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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Addy Ventura

Addy Ventura, emperatriz menor de un bajomadrid preamotinado y guarnicionero, viene todos los años, por el ferragosto, al teatro Calderón y reina -seno venial y potrancamen mundialorro- en un mundo de bares con jugolandia y asteroids, espejos art-nouveau falsificados en el Rastro cercano, matrimonios de anillo gordo para toda la vida, corno eslabón nupcial, y abanicos feos, mariposonas de naftalina y alcanfor que inician su vuelo torpe al etardecer, como el búho de Minerva, desde el armario de luna, para morir frente a las candilejas tristes y alegres del revistón.Addy Ventura, a la que vengo a ver todos los veranos, entre julio y agosto, es la reliquia nacional de un género que ha muerto, la revista, la última gran vedette que todavía hace su trote alegre de caballito femenino con complicados atalajes vagomasoquistas, entre el marqués de la Valdavia y el marqués de Sade, entre el sadismo y el casticismo. Brigitte Bardot de Lavapiés, buena vecindona de la calle Elfo, que le ha dado hijos a un futbolista, como debe ser, que se baña en verano en la playa valenciana de la Pepica, entre los sargazos dominicales del personal y los sargazos de la paella, Addy Ventura es la ltima y la primera en lo suyo, porque Madrid no ha vuelto a dar nada igual ni puede darlo ya un género que tiene torcidas las costuras y sueltos los puntos de las medias. El gentío viene a la revista como sus padres iban a la zarzuela, y Addy Ventura, con su mellita en los dientes y su risa en epidemia por el público, es la mujer/límite que marca, como un leguario legendario, la diferencia y distancia entre Madrid y los madriles, porque de la plaza de don Jacinto Benavente para abajo, hacia Progreso, pierde la cabeza el manhattanismo y comienza un casticismo, sin casta, un costumbrismo al que la tele ha cambiado las costumbres, un madrileñismo al que los alcaldes de los 40/40 le han dejado sin Madrid.

O sea, lo que los editorialistas de porcelana llaman «la horda». La horda, periódicamente, un par de veces por siglo, viene del bajomadrid hasta Progreso, remonta la cuesta que lleva hasta la meseta del Calderón y, ya desde ahí, o hace una barricada, o planea el asalto a la Puerta del Sol, o se mete en el teatro para ver a Addy Ventura, mujer última y adorable, esbeltez solar de niña madura, reinona de un género, la revista, que murió con Franco (aunque en el espectáculo de anoche hicieran chistes políticos, que son los que menos en el público), ¡como con Franco murió el género periodístico Emilio Romero, el género teatral Alfonso Paso, y el género novelístico Gironella. Nunca sabremos cuánto y cómo vivimos de quien nos amarga la vida. Hoy me llega una tarjeta entrañable del adusto y querido Cela. En San Camilo, de C. J. C., «la horda» sube a la ciudad, salvando las barricadas naturales de Atocha y Progreso, 1936, y pide de manera coral y reiterativa que le pone fondo de España y de Historia a la novela:

-Armas, armas, armas.

Así, sin admiraciones ni interjecciones. En un clamor pardo y extenso. En estos días se, vuelve a recordar aquella revolución, no sólo contra el levantamiento de los generales, sino contra la República secuestrada por unos y otros. En ese paralelo caliente de Madrid, en esa raya que una o dos veces por siglo pisa «la horda», «la hidra marxista» de Ruiz-Callardón, abre su sonrisa niña todos los veranos, y su cuerpo solar de gigantea, Addy Ventura, que anoche me cogió la mano con sus manos largas de emperatriz natural del pueblo:

-Gracias por venir siempre a verme.

Pero vengo últimamente con el corazón palentólogo (yo, eterno antropólogo de mujeres), a ver cómo el pueblo de Madrid va perdiendo la fe y la esperanza de pisar la raya, y se remansa al costado casi hípico de su supervedette, que fue nuestra niña bonita y va siendo ya, casi, la madre rubia de nuestro fracaso.

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