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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mal francés

LA «PAUSA giscardiana», que equivale de hecho al veto francés en el Consejo de Ministros de la CEE para el ingreso de España en el ámbito comunitario; los salvajes asaltos en el mediodía francés a los camiones españoles que transportan frutas y legumbres para los mercados europeos; los acosos de la marina de guerra gala en los caladeros del Cantábrico a nuestros pesqueros, dotados de licencias comunitarias, y, finalmente, la consagración como santuario del departamento de los Pirineos Atlánticos para los terroristas de ETA están sobrecargando el ambiente y creando un pesado clima en la opinión pública de nuestro país.Nadie debe considerar positivo que afloren en nuestro país, de nuevo, vetas de patrioterismo antifrancés, estrechamente vinculadas con corrientes de pensamiento profundamente reaccionarias. La cultura española ha sido enriquecida, a lo largo de toda su historia, por las contribuciones de la inteligencia y de la creatividad francesas. Y, a su vez, Francia ha acogido y prohijado a muchos de nuestros compatriotas que tuvieron que cruzar la frontera para poder trabajar en libertad y para lograr que su obra fuera reconocida.

Ahora bien, es evidente que los Pirineos siguen separando, no sólo geográfica, sino también espiritual y políticamente, a dos Estados y a dos sociedades que, aunque condenadas a enfrentarse, tienen numerosas razones para soportarse y buscar vías de acuerdo y entendimiento. Se diría que las relaciones hispano-francesas descansan sobre un equívoco asimétrico. De un lado, los españoles, con demasiada frecuencia, muestran un marcado complejo de inferioridad respecto a sus vecinos; de otro, los franceses exacerban ese sentimiento con actitudes arrogantes y prepotentes, indignas de sus tradiciones ilustradas, liberales y humanistas.

Y, sin embargo, parece fuera de duda que la política exterior del presidente Giscard, tan deslucida en el Africa francófona y tan sometida a juicios de deshonor por el penoso asunto de los diamantes de Bokassa y las intervenciones en Zaire y en Chad, es grandemente responsable de esa fronda antifrancesa que comienza a sacudir incluso los medios democráticos de la sociedad española. La impresión de que la España constitucional va a pagar los platos rotos de una Europa insolidaria y va a servir de exutorio de la frustración francesa por su incapacidad para convertirse en líder de una Europa unida, no es fruto de una sensibilidad nacionalista exacerbada ni una conjetura sin asiento en los hechos. Los 300.000 votos del mediodía francés son un triste plato de lentejas para un supuesto hombre de Estado que juega a remedar el sentido de la historia del general De Gaulle y que sólo consigue convertir en rictus lo que en su predecesor era gesto.

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No es cierto que la actual política francesa respecto a España sea una expresión de la fuerza de las cosas y que no existan alternativas razonables y posibles al curso de la estrategia emprendida por el presidente de la República en las últimas semanas. Los cimientos de la Monarquía holandesa, que puede dar lecciones de democracia, liberalismo y modernidad a los demás Estados europeos, no se han tambaleado lo más mínimo por la entrega a la justicia española de cuatro terroristas entrenados en Yemen del Sur. En cambio, el Gobierno francés, que tan brutalmente reprime a corsos y bretones y que es la expresión de ese modelo de Estado centralista que sirvió de modelo al español, maneja con exquisita prudencia el tema del terrorismo vasco, que dispone en el departamento de los Pirineos Atlánticos no sólo de albergue para sus activistas, sino de bancos donde ingresar los llamados «impuestos revolucionarios ».

Por lo demás, el espectáculo de la voladura de camiones de transporte españoles en el mediodía francés, que no infringen ningún reglamento galo o comunitario, suscita la misma indignación en los españoles que la que produciría en los franceses la noticia de que las actividades mercantiles o comerciales de sus compatriotas en nuestro territorio han sido brutalmente saqueadas o incendiadas. Los servicios de seguridad y la gendarmería franceses no se andan por las ramas cuando se trata de reprimir o sofocar brotes de desorden en las ciudades y pueblos de su país que desagraden al Gobierno. Resulta sencillamente inverosímil que cuerpos de orden público de una nación civilizada simulen la laxitud o la negligencia propia de países sin tradición de Estado ante tumultos más propios de un linchamiento que de una protesta.

El acoso a los pesqueros españoles en el Cantábrico sorprende, en esta misma perspectiva, por un defecto inverso: el exceso de celo. No deja de ser sorprendente que la marina de guerra francesa tenga como principal ocupación verificar la documentación, casi siempre en regla, de nuestros barcos de pesca, y secuestra, en casos de mínima duda, unos permisos extendidos por la propia Comunidad Europea.

En definitiva, no cabe sino concluir que Giscard incluye en su estrategia para las elecciones presidenciales de 1981 el mascarón de proa de la hostilidad a Ia integración de España en la Comunidad Europea y el deterioro de las relaciones con nuestro país, como si efectivamente Franco hubiera resucitado. Es lástima que la profesión de la política lleve consigo el incumplimiento de la palabra dada, la ruptura de solemnes compromisos y el más trivial de los chovinismos. Y también es negativo que los motivos reales que el Gobierno francés está dando para una campaña antifrancesa en España sean extrapolados en una dirección antidemocrática y puedan servir de pretexto para que se desate dentro de nuestras fronteras la aborrecible xenofobia de nuestras peores tradiciones.

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