un solo turno. La fórmula para que las empresas no caminen a la pata coja durante julio y agosto pueda consistir tal vez en ponerlas a cuatro patas y forzarlas a marchar sólo con tres desde junio a septiembre. Pero esa medida, en cualquier caso, debería ser aplicada primero por la Administración pública, a título experimental, antes de imponerla a la sociedad civil. Dada la plétora de funcionarios públicos, el Estado puede dar ejemplo en la continuidad de sus actividades, creando de esta forma el marco necesario para que las empresas privadas y los ciudadanos, sometidos durante julio y agosto a la dictadura de «vuelva usted en septiembre», se planteen libremente la posibilidad de imitarle.
Como en tantas otras cuestiones, la Administración pública tiene que empezar por ordenar su propia casa, limpiar su patio de desbarajustes e ineficiencias y elevar su productividad. Los ciudadanos harán luego lo que más les convenga. El mes de agosto y, en menor medida, el mes de julio han sido elegidos por los habitantes de esta tórrida península para sus vacaciones no por capricho, sino por algo tan poco susceptible de ordenación ministerial como el termómetro. La sociedad, que ha ido acomodando sus hábitos de vacaciones de forma espontánea, es la única que puede ir cambiando de igual manera sus costumbres. El «calendario juliano» del fallecido ministro Rodríguez es un precedente que deberá tener en cuenta el actual ministro de Comercio y Turismo para evitar que la reglamentación oficial de las vacaciones laborales pueda ser bautizado como el «calendario de Gámir».
Si la propuesta de ampliar a cuatro meses el período para elegir las vacaciones es un tema discutible, el proyecto de castigar a los españoles que viajan al extranjero, para encontrar hoteles y apartamentos más baratos que en su propia Patria o para ampliar sus horizontes culturales, mediante la limitación de la cantidad de pesetas de que puedan disponer en sus desplazamientos és simplemente una insolencia. «Menos viajar y más leer los periódicos» es una frase que se hizo célebre durante el anterior régimen. Lo único que nos faltaba es que el Gobierno democrático hiciera suyo el lema, utilizando controles monetarios, en vez de policiacos, con idéntico propósito.
La perspectiva de un departamento ministerial dedicado a coaccionar a los ciudadanos para que restrinjan sus viajes turísticos al extranjero parece más propia de un régimen del Este que de un país occidental. Las cántidades autorizadas actualmente para esos desplazamientos ni son exorbitantes ni admiten otra modificación que no sea la elevación de su techo. Y no puede sino producir irritación que esa medida proteccionista de nuestra balanza exterior, paralela al. proyecto de extraer el mayor número de divisas posibles a los turistas de otros países, se justifique con consignas patrioteras y se fortalezca con persuasiones ocultas próximas a la xenofobia. Ya sólo queda que el Ministerio déComercio y Turismo nos cante aquello de «como en España, ni hablar» o «cuando besa una española es que besa de verdad ».
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