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Los marqueses de Urquijo, asesinados a tiros en su chalé de Somosaguas

María Lourdes de Urquijo Morenés y Manuel de la Sierra y Torres, marqueses de Urquijo, de 45 y 55 años, respectivamente, fueron asesinados a tiros ayer, de madrugada, en su residencia de Somosaguas. La marquesa presentaba dos impactos de bala, en boca y cuello, y el marqués consorte, uno en la nuca. La hipótesis que se consideraba más probable en las horas que siguieron al suceso era la del crimen por encargo: un reducido número de sicarios, dos tal vez, se encargarían de ejecutar la represalia, que les hubiese encomendado una tercera persona. Al menos no hay indicios de que el móvil haya sido el robo de la mansión ni de la exagerada violencia que distingue los crímenes pasionales directos.

Si se acepta la hipótesis de un crimen de sicarios, la reconstrucción de los hechos es elemental. Una vez aceptado el encargo, los criminales estudiaron minuciosamente el escenario. Se trataba de un chalé de doble planta, señalado con el número 27 en la calle del Camino Viejo, cerca de Somosaguas. En suma, una mansión de ladrillo marrón defendida por un sistema mixto: un guarda jurado, un circuito electrónico de alarma y una cerca se interpondrían entre los marqueses y el exterior. Había que escoger, pues, no sólo el mejor modo de llegar hasta las víctimas, sino el día y la hora que mejor garantizasen una cierta impunidad. Y decidirían matar a los marqueses el día 1 de agosto, cuando los madrileños abandonasen Madrid y dejasen tras sí oficinas medianamente atendidas, calles medianamente vacías y, quizá, grandes mansiones medianamente vigiladas. El 1 de agosto de madrugada, naturalmente. Los esbirros llegaron hasta el chalé a través; de un camino flanqueado por una doble línea de el cipreses que el jardinero ha logrado convertir en sombreros de copa. Habían decidido abrir un boquete en una de las cristal eras posteriores, próximas a la piscina: serían de vidrio endurecido, pero de vidrio al fin. Un diamante o un ladrillo embozado harían la primera parte del trabajo. Luego sería necesario forzar una puerta con ayuda de un soplete y llegar hasta las habitaciones de los marqueses, afortunadamente distintas, pero contiguas. Para la parte final fue seleccionada una pistola del calibre 22, un arma pequeña y femenina cuyas atipla das detonaciones evitarían la necesidad de un silenciador. Porque, a pesar de que los guardeses estarían, de vacaciones, una sirvienta y un caniche negro, que permanecían en la casa, representaban el mismo peligro que una tercera alarma.

Ante el chalé, los sicarios repasarían el formulario de precauciones para neutralizar la alarma electrónica, que alguien, seguramente el instigador, les hubiese proporcionado, y los croquis de la disposición interior del edificio. Alrededor, los pinos, las hierbas secas y altas y la soledad que prefieren los millonarios ligados a las grandes ciudades eran, sin duda, un seguro de vida si había que salir corriendo.

En el orden del plan, el marqués consorte ocuparía el primer lugar de la lista, en previsión de posibles violencias. Si la marquesa oía algo desde la habitación de al lado y se despertaba, sería indispensable forcejear con ella, con una mujer, como mal mayor.

Por alguna razón, Manuel de la Sierra, el marqués, se despertó en el último instante: el pistolero hizo un primer disparo y la bala se incrustó en un armario, pero un breve forcejeo con él permitió asegurar el segundo: el proyectil penetró por la nuca. María Lourdes de Urquijo, la marquesa, fue sorprendida seguramente cuando acababa de despertar. El pistolero apuntó a la cabeza, pulsó el gatillo dos veces y la alcanzó en la boca y en el cuello. Todos los disparos, salvo uno, habían sido mortales de necesidad, que dirían los investigadores posteriormente.

A la mañana siguiente, el vigilante jurado del chalé descubrió a la señora sobre su cama, muerta. El marqués yacía boca arriba y presentaba un hematoma en el cuello. Al parecer lo habían estrangulado. Horas después, a las 12.30, llegaba el juez. Cuando el cadáver fue cambiado de posición se hizo visible el pequeño orificio de la bala en la nuca. El fiscal encargado declaraba después de su inspección que el caso es inexplicable. «No se ha apreciado síntoma de robo. Tampoco ha funcionado la alarma de la casa. Hay un cristal roto en la planta baja, en una ventana sin rejas. En la casa se encontraban una muchacha de servicio y un perro, pero en otro lugar del edificio. En sus declaraciones, la empleada ha afirmado que no ha oído nada». La fuente de mármol blanco negocia ba tranquilamente el agua de cos tumbre en el patio, y un cálido silencio pasaba sobre las hiedras y las columnatas y se escabullía entre los pinos. Para entonces, los asesinos habrían llegado a-un-lugar-seguro y el presunto instigador tendría algo que vale más que cualquier capital. Naturalmente, una coartada.

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