Política de montaña
Los territorios de montaña constituyen un medio físico, vulnerable y frágil, que las acciones desordenadas del hombre han ido dañando hasta el punto de amenazar seriamente su equilibrio biológico. El consiguiente deterioro, añadido a las limitaciones naturales propias del medio montañoso para poder seguir el ritmo de la moderna evolución socioeconómica, ha agravado las condiciones de vida de sus habitantes, que, de suyo, nunca fueron fáciles.Se comprende, por tanto, la aparición de declaraciones que invitan a emprender una auténtica política para planificar estas áreas y promocionar su población campesina. De entre tales declaraciones destaca, como máximo exponente, la Carta Ecológica del Consejo de Europa (1976) para las Regiones Europeas de Montaña.
Pienso que la sociedad se encuentra ante una nueva frontera: revalorizar unos territorios característicos junto con sus habitantes que, por adaptación de siglos, están especialmente dotados para conservarlos; resolver las emergencias que en ellos ocurren y aprovechar sus recursos. Se trata de un reto que es forzoso asumir porque «la capacidad del planeta para sustentar a los seres humanos está disminuyendo irreversiblemente » (Estrategia Mundial para la Conservación. Madrid, 1980). Ningún Estado puede permitirse menospreciar estos territorios si tiene en cuenta la crisis actual, derivada del exceso de urbanización, del encarecimiento de la energía y del suministro de bienes y servicios en general, de la escasez creciente de recursos básicos, de los problemas ambientales, de los desequilibrios biológicos, de la desordenación territorial y del desempleo.
Restaurar y conservar el medio
Con el moderno desarrollo del siglo XIX y comienzos del XX, los pobladores de la montaña empezaron a sentirse discriminados respecto de sus conciudadanos del llano y las urbes. Se desencadenó la emigración y el descenso del tono vital de las actividades humanas, al tiempo que en los países más desarrollados los campesinos, dispuestos a subsistir, se organizaron para exigir atenciones sociales de sus respectivos Gobiernos. Demanda no particularmente difícil de atender en estos países, que mucho antes, y con gran visión, se habían preocupado de restaurar y conservar el medio.
Consecuentemente, en el entramado montañoso europeo se distinguen hoy dos ámbitos: el centro y norte europeo, de una parte, y de otra, el mediterráneo, donde la secuencia de los hechos descritos es posterior, las condiciones xerofíticas son más desfavorables para la conservación del medio físico y la actuación humana frente a la naturaleza ha sido históricamente más inconsecuente, como queda anotado en múltiples testimonios desde la antigüedad hasta nuestros días. Ya en el siglo V antes de Jesucristo, Platón describió en su Critias cómo el suelo de las tierras altas de Grecia se erosionaba a causa de la tala de bosques. Vicens Vives, en su Historia económica de España, califica la deforestación del siglo XIX como «un irresponsable suicidio que provoca espanto».
La política de montaña consta de dos objetivos complementarios: el medio físico y sus habitantes. La estrategia a seguir por cada país, en buena lógica, debe ser consecuente con el estado actual de cada uno de aquéllos, de forma que se establezca un conjunto proporcionado de acciones -estructurales sobre el primero y sociales a favor del hombre- dirigidas a obtener resultados duraderos. Puede ser un grave error pretender aplicar, sin más, las medidas tomadas en otros países.
La base para solucionar eficazmente los problemas de la montaña está en superar la absurda discordia histórica entre agricultura, ganadería y bosque, que tanto daño y pobreza nos ha ocasionado. (No puede servirnos de alivio que nuestro error sea compartido con otros países, como, por ejemplo, la actual China.) El remedio es, sin duda, hacer un planteamiento integral agrosilvopecuario del uso del territorio y dedicación del campesino. Así parecen, por fin, entenderlo algunos organismos y países. ¡Siempre los más desarrollados! «En Gran Bretaña se está tendiendo a integrar la selvicultura en las explotaciones agrícolas de montaña» (P. L. Rushton. Congreso de la CEA. Noruega, 1977). El Banco Mundial, tan poco sospechoso de romanticismo, lamenta que «históricamente la agroselvicultura haya recibido muy poca atención», por lo que ha destinado grandes asignaciones económicas para programas de forestación rural, en beneficio de los pequeños agricultores (informe Forestry, febrero 1978). La propia Confederación Europea de Agricultura, que nos reunió en Francia (mayo 1979) para estudiar los problemas económicos y sociales de las regiones de montaña, ha adoptado una declaración final de diez puntos, de los que tres contienen las afirmaciones siguientes: Punto A. 1. «La producción animal y el bosque son vitales para la agricultura de montaña». Punto B.1. « El bosque posee, ante todo, una vocación económica y ecológica». Punto B.2. «A fin de que el potencial de producción de las regiones de montaña sea aprovechado de forma óptima para la agricultura y la selvicultura, conviene sostener y promover eficazmente las explotaciones agrícolas familiares».
La primera condición para establecer una política de montaña efectiva es que la sociedad entienda que no se trata con ello de favorecer coyunturalmente a unos campesinos, sino de resolver graves problemas para mejorar, o quizá simplemente sostener, las perspectivas futuras.
La segunda es contar con un campesinado consciente de que hoy nadie puede inhibirse ante la competencia y el esfuerzo individual que nos impone la vida moderna, y que, por consecuencia, debe estar dispuesto a utilizar de forma ordenada «todas» las posibilidades de renta y trabajo que se le ofrecen. La montaña, a la vez que medio de vida, imprime carácter a sus habitantes, a tal punto, que su forma de ser y de vivir le hace estimar otros valores más allá de los indicadores económicos. Sólo así se puede comprender que un campesino suizo -con cargo representativo nos dijera: «A pesar de las medidas sociales establecidas por el Gobierno a nuestro favor, no alcanzamos los niveles medios de renta de nuestros conciudadanos urbanos; pero, con todo, preferimos seguir trabajando y viviendo aquí». El Estado que tenga un campesinado con esta mentalidad puede establecer una decidida política con probabilidades de éxito. En otro caso, cualquier medida resultará inoperante a medio plazo.
La tercera condición es que los poderes públicos arbitren las medidas pertinentes de este compromiso sociedad-campesino.
En armonia con el Mercado Común
Habrá que tender a mejorar, hasta un nivel digno, los servicios, cuya implantación y sostenimiento se justificarán más por criterios de utilidad pública que puramente demográficos. Especial atención e imaginación habría que dedicar a un bloque de medidas motoras, encaminadas a incentivar y premiar la actividad diversificada y plural, así como cuanto incremente rentabilidades y rentas, creando cauces para canalizar las iniciativas locales y estimular las asociaciones. Por otra parte, se establecerán las compensaciones económicas, que vienen justificadas por las dificultades naturales permanentes que, a pesar del mejor esfuerzo campesino, constituyen un obstáculo para alcanzar los niveles conseguidos en otros sectores económicos. La política de montaña exige un planteamiento conjunto y general que contemple otras muchas cuestiones, como son el retraso en materia de seguridad social, el derecho de sucesión e incluso un cierto control del mercado de los suelos y de sus ocupaciones. Se imponen medidas urgentes -respetando todos los valores de la montaña- para promocionar las actividades económicas, sin dejarlas totalmente al arbitrio de las fuerzas de libre mercado, porque, sobre estos territorios, no es dable aspirar a un desarrollo a ultranza, sino a un desarrollo basado en la conservación. Por ello, la aceptación de nuevas actividades o usos, en beneficio del campesino o de la sociedad en general, se condicionará a que no atenten contra lo que es esencial y genuino en estos territorios.
Todo lo anterior, sin embargo, puede ser ineficaz en poco tiempo, salvo que se actúe sobre el medio y sus recursos, de forma que se pongan en condiciones óptimas de producción y conservación. Olvidar esta realidad nos llevaría a edificar sobre arenas movedizas como cimiento.
Posiblemente más del 40% de nuestro suelo sea territorio de montaña, según los criterios establecidos en Europa para delimitar las áreas de montaña. Por ejemplo, Italia, Alemania y Francia tienen reconocidos como tales el 52%, el 36% y el 17%, respectivamente, de su superficie nacional. La considerable extensión territorial, multiplicada por la intensidad de nuestras deficiencias estructurales y sociales, arroja un volumen de problemas de tal magnitud que su solución posiblemente rebasa nuestros propios medios. Realidad -otros países están en la misma situación- que obligará, de momento, a graduar y acomodar las medidas a nuestras posibilidades presupuestarias, pero que no justifica obviar una delimitación armónica con los criterios del Mercado Común, que ya tiene establecida una auténtica política solidaria en favor de las áreas de montaña.
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