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El encanto de ser español

La retórica nacionalista del franquismo, que llegó al extremo de pretender resucitar el imperio cuando España se encontraba en pleno subdesarrollo, dio paso a una contrarretórica, bastante pintoresca también, cuyos resultados estamos palpando.En efecto, siguiendo la táctica de hacer la guerra en todos los frentes, la oposición atacó el mito de la unidad nacional y utilizó las tendencias autonomistas o separatistas de ciertas regiones como arma contra la dictadura. Hasta que un buen día hizo su aparición en el confuso horizonte de nuestra política la famosa frase «las naciones, las regiones y los pueblos del Estado español», una frase que pronto hizo fortuna.

La desaparición de España. La más importante innovación de esta manera de entender la realidad nacional es la desaparición de España como nación. Claro está que esto no suele decirse tan abiertamente, pero indirectamente sí «se dice» con toda claridad. En efecto, aunque casi nadie se preocupa de hacer la lista de esas naciones y regiones, una cosa resalta con claridad meridiana: en ella nunca figura España. Y esta no es una suposición gratuita: cualquiera puede comprobar, por sí mismo, cómo en determinados ambientes parece haber una consigna para no pronunciar jamás ese nombre. Y se da incluso la paradoja de que personas que dan por sentado el carácter nacional de Andalucía hablan como si España no existiera.

Lo cual produjo otra innovación semántica que también está haciendo fortuna: la sustitución del término «nación» por el de «Estado». Oímos y leemos frecuentemente cosas tales como «en las otras partes del Estado», «la situación económica del Estado es mala», «a nivel estatal», «la coordinadora estatal», etcétera. Algunos ya hacen bromas con ese modo de hablar y empiezan a decir que hace sol «en el Estado español» o que quieren «tortilla del Estado español».

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Antes «Estado» venía a designar las instituciones o, si se quiere, la clase política. Ahora ha pasado a designar a la totalidad de personas que viven en nuestro territorio, justamente a aquello mismo a que antes se solía llamar «la nación española». ¿Y esto por qué? Sin pecar de suspicaces, podemos suponer que la razón es esta: no se quiere reconocer la existencia de una nación española, ni siquiera pronunciar su nombre. Se parte del hecho de que sobre nuestro territorio existen varias naciones controlada,, por un Estado. Lo que, por cierto también parece responder al propósito de presentar ese Estado como dominador de las naciones.

«Las naciones del Estado» parece indicar, en efecto, que ese Estado es como guardián o propietario de las comunidades nacionales. Nótese la diferencia entre esta expresión y otra mucho más antigua: «el Gobierno de la nación», que parece insinuar que el Gobierno es de la nación y no, al revés, la nación del Gobierno.

El nacionalismo de campanario. Es decir, que estamos asistiendo, nos guste o no, a la aparición del relanzamiento o aparición de varios nacionalismos, al menos diferentes del viejo nacionalismo español y hasta enfrentados con él.

Algunos políticos dicen que lo que se pretende es una simple descentralización administrativa y otros hablan de acercar el Gobierno al pueblo. Quizá algunos quieran simplemente eso, pero otros quieren algo bastante diferente.

En efecto, oímos con frecuencia cosas tales como «que cada pueblo administre sus propios recursos» o «que no venga nadie de fuera a decirnos lo que tenemos que hacer aquí». Algunos hablan como si no quisieran que nada saliera de su región o nación y como si quisieran tener lo mismo que los otros tienen: universidad, orquesta sinfónica provincial, capitalidad y hasta puerto de mar, sin preguntarse si hay dinero para tanto y si no vale más una buena orquesta que cuatrocientas charangas municipales.

Y esos nuevos nacionalismos se presentan como despojados de los viejos vicios del antiguo nacionalismo español, al que, a menudo, se atribuyen grandes males. No son o van a ser centralistas, ni dominadores de otras naciones o pueblos, ni aspiran a privilegios ni ventajas de ninguna índole.

Claro está que no hay que exagerar ni extrapolar estos datos. Pues si bien la expresión «las naciones y los pueblos del Estado español» está haciendo fortuna y los medios de comunicación y bastantes políticos la repiten profusamente (en algunos casos hay que suponer que simplemente por snobismo), claro está que no todo el mundo piensa de esa manera. Pero también es verdad que, en algunas zonas, el nacionalismo localista tiene bastante fuerza y, desgraciadamente, encuentra respaldo en las metralletas.

El nacionalismo españolista. Sin embargo, y con todos los respetos para los nacionalismos no españolistas, conviene subrayar que muchos, creo que la gran mayoría, de los habitantes de nuestro territorio, seguirnos sintiéndonos españoles y tenemos buenas razones para ello. Antes de entrar a exponerlas, conviene advertir que muchos de nosotros fuimos educados en un cierto internacionalismo, esto es, en la idea de que el sentimiento nacionalista, con sus secuelas de centralismo imperialismo y belicismo (que a menudo lo acompañan) era provinciano y mezquino y debía ser sustituido por un Gobierno mundial, o, al menos, por organizaciones regionales más amplias, que, para nosotros, se llamaban Europa.

A nadie se le oculta que ese Gobierno mundial, que imponga un orden en la jungla de las naciones, es, por ahora, imposible, y que la nación es, por ahora, insustituible. Al viejo Tocqueville le ocurrió algo parecido y también él se apeó de sus sueños internacionalistas: «Cuando se consideran desde un punto de vista general (escribió) y elevado los deberes del hombre, el patriotismo, pese a las grandes acciones que ha impulsado a realizar, parece una pasión falsa y estrecha. Es a la humanidad a quien le son debidos los grandes esfuerzos que el patriotismo inspira y no a ese pequeño fragmento del género humano encerrado en límites particulares que se llama pueblo o patria». Pero terminó por convencerse de que «los intereses de la especie humana quedan mejor servidos no dando a amar a cada hombre sino una patria particular, en vez de querer inflamarlo por el género humano».

Si la organización de la vida en comunidades nacionales parece, si no buena, al menos inevitable el problema que se nos plantea a los españoles de hoy es el de elegir entre dos nacionalismos: el de nuestra región o zona de origen y el de la totalidad de la nación española, al que llamaríamos, peninsular si no se molestarar nuestros vecinos portugueses Como dije, mis preferencias var a favor del segundo. Y las razones son las siguientes.

Por de pronto, que ni la lengua que hablamos, ni la cultura, ni la historia nos separan a andaluces. extremeños, catalanes. vascos, asturianos, etcétera, sino más bien nos unen. Y, por tanto, todos aspiramos a seguir viajando, residiendo y trabajando en cualquier lugar del territorio. En segundo lugar, y muy principalmente, consideramos que, recluyéndonos en nuestra zona de origen, ni nuestras mujeres iban a dar a luz en mejores clínicas, ni nuestros centros de enseñanza iban a alumbrar mejores ideas, ni nuestros ejércitos iban a ganar más batallas, ni nuestra dependencia de otras naciones iba a ser menor o más llevadera. Y sospechamos que, si nuestra nación se fraccionara, algunas de esas naciones, seguramente las más pobres (Extremadura, Galicia, Andalucía), no tardarían en ser dominadas por las más ricas y desarrolladas.

Pues está claro que no creemos en el buen nacionalismo, en el nacionalismo no imperialista, respetuoso de los derechos de las demás naciones. Los nacionalismos nacientes se benefician de la pureza de lo inexistente, pero, después de más de 2.000 años de historia, creemos haber aprendido que los débiles protestan del dominio de los fuertes, pero se disponen a convertirse en dominadores en cuanto tienen fuerza suficiente. 0, al menos, no creemos en el buen nacionalismo, ni en otras muchas cosas, hasta que no las veamos puestas en práctica y respaldadas por la conducta de los hombres y no por palabras que el viento se lleva.

Por todo ello, creemos tener derecho a defender el nacionalismo español frente a los nacionalismos localistas. ¿Que algunas personas no se sienten integradas en nuestra nación y aspiran a independizarse de ella o a lograr Una autonomía que desemboque en la independencia? ¿Por qué no? Si nos parece bien que España se independizara de Roma, o la Argentina de España, ¿por qué no había de parecernos legítimo que algunos habitantes de nuestro territorio aspiren a independizarse de España? Claro está que habría que determinar quién puede decidir esa cuestión, si los habitantes de una región o provincia o la totalidad de los nacionales y cuáles serían los cauces para manifestar legalmente esa voluntad, que, desde luego, no sería libre si se realizara bajo la coacción de las metralletas.

Lo que propongo, en suma, no es sofocar ninguna aspiración ni impedir ninguna búsqueda de identidad (que, por cierto, una vez hallada quizá decepcione al buscador), sino algo más sencillo: que los que por razón y por sentimiento (tan legítimo como el de otras personas) somos y queremos seguir siendo españoles. lo digamos y defendamos como una opción respetable. Y que no digamos que vivimos en el Estado español (lo que parece indicar que tenemos alquilado un ático en el palacio de las Cortes) y que a esta vieja comunidad, ya vieja y llena de tanta gente de bien y de bastantes horteras, sigamos llamándola España. Y no estaría de más que el Gobierno de la nación y los partidos se sumaran a esta opción (perdón: a esta alternativa). Aunque, a lo mejor, es cosa de consenso y no pueden manifestarlo.

El encanto de ser español. En esta época de desencanto general quizá podamos encontrar los españoles un pequeño motivo para encantarnos con algo.

Hay, o había, quien dice que ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser. Como si los españoles fuéramos superiores a los de otras naciones. Personalmente, no creo que ser español sea mejor que ser turco o colombiano. Cada uno es de donde es y como Dios lo hizo.

Otros parecen como acobardados ante la superioridad de ciertas naciones. Lo que no parece majadería menor, pues no todo el mundo puede ser el primero, y si alguien se siente inferior a otro no parece que vaya a encontrar otro remedio para sus males que el trabajo, la honradez y la inteligencia.

Este viejo país en que vivimos quizá sea mejor que unos y peor que otros (en el supuesto de que sea posible medir esto), pero eso importa poco. Lo que importa es que, bueno, malo, es el nuestro. Aquí nacimos y probablemente aquí nos llevará la trampa, esta lengua hablamos y aquí tenemos la mayoría de nuestros afectos y de nuestras nostalgias. Si la vida se compone de recuerdos, esperanzas y nostalgias, aquí ha ocurrido nuestra pequeña historia. Y, buena o mala, esta comunidad es la nuestra. Por ello, sin orgullos ni complejos, con realismo y no sin cierta ironía, a algunos nos gusta el aire de aquí y sentimos el suave contento de ser españoles.

Luis García San Miguel es director del Instituto de Estudios Europeos.

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