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La cultura, otra vez olvidada

En ese largo debate parlamentario que la fuerza mágica de la radio y la televisión trasmutó en sesiones de hipnotismo colectivo, las principales figuras del espectro político en que se descompone, que no se compone, la política española han expuesto reiteradamente las terapéuticas aconsejables para curar los males que aquejan a nuestro país en esta coyuntura histórica. Han barajado cifras, porcentajes, métodos, «filosofías», modelos de sociedad, etcétera, y se han orquestado proposiciones y contraproposiciones en un lenguaje ortopédico, raído y menesteroso, a veces casi una jerga críptica, que ha dejado en plena noche oscura problemas como el de las autonomías, el «déficit», el paro y las relaciones exteriores. Dos temas han resultado especialmente ininteligibles para el auditorio: el de las autonomías y el de la crisis económica. En cuanto al primero, pese a las reiteradas invocaciones del «Estado de las autonomías» como creación original de nuestro ordenamiento jurídico, nos hemos quedado con las ganas de saber qué es exactamente esa figura de derecho político aplicada a la realidad ibérica. La discusión en torno a este punto se perdió entre artículo de la Constitución, envites nacionalistas y reconvenciones mutuas. Y, por lo que respecta al segundo, se ha visto una vez más cómo en lo tocante a los fenómenos vivos que genera la economía, de nada nos sirven las fórmulas magistrales elaboradas por teóricos y profesores. Cada uno tiene su propia interpretación, su diagnóstico, y propone un tratamiento que está, generalmente, en contradicción con el de los demás doctores. Oyéndolos, uno recuerda inevitablemente al coro de médicos de El rey que rabió.Ahora bien, más que lo que se ha dicho y cómo se ha dicho en el debate parlamentario que tanta expectación produjo y que, indudablemente, ha servido para desperezar y vigorizar nuestra pueridemocracia, me interesa ahora señalar justamente aquello de lo que no se ha dicho nada. Me refiero a la Cultura con mayúscula. Sólo una vez pudimos oír esa palabra en medio del estruendo torrencial de los discursos. Sí se había mencionado en algunas intervenciones el tema de la enseñanza, pero parcialmente y en forma tangencial, episódica, en breves escollos a la reciente ley que concede pingües subvenciones a los colegios privados, es decir, sin entrar a fondo en la cuestión, que quedó así subordinada y desenfilada dialécticamente. Cuando se han prodigado tanto las infortunadas expresiones «globalización» y «prioridad», se ha prescindido de ellas al topar con el terna de la cultura, sobre el que se ha pasado como sobre ascuas.

Y es porque en la mentalidad de nuestros políticos, no de ahora, sino de siempre, la cultura no

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ha pasado nunca de ser una cuestión secundaria, cuando no terciaria, cuando no ninguna cuestión. En general, se la considera artículo de adorno, como un cuadro, una cerámica o un mueble de estilo. Jamás como causa causarum y razón condicionante de todos los fenómenos sociales. De ahí esa permanente contradicción, de la que tanto se ha hablado y escrito, entre la España oficial y la España real, que ha conducido periódicamente a esos tremendos enfrentamientos entre ambas a partir, sobre todo, de la era democrática, como lo demuestran nuestro siglo XIX y lo que va del XX.

Nuestros políticos reformadores y progresistas no se han enterado todavía de que el nuestro es un pueblo varado en un pretérito de anatemas, exclusiones y «trágalas». Nuestro cuerpo social sigue sudando dogmatismo y autoritarismo por todos sus poros. Hasta los anarquistas son entre nosotros dogmáticos e intransigentes. Todos somos dictadores en potencia -reyes, se ha dicho- y, consecuentemente, antiautoritarios rabiosos cuando de autoridad ajena se trata. El prójimo, o está conmigo o contra mí. Desconocemos la neutralidad, la objetividad, la templanza, el equilibrio, el método. O nos arrebata la pasión o nos desmaya la abulia, y, en cualquier caso, preferimos la actitud agónica, pues no podemos vivir sin enemigos que o son reales o nos los inventamos. No queremos entender ni comprender al oponente, sino destruirlo. Por otra parte, abominamos nuestro pasado o nos volvemos a él con nostalgias patológicas. Nos gusta más destruir que crear, la negación que la afirmación, el anti que el pro, empezar a cero que continuar la obra emprendida. Si inventamos la palabra «liberal» fue para denominar la excepción. Aquí, el liberal es un «bicho raro», una subespecie de la fauna ibérica que vive precariamente en un clima hostil. Todo esto lo hemos podido comprobar los hombres de mi generación en la última guerra civil, bajo cuyas banderas contrarias se imponían las razones del odio de Caín y la furia destructora. Por eso se mató más en las retaguardias que en los frentes y se siguió matando después, en plena paz. Si hubiera existido entonces la bomba atómica, España sería hoy un vasto campo de cenizas. Esa es, toda esa es la terrible realidad con que debe enfrentarse la democracia, mucho más terrible que todas las demás realidades que impiden su asentamiento en nuestro país.

Una realidad cultural, inconmovible hasta ahora, que ha hecho fracasar, desde la Ilustración, todos los intentos de racionalizar nuestra convivencia. Una realidad cultural que hay que cambiar homeopáticamente y no, por supuesto, para la unificación de criterios al modo dogmático, sino, contrariamente, con el fin de armonizar las distintas voces en un concierto plural. De nada han servido para ello las constituciones, pronunciamientos, cambios de regímenes y dinastías, guerras civiles, industrialización y desarrollo económico, ni siquiera las tormentas ideológicas. Hay que calar más hondo, crear una nueva conciencia mediante una profunda acción renovadora de dentro afuera. Y eso sólo es posible, por la cultura. Es más, en la batalla por la cultura para todos no sólo se juega una vez más la suerte de la España democrática, sino, incluso, la de España como nación. Somos gente con un gran potencial de energía que si no se encauza por la vía creadora que ofrece la cultura, nos arrastrará por el camino de los desastres hasta quién sabe qué catástrofe final. Ya sé que esto que digo puede hacer sonreír a los enterados, a esos enterados que nunca se enteran de cómo es el país en que viven y que luego, por eso mismo, se sienten defraudados y desencantados. Los hombres de mi generación hemos aprendido la verdad de España a cambio de sangre, sudor y lágrimas. Así, cuando repartíamos libros en las trincheras y convocábamos a los soldados a charlas y conferencias culturales, sabíamos que estábamos tendiendo un puente de entendimiento y concordia entre los españoles por encima de alambradas y fortines, y éramos conscientes de que no existía otro medio de superar la guerra y llegar a una verdadera paz, a una convivencia consensual y democrática. El que luego se frustrase este propósito no se debió a nosotros, sino a esa misma realidad cultural con que ahora nos enfrentamos de nuevo.

Por eso nos ha decepcionado tan vivamente que en ese gran debate parlamentario se prescindiera del tema capital de la cultura y que ésta fuese, una vez más, ignorada por quienes pretenden construir un buen futuro para todos.

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