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Dos entrevistas históricas

Las entrevistas del Rey con Jordi Pujol, presidente de la Generalidad de Cataluña, y con Carlos Garaikoetxea, presidente del Gobierno vasco, es un acontecimiento político que no sería justo pasarlo por debajo de la mesa. La originalidad política de este suceso no está en que los dos políticos autonómicos hayan visitado al jefe del Estado, que esto debe ser una norma corriente y útil, sino en que no han visto al presidente del Gobierno de la Nación. Esto tiene, a mi juicio, una significación y una relevancia excepcionales. El Gobierno, según el artículo 97 de la Constitución, «dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes».El artículo 2 establece «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» y se deduce, lógicamente, que dentro de esta Nación y del Estado, viven las autonomías de las nacionalidades y regiones. Finalmente, los artículos 148 y 149 establecen las competencias de las autonomías o autogobiernos, y las del Estado. Ello quiere decir que hay un presidente del Gobierno común de los españoles, un presidente universal, y luego hay presidentes de parcialidades del territorio. Pues bien, y con la Constitución en la mano, estos presidentes se han saltado al presidente Suárez en sus visitas oficiales a Madrid -visitas al Rey y al Parlamento- y esto merecerá ser explicado. Esta Constitución no ha dotado a la Corona de funciones políticas, siendo el Rey el jefe del Estado, y le ha asignado el arbitraje y la moderación en el funcionamiento regular de las instituciones, sin decirle dónde, cuándo y cómo. Esto es una atrocidad en las «democracias gobernadas» del siglo XX; pero ha sido así. ¿Qué puede hacer el Rey en el capítulo de las pretensiones actuales de las dos nacionalidades? Nada. Todo debe pasar por el Parlamento. ¿A qué ha venido esta descortesía oficial con el presidente del Gobierno? ¿Por qué ese aislamiento?

Ciertamente, hay dos episodios previos y desafortunados. Nadie acudió a Cataluña y a Euskadi cuando fueron constituidos sus parlamentos, o cuando éstos designaron los presidentes. El Rey, o el presidente del Gobierno, debieron estar allí. Estoy seguro que el Rey estaría siempre allí donde el Gobierno señalara la procedencia de que estuviera. La delicadeza y la prudencia del Rey podrían estar mal capitalizadas por nuestros gobernantes y nuestros políticos. Pero el presidente de la Nación tuvo que estar, necesariamente, en esas ceremonias.

El señor Jordi Pujol señaló, tras su entrevista con el Rey, «el nivel estatal» de estas conversaciones. Por parte del Rey, evidentemente; pero no así por el señor Pujol, o aquí todos vamos a enloquecer. El señor Pujol no representa a ningún Estado, sino a «una comunidad autónoma» en el Estado español. Su territorio jurídico es el Estado, pero su actividad de gobernación y comunicación es el Gobierno de la Nación y el Parlamento. «Lo que sí quiero dejar claro», ha dicho Pujol, «es que la base fundamental de la autonomía catalana no está en la Constitución, sino sólo en la historia, la cultura y la lengua.» ¿Pero es que acaso no está la autonomía catalana, por todo eso, en la Constitución?

Lo vasco tiene características parecidas en lo esencial, pero más complejas y difíciles en los hechos concretos, y que han provocado el alejamiento de Madrid. El País Vasco quiere un autogobierno profundo -probablemente no constitucional- y una negociación eficaz con ETA que pasa por medidas de gracia. A juzgar por estas visitas parece claro que se empieza a sobrevolar por encima del Parlamento, del Gobierno y de la Constitución. Esto no quiere decir otra cosa que urge hacer de una vez el «Estado de las autonomías», por encima de las imprecisiones de Adolfo Suárez en su programa parlamentario de acción próxima, y de las vaguedades del propio programa de Felipe González. Las manifestaciones y las acciones de Pujol y de Garaikoetxea no pasan por esos discursos, y sus entrevistas de Madrid con el Rey son un claro anuncio.

Cuando sucede todo esto, el Gobierno es débil -más débil que nunca-, después de los debates y de los resultados parlamentarios recientes. Las fuerzas políticas centralistas tienen poco que hacer en esas nacionalidades. Y la falta de imaginación no puede ser más ostensible para arreglar de una vez, nada menos, que la organización del Estado.

Alguien dejó entrever, en alguna ocasión, que la Corona sería únicamente el vínculo, o la pieza, de un federalismo extremo del Estado. La idea no es desdeñable -aunque de un enorme atrevimiento histórico- si la Corona tuviera otro papel, y otro espacio, del que tiene en la Constitución. Pero esto no sucede. Ningún jefe de Estado de Europa es jurídicamente -respecto a la Constitución- más débil que el nuestro, cuando paradójicamente es quien ha traído la democracia. Un jefe de Estado fuerte, democrático y no autocrático, podría ser ese vínculo o esa pieza, con todas las reservas del caso. Pero ahora mismo procede poner los pies en el suelo. Tenemos un Rey admirable, pero atado de pies y manos. Hemos empezado a caminar otra vez, después del gran debate de estos días, con el Gobierno más débil de toda la historia de la transición. Y las dos primeras autonomías, que son las más clásicas e históricas, ya tienen sus gobiernos y sus parlamentos con la aspiración de hacer «autogobiernos profundos», que no quiere decir otra cosa que arrancar del Estado sus lomos. A estos efectos, sus presidentes han venido a Madrid a hacer constar todo eso.

El panorama es estremecedor. Pienso que está llegando el momento en que el Rey, que tiene el encargo constitucional de ser árbitro y moderador de las instituciones, debiera invitara cerrarse en una habitación a una docena de nombres muy representativos y titulares de influencias y de poder, del Estado y de las comunidades, con sus séquitos de expertos, y que no salieran de ella hasta que no ofrecieran al país una solución común a este tremendo asunto de saber cómo vamos a estar organizados, y dejando por el momento re posar en sus vaguedades a la Constitución, a quien debe explorarse «su espíritu», y olvidarse de las seguras y obligadas anticipaciones apresuradas de su texto, redactado en tiempos de transición, de negociación y de todos los apremios. Algo de esto hay que hacer cuando aparece muy claro, especialmente después del 28 de febrero en Andalucía, que el fenómeno nacionalista de las regiones, es un suceso asistido por una gran parte de los españoles de los años ochenta.

A nuestros deseos contemporáneos el e libertad y de progreso, y por si esto no exigiera una actividad tremenda en la humanidad que nos toca vivir, hemos añadido una sustantiva organización del Estado, que pone del revés unas formas de poder y de organización de casi cinco siglos. Así son de descomunales nuestras pretensiones o nuestros sueños.

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