Las horas que hieren y las que matan
Antes de las elecciones de 1979 se ponderaba ya la necesidad de formar una mayoría parlamentaria con suficiente holgura para gobernar. El presidente del Gobierno y de UCD consideró, sin embargo, que los caudales electorales de su partido, traducidos a cifras de diputados, bastarían para obtenerla y desdeñó las ofertas que hizo Coalición Democrática.Después de las elecciones del 1 de marzo, y a la vista de que los votos obtenidos por UCD no bastaban siquiera para la investidura presidencial, con votos prestados por Coalición Democrática y por el Partido Socialista Andaluz, no fue, ello es obvio, sino una mayoría circunstancial, aplicada a ese caso concreto: determinar que el señor Suárez .quedaba e pluribus unum.
Cumplido, pues, el trámite de investidura, la elección podría haber sido aprovechada por el principal beneficiario de aquélla. No lo quiso, aunque a la vista estaba que era imprescindible para gobernar obtener una mayoría estable. Prefirió la tesis de apoyarse hoy en un grupo y mañana en otro para sacar adelante proyectos de leyes en votaciones reñidas y comprometidas. Ello equivaldría a adoptar líneas sinuosas, contradictorias, de incoherencia flagrante, y, a renunciar al trazado de un plan concreto de acción y de gobierno. Esta política fue la que adoptó el señor Suárez.
La realidad de la moción de censura y de sus resultados se ha impuesto, no obstante, a vaivenes y sinuosidades coyunturales. El señor Suárez, con su estrategia de negativa a formar una mayoría estable que, mediante pactos formales, apoyara un plan concreto, ha estado -y sigue estándolo- a punto de provocar la formación de otra mayoría: la necesaria para obligarle a dimitir. Quienes piensen que ese riesgo quedó superado y conjurado con el desenlace de la moción de censura cometen un error mayúsculo. Lo que ha quedado en evidencia es la vulnerabilidad y fragilidad del presidente actual.
Yo no dudo que al señor Suárez le agradaría verse libre de pactos y compromisos; esto es, gobernar exclusivamente con los votos de dóciles y disciplinadas huestes parlamentarias. A cualquier presidente le viene siempre bien el respaldo mayoritario del Parlamento; cuando esto se produce, el Ejecutivo va como una seda, sin trabas de ninguna especie, y la oposición queda relegada al pataleo. Pero una cosa son los buenos deseos y otra las matemáticas electorales. Estas han impuesto una realidad insoslayable. De acuerdo con esa realidad, que se muestra a las claras en el hemiciclo, hoy por hoy gobernar es pactar, hasta que una nueva consulta electoral altere sustancialmente las cifras y, en consecuencia, se refleje en las Cortes otra realidad distinta.
Elecciones o pactos
A tenor de la cera que arde, existen dos formas de obtener la mayoría estable necesaria para gobernar: convocando unas elecciones, de las cuales podría surgir esa mayoría -o no-, o formándola mediante pactos con las fuerzas tal cual se hayan representadas en las Cortes. Otra tercera vía es no hacer lo uno ni lo otro, sino mantenerse al pairo, como hasta ahora esta última actitud. Ya se ha visto que no sirve para una acción de gobierno; si el presidente Suárez persiste en ella conducirá irremediablemente a su defenestración apenas una moción de censura (acaso precedida de una resolución de su propio partido) aparezca encabezada por otro candidato perteneciente a fuerzas ideológicamente afines al actual sector gobernante. En esto mismo, por otros caminos, desembocaría una moción de confianza, que por eso el Gobiemo no se atreve a presentar.La hipótesis de una nueva mayoría surgida de otras nuevas elecciones es problemática; la obtenida mediante el pacto con fuerzas existentes en el Parlamento actual no es ninguna entelequia, podría hacerse realidad inmediata.
Claro está que para este esquema de entendimiento no existen tampoco más que las dos tendencias clásicas: hacia la izquierda o hacia la derecha. Las opciones de izquierda están vedadas al señor Suárez no sólo por voluntad expresa de los sectores socialista y comunista (y ya es sabido que cuando uno no quiere dos no pactan), sino porque el acuerdo con ellos implicaría la escisión de UCD por su costado derecho. Privado el presidente de ese apoyo, se encontraría prisionero de quienes; manejándole como un instrumento, le bajarían del sillón cuando dejara de serles útil.
Al costado de UCD existe un sector, el que capitanea Manuel Fraga, que ha proclamado públicamente cómo está un 80% identificado con la idea centrista. De manera que la salida natural y lógica para un Gobierno en precario como es el de UCD actual seria un pacto o entendimiento formal con ese grupo que permitiera el respaldo permanente al Gobierno no sólo con esos votos, sino mediante la adopción de una política que es, indudablemente, compartida por inmensos sectores de la población española, por la real mayoría.
La dificultad aparece cuando las tensiones existentes en el seno del propio partido gubernamental se concretan en la amenaza: «Yo me iré por un lado si Fraga entra por el otro», ha dicho al respecto el señor Fernández Ordóñez, y acaso otros han pensado lo mismo sin decirlo.
Vuelven, pues, las matemáticas electorales a aparecer sobre el tapete, ya que no hay números mágicos y todo gira en función de 350 diputados y de las mayorías absolutas y simples que de esa cifra se obtienen. En votos populares los del señor Fraga se cantan en números probablemente acrecidos con motivo de su acción tesonera y de sus últimas intervenciones públicas. En cambio, los de aquellos sectores o personas que presumiblemente se disgustarían con el entendimiento de UCD y Fraga, ¿que caudal de votos representan?
De un modo fehacientemente comprobado no representan en rigor más que tendencias de la sociedad cuya magnitud no se ha contrastado en votos populares. Quienes dicen representarlas son diputados no en virtud de esos respetables votos, sino por haber encabezado listas de UCD, y nadie ignora, ni siquiera ellos mismos, que el primero de lista de UCD tenía garantizado el escaño. Nunca se atrevieron a ir en solitario. ¿Por temor al fracaso? La verdad es que los presuntos titulares de una capacidad de convocatoria electoral determinada no pueden invocar, como lo hace Fraga, el respaldo de ningún millón de votos populares.
¿Cuál es entonces el arma coactiva que algunos están empleando para obstaculizar la formación de esa mayoría que todos sabemos es indispensable para una coherente acción de gobierno? Pues muy sencillo: el voto parlamentario. Es el voto que les regaló el poder, al salir diputados en listas por provincias que les señaló el poder. Ese voto parlamentario, unido a una nueva moción de censura, puede dar al traste con la presidencia del señor Suárez. La precariedad de apoyos con que éste cuenta es de tal calibre que una docena de votos de su propio partido, unida a los que la moción de censura demostró que no estaban a su favor, derriban el castillo entero.
El panorama evidencia la llegada a un punto muerto, en el que la salida, cualquiera que ésta sea, al implicar corrimientos a favor, los implica inmediatamente en contra. Y aunque las opiniones en cuanto a la magnitud electoral de tales corrimienios son forzosamente subjetivas, los reflejos en la actual Cámara se pueden presumir y contar uno a uno.
Pero tambíén está prisionero de otras realidades inexcusables: las expectativas y perplejidades de las masas votantes; la desilusión de los españoles que constituyen la masa sociológica donde la nueva mayoría puede encontrar su apoyo; la inoperancia de los sistemas en vigor, incluido el que somete la acción del ejecutivo a esas tensiones de los partidos; el descrédito progresivo del Gobiemo y aun de la democracia; la vigencia de las ideologías; el horizonte económico, con sus secuelas de paro obrero y de ruina empresarial; el terrorismo, los disparates autonómicos ... ; la imposibilidad, en fin, de continuar con la contradicción permanente si se quiere la solución a todo ello hay que ir al pacto.
El cuadro es tan claro que con Suárez o sin Suárez podemos resumir este comentario a predicciones sobre hechos posibles lo mismo que sobre acontecimientos deseables. Los primeros son tres: seguir en el desgobierno y el caos, acentuándose cada día uno y otro; pactar con lo que hay; buscar la nueva mayoría en las urnas. La opción deseable en el momento de la verdad salta a la vista: obtener la mayoría dentro del actual esquema parlamentario y, en consecuencia, a través del entendimiento con las fuerzas «ochenta por ciento afines». Todo lo qué no sea esto es un suicidio. El momento de la verdad se muestra tan inexorable como esas horas que tienen marcadas en latín algunos antiguos relojes: Vulnerant omnes, ultima mecat, Todas hieren la última mata.
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