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Reportaje:Medio millón de madrileños veranean en la sierra

La crisis ha llegado también a El Escorial, corazón de la sierra de Madrid

«Aquí ya no hay sitio ni para urbanizar, sólo para construír bloques, y máximo tres alturas en parcelas de más de mil metros cuadrados». Una empleada del Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial plantea el problema del pueblo: un término municipal pequeño, donde ya casi no caben más veranean tes. Agotado en casas y colonias de clase alta y familias de tradición, importadas desde 1900. Y sin es pacio para edificar, San Lorenzo se queda sin futuro. Sin posibilidad de crecimiento a los sesenta años, o alguno más, de vivir del turismo.Y mientras, los camareros de restaurantes de primera categoría, de plaza de Florida Blanca, la más céntrica, con pajarita, paño en brazo y uniformados a dos colores, esperan. «Desde hace unos tres años, esto se ha estropeado mucho, ya no es lo de antes», dice un camarero que no quiere dar su nombre; sólo que empezó en el Felipe II. «Venimos a salir, con el base más porcentaje, por 40.000 pesetas en los meses de verano». El Manitas está en la puerta, asomado a la cuesta, con el chorrito de moscatel cerrado, en su bar de pueblo, de mostrador metálico y fotos apergaminadas de otros tiempos, esperando y sin clientes. Porque es la hora del turístico vermú en el Doblón de Oro o en la terraza del hotel Victoria, junto a la carretera.

Y de los casi trescientos parados de San Lorenzo, principalmente de la construcción, también hay de hostelería, a pesar de los veintiocho restaurantes, dos hoteles, cinco hostales, veintiún bares, seis pubs, cuatro tabernas y tres discotecas. Un total de 79 establecimientos en competencia por el turístico dinero.

«San Lorenzo es muy aburrido, sólo es pasear, ir a bares o discotecas. Es casi como Madrid. Pero peor, porque, como nos conocemos todos, no se puede hacer nada», dice la hija del médico titular, trece años, sentada con su prima, de quince, en la valla que encierra el monasterio, en La Lonja, la zona de paseo por donde circula la carretera principal, las motos, y también pasos más gastados, de señores mayores con gorras que blanquean al sol.

«A partir de los trece años empiezan las pandillas mixtas. Te reúnes en la calle de arriba, en La Florida, y a hacer paseítos por allí o La Lonja. A las ocho ya está todo el mundo en la calle. Y generalmente se va a la discoteca El Ojos, porque las chicas no pagan y os chicos, cien pesetas por la tarde. El peor día es el miércoles, que, como cierran el Sing-Sing, vienen todos los macarras del pueblo. Y luego, a las diez, a casa».

Un cierto perfume ultra

Los clásicos bocinazos de manifestacíón de derechas interrumpen la tranquilidad. Camiones cargados de jóvenes borrachos de sangría, celebrando a san Cristóbal, saludan brazo en alto. Un poco más allá, la sede de FE de las JONS. El patrón de los conductores se viste de cintas rojas y amatillas en las antenas de los coches. Y la procesión, en San Lorenzo, se hace de derechas.

Un coche azul de ventanillas automáticas se para. A Guadarrama. «Aquí venía yo a hacer los entrenamientos de guerrillero de Cristo Rey», dice el conductor mientras pasamos por la Academia de Policía Nacional. Es gerente de una multinacional americana de productos de mantenimiento para talleres que vende en algunos pueblos de la sierra. Y en San Lorenzo se encontró sin clientes: estaban en los toros, en la plaza de granito, celebrando a san Cristóbal. Sólo vio a Valentín. «Majo Valentín, y de los nuestros».

Fundada en 1786, Casa Geromini, en Guadarrama, una tienda de ultramarinos, da la bienvenida. Y quizá sea lo único que dé aspecto de pueblo a ese amasijo de casas, a ambos lados de la carretera, que es la entrada a Guadarrama. Sin plaza principal o quizá la misma carretera. Decorada en bares, de paso, refresco y carretera hacia Madrid. Porque Guadarrama también tiene muchos bares, más de cincuenta, aunque no tantos como San Lorenzo. Ni tampoco hoteles de lujo, algunos hostales o habitaciones alquiladas en casas particulares. Pero se usan poco. Porque sólo llegan veraneantes. Algunos propietarios que tienen su apartamento, generalmente de cuatro millones en adelante, o algunos, en minoría, chalé, y más caro, a partir de seis millones. Otros, la mayoría, alquilan, a unas 60.000 pesetas de media para los dos meses fuertes de verano. Sólo en cines igualan ambos, uno en cada pueblo.

«También hay un servicio noctumo, que hacemos diariamente de dos en dos. Estamos en nuestras casas y el vigilante nocturno nos avisa en caso de que haya servicio, aunque no suele haber muchos». Y en Guadarrama todavía no se han producido atracos a taxistas ni a tiendas, sólo a chalés. Y de única vigilancia, dos municipales y un Land-Rover de guardias civiles patrullando por las noches. Que les pilla cerca, porque la escuela está en el mismo pueblo.

De vuelta a la parada, y justo enfrente, la tienda de Isidra. «Y con ése nombre, fijate si seré madrileña, que en este pueblo los veraneaiites se creen que somos menos que ellos, y nosotros también pertenecemos a Madrid». Y, por si acaso, grita a uno de sus hijos: «Más rápido, que estamos en Madrid». Liado entre perfumitos, horquillas, cazuelas, botijos y artesanía. Un poco como tienda de souvenir abaratado en la sierra. Y sin ingleses.

«Yo antes sacaba unos cacharritos a la calle para que la gente los viera y comprase, pero el alcalde, yo no sé si será socialista o de UCD, lo prohibió. Que nos cobre lo que sea, pero que nos dejen sacar los cacharros que en Benidorm los ponen fuera», dice Isidra. Y de esa ,venta doblada en temporada compró el piso nuevo, de tres millones, y mandó al hijo mayor a estudiar a los Salesianos, en Madrid; a los otros, como no tiene dónde colocarlos, los tiene en la tienda, con su madre.

Veraneantes y residentes: las eternas diferencias

Y como atractivos veraniegos en Guadarrama, Isidra enumera: «Tenemos la piscina municipal, que cuesta 175 pesetas en festivos y noventa en diario, con abonos especiales de 1.800 durante todo el verano, sólo para empadronados. También están las de las urbanizaciones, pero en esas no te dejan entrar, a no ser que vayas con alguien de allí, y en Guadarrama, los veraneantes no se arriman a los del pueblo». Y Carmen, diecisiete años y del pueblo, adosada también al banco de piedra de justo enfrente de la tienda, continúa: «Y discotecas, hay tres: una, que es un salón de baile, en el centro, que cuesta cien pesetas a las chicas y 175 a los chicos. Antes, nosotras pasábamos gratis, pero ya no. Y luego, La Cabaña, que van más los del pueblo, y La Ragazza, que es de veraneantes. Y dos pubs, uno con cine y otro con filminas, y los dos con música».

Y mientras siguen en el banco viendo pasar la tarde, en medio de lariada de coches pasa un Dos Caballos. Capota y chicas aireadas al viento, en una imagen un poco desmejorada de rubias de la costa publicitarias de sangría a go-gó e interminables promesas, con las melenas revueltas para la panfletada turística de la sierra. «Toros en Keeper, porrones de vino, tortilla de patata, bailes típicos canciones del país, toros bravos, toreros valientes..., y a las dos, el gran chupinazo, imprescindible atuendos típicos».

El autocar de Lima para en un descampado de Collado-Villalba, una montaña de torcidos caminos hechos por los pies, sube al puente; a dos kilómetros, el pueblo, y a uno, la estación. Y allí, el movimiento. Y ningún aspecto a pueblo. Sólo una inmensa calle, calle del Generalísimo, abierta en coches, casas altas, tiendas, en un desangelado parque de cemento bordeado en árboles raquíticos, mientras los supermercados y los bares se repiten.

«En el puente el Herreño cogía yo cangrejos», dice Lorenzo, fontanero, «y cazaba perdices, conejos, liebres. Pero ahora nos trajeron el agua hace quince años y ya sólo hubo urbanizaciones viviendo en Villalba».

Y calle del Generalísimo arriba, pasando el río, remansado de fango y vertedero, donde juegan los niños de campo sin espacio, se llega a la plaza de Honorio Lozano, «en honor a un sacerdote, lo mejor que hemos tenido». Es la zona de los bares: Charlot, Leyton -más fino y de moqueta-, el Mirador... El Quinto Infierno, Boticelli, dos de las cinco discotecas. Y el quiosco Perico, con diecinueve años de servicio y de los primeros, de cuando no había nada, con los hierros parados, sigue vacío y sin peticiones de perritos ni chuletas a la plancha. Y más abajo, Chapas, lleno de música y jóvenes que bajan de Moralzarzal y de otros pueblos, buscando lo modemo. Encerrados en copas y luces artificiales, mientras un sereno atardecer pintado en colores claros de acuarela, poco a poco va muriendo. Y más bares, 150 en Villalba. Como Harry's, otro de veraneantes, levantado en medio de casas ganaderas, de suelo de tierra y ni alisado, en una calle estrecha y polvorienta.

A tres kilómetros, el pueblo, desde la estación. Y aparece la plaza del ayuntamiento desolada de gente y coches, de ruidos. Aislada del ajetreo de los 50.000 veraneantes que salen a las ocho. Casas pobres y de piedra la rodean, de cuando en el pasado Villalba era la ganadería y las canteras.

Y un poco más abajo, Los Bohemios, un bar de gente del pueblo, de jóvenes de profesión camareros, metalúrgicos de Made o trabajadores de la construcción. Y el sitio es una mezcla extraña de pósters de Marilyn Monroe, con fotos de toros y fútbol, de buen aparato que desentona con la barra, mientras se oye a Bob Marley. Mezcla quizá representativa del proceso de Villalba, de pueblo cincuenta veces aumentado en cinco años, agobiado entre «lo propio» y «lo impuesto» por los madrileños importados.

Una estrella de Navidad en Robledo de Chayela

Tren Madrid-Avila. Después de Zarzalejo, parada en Robledo. Y el coche de León Alvarez, conexionado con el horario de trenes, espera en la explanada polvorienta, detrás de la única casa que compone la estación. A Robledo, tres kilómetros, trece pesetas, más barato que Transportes Herranz de El Escorial. Y de paisaje, los chalés subidos a la montaña, y las curvas, entre las jaras florecidas.

Y ya en el centro de Robledo, una estrella de Navidad en plena temporada veraniega, desde lo alto de la casa consistorial lo anunéia. Fija y quizá esperando con todas las bombillas al completo un encendido de sol. Arriba, la estrella, y abajo, enlosada de cemento, la fuente del pueblo, con sus chorritos y las cuatro farolas que la adoman. Donde hacen cola todos los botijos del pueblo, a pesar de tener el agua en casa, desde hace diez años, depurada y clorada, pero con sabor a vertido de vacas de Las Navas.

La puerta de madera del ayuntamiento está cerrada. Al lado, Biblioteca Municipal, Centro Provincial Coordinador de Bibliotecas. Entre boletines oficiales, el bibliotecario levanta la cabeza. «El alcalde no vendrá hasta las siete o las ocho, está trabajando en la ba

La crisis ha llegado también a El Escorial, corazón de la sierra de Madrid

se». Sentado en una sillita pequeña de escuela, en torno a una mesa redonda de párvulos, canoso y pulcro, gemelos y escudo «de club de deportes, de los antiguos del Frente de Juventudes», cortés, se ofrece.«Aquí tenemos 3.000 volúmenes, todo el Espasa y cien socios que, como no hay irregularidades, se llevan los libros a sus casas. No, los veraneantes no visitan la biblioteca». Y en el último estante, tres inmensos retratos: Franco y José Antonio, amarilleados con los años, y en el medio, los Reyes, en lo alto, y los tres, de presidentes honoríficos. «Piscina no tenemos; pero cines, dos: La Chopera, en el club Chavela, y otro en el centro, Cinema León. Los dos, de Antonio León. Bares, diez, y dos pubs modernos, y una discoteca, Penélope; pensión, una; y de comidas, tres; uno de ellos del ex alcalde», donde en septiembre de 1977, según testigos, un sereno agredió a palos a un vecino y murió. El sereno fue detenido y al poco tiempo devuelto al trabajo.

«Aquí estoy tres horas y gano 6.600 pesetas al mes, pero también trabajo en la Cámara Agraria de Valdemaqueda». A mano izquierda de esta sorprendente biblioteca, una televisión que no funciona, y en el rincón, entre penumbras, una imagen de La Milagrosa sobre un improvisado altar de mesa, envuelta en bandera roja y gualda, limpia y nueva, cuidada más que el icono sin ni siquiera flores de plástico como adorno.

La finca de Primo de Rivera

El general Primo de Rivera tenía una finca cerca de aquí, la llamaban «la finca del general». Un caserío enorme de 1. 106 hectáreas. Y en la estación se construyó un apeadero, un kilómetro antes para que se apease el general. Por aquí también pasaron el marqués de La Viesca, el marqués de Silvela. Como habla abolengo venía mucha gente a Robledo, como el padre de Raimundo Fernández-Cuesta, médico del general, que hacía noche en «la casa de las laderas». Impresionado de abolengo continúa con el árbol genealógico de los Hohenlohe de El Quexigal, mientras el reducido espacio bibliotecario se enrarece de fantasmas de otros tiempos, de datos y más datos de títulos nobiliarios degustados en saliva placentera de pronunciación casi beata.

Y después de los fantasmas, el sol. Abrasado en siesta veraniega y sin aire. En el bar Plaza, o en el Sevilla, en la misma plaza del ayuntamiento, jugando la partida se localiza al alguacil. Pero no está .Y la indicación hacia su casa es mímica, porque la mayoría de las calles no tienen nombre, o se saben el pueblo sin los títulos. Y de camino el pueblo está desierto, sólo las mujeres cosiendo o escurriendo la ropa, teñido de calma y silencio que hasta los pájaros respetan.

«Veraneantes aquí, unos 6.000, y no hay alquiler, porque no hay población flotante. En verano nada más vivimos los de aquí y los que tienen su chalé». Y de futuro, la emigración; porque la construcción está parada «porque no se vende, pero las urbanizaciones no están a tope, aún hay parcelas, sin edificar».

Porque en Robledo, como en otros pueblos de la sierra, ha llegado ya la crisis del turismo madrileño, o la estabilización en su chalé y sin nueva demanda.

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