Librecambismo teórico y economía real
En estos últimos días, y tras algunas manifestaciones de carácter proteccionista coincidentes con la publicacíón de los últimos resultados de la balanza comercial, se han publicado varios artículos que -desde posiciones neoliberales- tratan de afirmar las virtudes de la mano invisible y el ajuste automático y condenan a quienes entienden que la producción nacional debe defenderse teniendo en cuenta el desempleo y los problemas económicos presentes.No es propósito de estas cuartillas negar la validez de muchas de las afirmaciones de los pensadores neoliberales. No es su propósito tampoco el entrar en discusiones sobre el grado de proteccionismo que más conviene a nuestro nivel de desarrollo y a la línea de conducta que se ha venido trazando la política comercial española desde el plan de estabilización de 1959. Sería absurdo negar la validez de la liberalización llevada a cabo en los últimos años, y que ha sentado las bases de una economía más abierta y competitiva, que es la que debemos potenciar si queremos que nuestro ingreso en las Comunidades Europeas resulte beneficioso.
Lo que sí parece necesario es efectuar algunas puntualizaciones sobre determinados temas que están presentes en la problemática analizada por los mencionados artículos partiendo de la base de que quienes firman el presente artículo han dejado patente en estas mismas páginas la necesidad de flexibilizar y eliminar intervencionismos inútiles en la formulación de la política comercial española (véase el artículo «El intervencionismo en el sector exterior», publicado en EL PAÍS del 5 de mayo de 1979).
El debate libre cambio-protección tiene en España una larga historia, y no hace falta remontarse al siglo XIX -cuando cerealistas castellanos y andaluces e industriales catalanes y vascos se oponían al librecambismo teórico- para saber que a su entorno se han tejido y destejido discusiones en el Parlamento, se han publicado innumerables trabajos y se han realizado análisis de todo tipo.
Es por ello que no puede considerarse nuevo que en torno a unos malos resultados coyunturales de balanza comercial surja de nuevo la discusión libre cambioprotección si se tiene en cuenta además que las altas cotas de desempleo en que nos movemos, la competencia internacional, espoleada por los bajos niveles de demanda en los mercados domésticos de los países con empresas con mayor capacidad exportadora, y los tipos de cambio de la peseta en los últimos meses añaden nuevos elementos de valoración para la discusión teórica y nuevos temas a calibrar por los poderes públicos y las unidades de consumo y producción en su calidad de actores del proceso económico.
Con todo ello, los planteamientos de discusión basados en la teoría económica tradicional han cedidó mucho de su anterior poder de convocatoria. La ventaja comparativa y otros términos acuñados por la teoría pura del comercio internacional han perdido en la actualidad buena parte de su vigencia, y la propia secretaría del GATT ha visto cómo las reglas que se fijaron en 1947, y que defendían la marcha hacia el libre cambio y la no discriminación comercíal, están hoy, en gran parte, en entredicho. Solamente su denodado esfuerzo y el desplegado por los Gobiernos de los países de la OCDE han impedido un rebrote proteccionista de impredecibles consecuencias.
La adopción del principio de la ventaja sin reciprocidad a los países en vías de desarrollo, las manipulaciones de los tipos de cambio, la inflación generalizada, las prácticas restrictivas de la competencia, el reparto de mercados hecho por las empresas multinacionales, los condicionamientos a la exportación efectuados por los cedentes internacionales de tecnología, los obstáculos no arancelarios al comercio y las prácticas discriminatorias de ciertas conferencias marítimas -tan combatidas desde la UNCTAD- son algunos aspectos que hacen que la teoría de la ventaja comparatíva tenga hoy un valor muy limitado.
La propia práctica de tas uniones aduaneras y de las zonas de libre comercio, creadoras ciertamente de comercio, pero generadoras también de discriminación y de desviación de comercio, ha venido a añadir una nueva problemática al análisis de si un país es proteccionista o no lo es, de cuáles son sus posibilidades de especialización internacional y del alcance de su auténtica ventaja comparativa.
Todo este nuevo marco de vacilación se ha visto complicado en estos últimos a nos por la crisis económica internacional subsiguiente a la crisis energética, por la paradoja de que sectores muy protegidos son fuertemente exportadores y por las dificultades de ajuste de las estructuras productivas que se dan en épocas como la que atravesamos, en que no aparecen sectores en que se generen inversiones suficientes para crear puestos de trabajo y absorber el desempleo que pueda derivarse de abandonar líneas de producción absolutas.
Los propios problemas de balanza de pagos de los países no petroleros se ha venido a juntar a las presiones sindicales y patronales de sectores sensibles, haciendo que sean muy pocos los que creen en el libre cambio tal como se entendía hace unos años.
De todas estas consideraciones se desprende que el debate libre cambio-protección debe plantearse hoy en términos extraordinariamente cautelosos, tanto por la incapacidad de las teorías para dar soluciones válidas a los problemas planteados, cuanto por los fuertes condicionamientos microeconómicos y de economía real que hoy día deben estar presentes en la adopción de decisiones capaces de influir sobre la economía y la sociedad.
Es evidente que cuando entremos en la Comunidad Europea, deberemos prescindir del arancel como instrumento nacional de política fiscal y comercial y es evidente, como decía el ministro de Comercio en la inauguración de la Feria Internacional de Barcelona -el 3 de junio-, que, en algunos casos, sería bueno racionalizar nuestro arancel, pero no es menos cierto que el señor Gámir -ministro y experto conocedor de la teoría de la protección efectiva- afirmaba sin rubor, en el mismo acto, que «nuestro nivel de proteccionismo es posiblemente el más adecuado».
La difícil situación de muchas de nuestras empresas, incluso de algunas de las más exportadoras, debe hacer meditar sobre las posibilidades reales de ir en estos momentos hacia mayores cotas de libre cambio en nuestra política comercial exterior.
Es evidente que las importaciones no son la causa de nuestro desempleo y es evidente que liberalizar favorecería ciertas disminuciones de precios, pero es también evidente que dejar caer sectores por el ajuste derivado de un excesivo movimiento liberalizador añadiría nuevos problemas de financiación del desempleo, que recaería sobre las espaldas de los contribuyentes y supondría un auténtico salto al vacío, en un momento como el actual, en que todos los países dudan sobre el futuro más adecuado de su especialización productiva en el marco de la nueva división internacional de trabajo que trata de diseñarse.
Potenciar una economia capaz de integrarse en la CEE exige esfuerzos de imaginación y entusiasmo para ir hacia un tejido productivo coherente y competitivo, capaz de exportar más, pero nada parece indicar que vaya a llegarse a ello abandonando a las empresas al puro libre cambio.
No se trata, ciertamente, de impedir la desaparición de los fabricantes de obsoletas velas y candiles cuando ya la bombilla y la energia eléctrica están consagradas, se trata, simplemente, de no dejar caer las empresas de ciertos sectores tradicionales -sostenedores de empleo y aun exportadores en circunstancias de mercado y tipo de cambio inadecuados- por defender un muy discutible librecambismo teórico.
Una cosa es el librecambismo teórico y otra cosa muy distinta, en muchos casos, nuestra economía real.
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