La ley del silencio
PERO ¿ES posible que el Gobierno y su partido no se hayan dado todavía cuenta de que los beneficios políticos y materiales que hayan podido obtener hasta ahora de la manipulación televisiva no les compensan ya del descrédito que les acarrean sus esfuerzos por silenciar los escándalos de Prado del Rey? El incidente que han protagonizado ante la comisión de investigación del Congreso importantes directivos de Televisión y el ministro de Cultura ha obligado al señor Estella, diputado de la propia UCD por Salamanca, a dimitir de su cargo de presidente de la citada comisión por motivos de dignidad personal. El señor Estella, cuyo valeroso gesto demuestra que el sentido de la decencia no es patrimonio ni tiene por qué serlo de los militantes de la oposición, ha preferido abandonar su puesto antes que ser cómplice de unos mentís gubernamentales alimentados con tan escasa fuerza de convicción que no son creíbles por nadie. Estella ha demostrado además que servir a la disciplina de su partido no puede equivaler a comulgar con ruedas de molino. Por lo demás, es evidente que las resistencias de los altos directivos de Televisión para comparecer ante la comisión de encuesta no podían ser fruto de una acumulación de casualidades o de la azarosa convergencia de decisiones personales, sino consecuencia de órdenes superiores.De esta forma, la jornada de ayer, a la vez que puso de manifiesto el escaso respeto del poder ejecutivo hacia el legislativo, ha sentado el precedente de que la conciencia de un representante de la soberanía popular puede considerar que los vínculos de disciplina partidistas y las Posibilidades de hacer carrera política no deben estar por encima del respeto al Parlamento y a la propia verdad. Alberto Estella es acreedor del reconocimiento y del elogio de aquellos sectores de la opinión pública que, con o sin compromisos partidistas, esperan del Parlamento un ejemplo de comportamiento democrático, difícilmente disociable de ese sustrato de ética política y de valor cívico que tanto se echa en falta en buena parte de nuestra vida pública. Alberto Estella se ha ganado el derecho al respeto y a la estima de sus conciudadanos, cualesquiera que sean las siglas a las que voten en las urnas o la ideología política que defiendan.
Por lo demás, la bomba que le ha estallado al Gobierno entre las manos con la dimisión del presidente de la comisión de investigación es una más de la casi interminable serie que el caos de Televisión Española está suministrando desde hace años. Hasta la publicación por EL PAIS del informe de los auditores de Hacienda, el poder ejecutivo tenía, al menos, la posibilidad de hacerse el loco. La aprobación del Estatuto de Televisión proporcionó al poder, de añadidura, una coartada legalista para ir ganando tiempo y aplazar, aunque sólo fuera por unas semanas, un debate público sobre la inmoralidad y la incapacidad en RTVE, quizá incluso con la esperanza de que un chalaneo con los socialistas pudiera permitir rebajar las dimensiones del escándalo.
Es de todo punto inexplicable, sin embargo, que, tras el conocimiento público del informe de auditoría del Ministerio de Hacienda y tras la ruptura del consenso, el Gobierno haya persistido en la irreal estrategia de llegar al final de cada mes sin pagar la cuenta que debe a la opinión pública de este país y sin afrontar sus graves responsabilidades al respecto. ¿Qué milagroso acontecimiento espera el poder ejecutivo? Tengan cuidado los señores ministros; no por querer salvar de la quema a los que motivaron el fuego del escándalo perezcan también ellos abrasados.
La defensa del carácter secreto de las actuaciones de la comisión de investigación -secreto amparado en trámites reglamentarios- de nada ha servido, desde el momento en el que casi la mitad de los miembros de la misma se mostraron dispuestos a contar con pelos y señales a la Prensa el desarrollo de las sesiones. La actitud gubernamental de condicionar un buen arreglo con el PSOE para la designación del consejo de administración de Televisión a la retirada de las querellas criminales interpuestas por militantes socialistas desdice de la fe en los tribunales y la justicia que el propio Gobierno afirma tener.
La orden, invitación, consejo o sugerencia llegada desde arriba a los directivos de Televisión para sabotear los trabajos de la comisión confirma, con independencia del desprecio que implica para el Parlamento, la poca capacidad de comportamientos democráticos que existe en el Gabinete. La ley del silencio es, hoy por hoy, el único proyecto que el poder ejecutivo parece querer someter al Congreso en el tema de la televisión. Si los hábitos democráticos hubieran madurado suficientemente en nuestro país, el Gobierno, que se enreda cada vez más al tratar de deshilvanar el ovillo televisivo, se habría visto abocado a imitar, siquiera en algunos ministerios, el gesto del señor Estella. Descartada esa salida, realmente resulta dificil imaginar cómo se proponen resolver un embrollo como este, que recuerda en demasiadas ocasiones al que se organizó el presidente Nixon en su día con las cintas magnetofónicas de su despacho. Tal vez por eso alguien pretenda hacer extensiva esa ley del silencio que se intenta aplicar hoy a los diputados al resto de la sociedad española. En tal caso, la ofensiva de los últimos meses contra la libertad de expresión en otros terrenos cobraría un nuevo significado político.
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