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Reportaje:

Cercedilla "importa" veraneantes madrileños desde 1910

En Becerril de la Sierra ya no suenan las campanas. Hay un nuevo sonido. Un reloj musical que marca los cuartos, las horas..., el transcurrir del tiempo, que se hace más largo y plácido en este pueblo de la sierra, que incluso se detiene unas horas durante la siesta, cuando las calles se vacían y sólo los niños pasean, en bicicleta o a pie, y al hombro el improvisado rifle de madera. Siestas de calles tranquilas, dormidas al sol, mientras algún obrero vestido en mono azul pañuelo de cuatro nudos a la cabeza, continúa amasando el agua y el cemento.Horas también de mus, de partida en el bar Mariano, donde el ayuntamiento, o en Las Fuentes de penumbra. y humos de cigarro en bares silenciosos y poco hablar. mientras las mesas de hombres so los barajan las cartas. Partida también para mayores en el restauran te, bar y piscina Las Terrazas, junto a la carretera. Pero hoy se ha interrumpido pronto. Se ha muerto Cándido. Y a las cinco ya están todos en el patio de su casa, lleno de vecinos que se han puesto la corbata, en un homenaje sacrificado de calor y duelo. Los hombres, primero; las mujeres, detrás y del brazo. La caja abre el paso, mientras la calle Real se viste de entierro.

El autocar de La Madrileña, e único transporte, está a punto de llegar. Pero los casi 2.000 vecinos siguen circulando. Despacio, sin aligerar el paso, sin ni siquiera interrumpirles los coches, lentos y por todo el Pueblo, como se merecía el vecino.

Porque Becerril de la Sierra, a pesar de los casi 20.000 veraneantes, repartidos en chalés y doce urbanizaciones, de esas fachadas de tiendas, nuevas e incluso una, galería comercial, sigue siendo un pueblo. Y continúa con sus costumbres de tiempo musicado e horas para todo. «Aunque ya no nos conocernos aquí como hace veinte años», dice el alcalde. «Yo antes conocia a todos los veraneantes, y ahora, no ». Antes, cuando llegaba el madrileño y encargaba su chalé, barato como los 180 del Tomillar, adosados y con jardín que costaron 170.000 pesetas. Tiempos de metro cuadrado a peseta hace años, más de treinta. De cuando dejaron las vacas y las canteras y empezaron a levantar casa alrededor del pueblo. Con sus manos, las proplias y las encargadas. Y a alquilar, o para cuando el hijo se case. «En Becerril, el que menos, tiene una o dos en alquiler, 150.000 sin piscina o 200.000 pesetas con ella, aunque también encuentras por 60.000 pesetas». Y para todo el año.

"En Becerril no se ha enriquecido nadie"

«Pero aquí quienes han ganado han sido las urbanizadoras», dice el alcalde; «del pueblo nadie se ha enriquecido: todos seguimos trabajando, incluso el constructor más antiguo». Aunque ya menos, porque la construcción va remitiendo y tiene casi cuarenta parados, y también está floja la hostelería. excepto los bares modernos Jagger, El Bidón, Trizas, con su escudo nobiliario blanqueado de restauración, El Botijo, el antiguo salón de actos del pueblo, ahora asombrado de actuaciones en directo, y la discoteca. Porque los tiempos de las excursiones a pie al Alto del Hilo, a la Maliciosa, con la gaseosa de fabricación serrana, o los juegos «del penúltimo paga», con los porrones de cerveza, de vino abocado, de cerveza con lima en el patio de losa de Las Cuevas, han quedado atrás. «Ahora los jóvenes no salen de los bares», dice Angel Leiro, de veinticinco años, que venía a Becerril desde pequeño, que ha puesto un negocio de motos y se ha quedado, «o ni siquiera aparecen, como los de la urbanización San Jordi, la de nuevos ricos que cogen el deportivo o la moto gorda y se van a Keeper».El reloj marca las siete, y la tarde se despierta. Los niños veraneantes, de pantalón corto y «adidas», se sientan en una esquina del parque de la calle Real, entre polos, peleas y «¿a tí te gustan las chatas?». Con paseos al caño que atraviesan las avispas. En una esquina compartida al otro lado, por los viejos, silenciosamente entretenidos en ver llegar los coches al único aparcamiento, o en los paseos del municipal, levantado en pie de autoridad y poco tráfico. Gente que se saluda y matrimonios del brazo a la partida en Mirasierra. La tarde empieza.

Y enfrente de la iglesia, del nido de cigüeñas, los jóvenes del pueblo se reúnen. Donde los coches de choque. Y aparte. Separados de los juicios de «un señor que viene de ordeñar las vacas y se pone el chándal, pero que no hace deporte ni es su personalidad», dice Angel Leiro. y continúa: «O ese otro chaval de aquí que ha prosperado y se montó una cadena de gimnasios en Madrid. y viene aquí con la moto más grande a ver si liga», de la marginación de clase que se burla.

Calle del Hilo, de la Maliciosa, nombres de homnaje a sus montañas. Y cerca, una granja avícola: Angel Cuadrado, 2.000 gallinas. Huevos frescos, unos 1.000 cada día, vendidos a precio de mercado. «Pero hace falta gustarle el campo, Porque si no este trabajo es Imposible de soportar», dice su mujer, Alicia López. «Saldríamos mejor vendiéndola y metiendo el dinero en el banco, o haciendo chalés; unos ocho nos saldrían. Ya hemos hecho dos, que nos rentan 140.000 160.000 al año; pero la granja nos da pena venderla», dice, mientras sigue barajando cifras de mayor rentabilidad, a interés fijo en el banco. De capitalito y nueva clase enriquecida con los madrileños y los años. De un pueblo prosperado en casa, coche, tienda o bar, aunque todavía conserve algunas vacas.

Y ya casi al anochecer, poco antes de que el perfil de las montañas se haga casi transparente, de que el urbanizado valle madrileño se encienda en luces, miles, casi tantas como la capital y apenas esparcidas, Becerril también va oscureciendo. Pero algo lo descubre desde cualquier punto de la sierra: Cerro Blanco, urbanización en tres apartamentos que rompe su paisaje planó de chalés. Y lujo.

Una "ciudad" llamada Cercedilla

La imagen de pueblo pequeño de Becerril ya se pierde en Cercecilla. Una casi ciudad que se viste de tráfico en la tarde de sol y sábado. Abrumada de coches, que cuatro municipales desvían hacia el aparcamiento, porque el centro, en área de un kilómetro, está cortado.Y a pie, a pocos metros, se llega a la plaza del pueblo, alargada y casi una calle apenas ensanchada donde el ayuntamiento. De 1876, dice la placa, y las campanadas del reloj envejecen más el tiempo. Las terrazas de los bares, a pesar de lo temprano de la hora, las seis, están llenas, especialmente de gente joven. Y quizá para ellos esa música ambiental, un poco distorsionada, que sale del ayuntamiento (Let it be, Satisfaction), interrumpida sólo por una voz megafonada: «Se ruega a coche matrícula de Madrid... que retire su vehículo». Un nuevo servicio de improvisada comunicación, y rápida. Quizá de poco alcance, o suficiente, porque todo el mundo está en la plaza.

Y tranquilamente discurren parejas jóvenes, llevando el cochecito o a niños pequeños que andan sueltos, sin necesidad de mano, y a si¡ paso. También chicas jóvenes, cargadas con botellas de vino y limonada para la festiva sangría, carminan esperanzadas de sábado y del brazo. «A partir de las once, gran verbena, organizada por la sociedad de mozas y amenizada por el conjunto ... ». La voz se hace publicitaria, mientras un tranquilo mulo , vacío ya de arado, se deja llevar por la soga hacia 4,-1 descanso.

Pasan las horas y el suelo de la terraza se va llenando de cáscaras, de costumbre de pipas de girasol, automática y de verano. Y mientras, dos chicos, de unos dieciséis años, en la penumbra de la casa consistorial, se lían un «canuto» y, de camino hacia el bar, lo van rematando en filtro. «Yo, en Cercedilla, fue donde me enteré de lo que era el hachís», dice Eugenio, veintidós años y antiguo veraneante, «hará unos once años, cuando en Madrid apenas se conocía y aquí ya se fumaba». «A partir de las once, gran verbena ... », la megafonía, incansable, sigue repitiendo.

Han caído las ocho, y todo Cercedilla, 4.000 del pueblo y más de 50.000 veraneantes, y toda la población flotante de fin de semana, ya están en la calle, paseando. Y, calle principal arriba, El Colonial, con sus partidas de dominó y mesas antiguas, de clientes de años, ya envejecida. Y casi enfrente, el de los jóvenes, pastelería-bar Los Tunos, horchata, leche merengada y blanco y negro. Y bastante más abajo, Creperie Bretón, el último lujo envuelto entre maderas. Pero antes, el parque., cuidado y con columpios, escarpado en una cuesta que presiente la vista, pero sólo Madrid difuminado en casas de valle urbanizado, aparece como encanto. Y la verbena en el parque. Los farolillos y las luces ya están colgados, nerviosos de chispitas, mientras el jardinero, imperturbable, se lía un ideales despacito, lo enciende y queda ese modo de fumar de pueblo, de cigarro envuelto en dedos, acilindrado entre el pulgar y el índice, y el meñique tan útil para romper la eterna ceniza de los ideales.

Y ya cayendo la tarde, cuando el pueblo huele a aire y a madera, llega la hora de los bares. De tapitas, caracoles y gambas, en los más de cien de Cercedilla. Y en los otros, de los modernos Chicle y Week-End, para los veraneantes, y El Mono, la discoteca, a trescien tas, para los del pueblo. «Week-End es como nuestro re ducto», dice Jesús, veintitrés áños, veraneante de pequeño y ahora sólo los fines de semana. «Aquí venimos los de toda la vida; hay gente incluso que tiene treinta años, y aunque todos decirnos que no's aburrimos, seguimos viniendo». Y el nido de golondrinas, perdido entre las vigas. restauradas del pub, sigue presenciando los líos de pa rejas, de caras poco renovadas en los años. Porque en Cercedilla los vera caras poco renovadas en los años. Porque en Cercedilla los vera neantes, en un 80%, son gente fija y antigua, importada desde 1900, con la inauguración del tren Madrid-Segovia.

Y de subida al Week-End, una moto se cuela por una calle de circulación prohibida. Y el municipal vigilándola. Parada. «¿Qué pone esa señal?». Parsimonioso, la chica detrás, baja el conductor: «No sé, con las gafas no veo». Se quita las Reyband, sostiene la mirada; el guardia suaviza el tono, y un consejo. Y ni siquiera los papeles. «Es lógico», dice un veraneante de los arremolinados, «porque viven de nosotros». Y el pueblo también lo ha asumido. «Las relaciones tienen que ser cordiales », dice Mariano, uno de los propietarios del negocio familiar Casa Longinos, restaurante, bar, pensión, de bastante más de 200.000 pesetas de caja los fines de semana, «porque se vive del señorito que viene a construir, que viene a comer, que quiere un mecánico ... ».

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