En la muerte de Joaquín Garrigues
FUERON MUCHOS los españoles que pudieron contemplar por televisión, durante el segundo Pleno del Congreso del mes de mayo, transmitido en diferido por el monopolio estatal, la sincera y emocionada acogida que tributaron los diputados, tanto del partido del Gobierno como de la oposición, a Joaquín Garrigues cuando hizo su entrada en el hemiciclo, inmediatamente después del discurso del presidente Suárez y antes de la réplica de Felipe González. Las conmovidas palabras del secretario general del PSOE, nada más subir a la tribuna, para saludar la reincorporación a su escaño de un diputado que lo hacía para votar en contra de la moción de censura socialista fueron un inequívoco homenaje a la calidad humana y a la singularidad personal de un hombre marcado ya por la inminencia de la muerte y que había aportado a la vida pública posfranquista cualidades infrecuentes en la clase políticá española.Joaquín Garrigues no era un intelectual, pero sí un hombre inteligente; no era un teórico de la economía, pero sí una persona familiarizada con la gestión empresarial; no era un creador de diseños originales, pero sí un político con el suficiente talento como para tratar de aplicar a la situación española fórmulas ya probadas en ótros países del mundo occidental. Su decisión de volcar su esfuerzo y su imaginación a la vida pública en las postrimerías de franquismo, después de una larga etapa dedicada a la empresa privada, potencióiesa vocación con el conocimiento de los problemas reales de la sociedad española y con el entusiasmo hacia una actividad que culminaba sus experiencias anteriores. Su completo alejamiento del aparato del Estado durante el régimen anterior, con el que colaboraron con pleno cinismo o con torturados sentimientos de culpa algunos de sus pares, le ahorró cualquier trauma de mala conciencia y le permitió demostrar que el compromiso con las libertades y con la democracia no es patrimonio de ninguna clase social y puede ser coherentemente asumído por persona s instaladas en los estratos superiores de la sociedad. La escasez de hombres y mujeres que le acompañaron en su esfuerzo -el propio Garrigues comentó con exagerado humorismo, tras la creación de UCD, que las bases de su partido liberal cabían en un taxi- es tal vez la melancólica prueba del escaso eco que encontró sú mensaje en algunos medios sociales que hoy, oportunista y tristemente, se aprestan a utilizar su honesto recuerdo para sus interesados fines.
Las notas necrológicas suelen pecar siempre de emocionalismo, comprensible por esa dolorosa sensacion que invade a los que siguen vivos mereciéndolo menos que quien ha fallecido, y por la oscura intuición de que los dioses siempre retiran de este mundo a los mejores. Sin embargo, cualquier glosa a la memoria de Joaquín Garrigues se convertiría en distorsionadora si no hiciera referencia a esos aspectos que los historiadores del manana seguramente no podrán recoger en sus análisis, y que se refieren a cosas tan difícilmente definibles como el talante, el encanto personal, la capacidad de diálogo y la disposición para comunicarse con amigos y adversarios. Cabe discutir si la muerte de Garrigues significa a la vez la desaparición de la única alternativa viable, deseable. y digna al liderazgo de UCD y del Gobierno del Estado. Pero, en cambio, resulta muy difícil poner en duda que su fallecimiento ha privado de frescura, ironía, distanciamiento, imaginación y calidad humana a la vida pública española, sórdidamente circunscrita por la pesada monotonía de ademanes, la falta de humor, la engolada convicción de la propia importancia, los méritos documentados en las oposiciones a la Administración pública y la canibalesca disposición a lanzarse a la yugular del colega o del adversario para ganar alguna cota en esa escalada homicida hacia el Everest del poder en el que se ha convertido la política española.
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