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Con el freno puesto

Está pasando justo al revés de lo previsto: creíamos que cuando la estructura básica legislativa de un Estado de Derecho estuviera más o menos perfilada, como ocurre en estos momentos, la sociedad española en su conjunto, y dentro de ella la política, iría más o menos contradictoriamente adecuándose a los usos, costumbres y comportamientos de una democracia moderna. Pero he aquí que, año y medio después de la entrada en vigor de la Constitución, texto, no obstante sus deficiencias, francamente progresivo, asistimos a una auténtica resurrección, a una ofensiva general en varios frentes a la vez, de los ancestrales y arraigados métodos que denuncian, de manera cada vez más provocadora, la persistencia de aquel famoso «todo está atado y bien atado» que con excesiva ligereza nos habíamos apresurado a archivar, cuando no a frivolizar. Y así, con la irritante pasividad de quienes algo podían y debían hacer para evitarlo, nos estamos sumergiendo en el oscuro marasmo del retroceso no ya de las libertades básicas, como la de expresión de desdichada actualidad en este momento en estas páginas y en otros ámbitos que no es necesario recordar, sino pura y simplemente en el paulatino alejamiento de un modelo de sociedad dinámico, moderno y, en definitiva, democrático. No se trata de ir espigando de los acontecimientos de las últimas semanas todos y cada uno de los aspectos negativos que se nos ofrecen, que son muchos y muy variados, empezando por ese llamativo ramillete de sentencias y de procesos judiciales que han llenado de relativa estupefacción a los que ingenuamente creían que esas cosas ya no podían pasar, sino de mirar alrededor y preguntarse dónde estamos y, sobre todo, dónde vamos. Porque una cosa está muy clara: la heterogeneidad de los datos y de los síntomas no pueden ser un pretexto para no hacer un análisis global de una situación que se desliza desde el escepticismo de hace unos meses a un profundo y justificado malestar de la ciudadanía. Al hilo de la actualidad, dos ejemplos.Primero. Los españoles se encuentran estos días delante de su declaración de renta. Es evidente que en un Estado democrático los ciudadanos tienen la ineludible obligación de pagar impuestos. Por otra parte, la conciencia ciudadana al respecto, y dejando aparte profundas motivaciones psicológicas e históricas, algunas de ellas nada desdeñables, es tremendamente baja, y no se corresponde con la de cualquier país de nuestra área cultural. Todo lo que se haga para concienciar estará bien hecho. Ahora bien, la reforma fiscal de hace dos años se ha escorado en su aplicación hacia la parte más débil, como son las clases medias, que se ven ahora abocadas a un desembolso desproporcionado y que se les aparece como gratuito. No se han tenido en cuenta, por ejemplo, la tasa de inflación, ni el nivel de servicios (escuelas, carreteras, supresión de despilfarro, seguridad social, diafanidad en los gastos, reforma administrativa, etcétera) ha aumentado paralelamente al aumento de la presión fiscal. El ciudadano español va a pagar como el europeo. Pero hay una notable diferencia: sus hospitales, sus escuelas públicas, el control del gasto público, la eficacia en la administración de la justicia, lo que se dedica a investigación y a la cultura, etcétera, no es lo mismo. Ni mucho menos. Resultado: al haber empezado la casa por el tejado, y el hacer que éste no cubra por igual a todos (no hay más que leer la lista de contribuyentes para percatarse de ello) lleva el riesgo de abrir una zanja insondable entre la Administración y los administrados, al tiempo que se abre un nuevo frente de desgaste, por si había pocos, de la democracia. La tentación de sacar la consecuencia de que el sistema político democrático es más caro, pero no mucho más eficaz está en la mente de muchos. Y, obviamente, habría que haber empezado por lo segundo, ejemplarizando por parte del Estado y «barriendo» de nuestro horizonte colectivo ese sinfín de elementos parasitarios que lo lastran y condicionan y que, sin embargo, permanecen.

Segundo ejemplo: el famoso, y como la «revolución franquista», debate pendiente del próximo día 20. La clase política está enfebrecida con el tema. Y, como siempre, y habitual, lo importante en las vísperas no es el fondo de la cuestión, sino si saldrá, y cómo, en televisión. Seguimos con lo mismo: reparto de los espacios y todo lo demás. Los problemas no son importantes en función de su peso específico, sino por su reflejo en la pequeña pantalla. ¿Se imaginan a Margaret Thatcher o a Carter, y a sus respectivos parlamentos, midiendo al milímetro sus apariciones en las cámaras e intentando definir el sistema del debate? Que a estas alturas, y después de tres años de reforma, el acontecimiento político del año vaya a ser la comparecencia ante el Parlamento del jefe del Gobierno y la discusión directa de los problemas nos indica dónde estamos exactamente y los niveles reales en que se mueve la política española. Por otra parte, hay que decir que existen indicadores preocupantes en relación con el debate en cuestión, además de la falsa expectativa creada. El país no está para juegos de palabras, ni mucho menos para asistir a una fácil reyerta de mutuas acusaciones. Bien venido sea el enfrentamiento partidario, cuanto más duro mejor, y el contraste de soluciones sobre los problemas concretos. Pero la agresividad gratuita y la exhibición de malos modales es un modo como otro cualquiera de escamotear el fondo de los problemas. La responsabilidad del Gobierno es grande, la mayor. Pero la oposición no puede caer en el juego de las abstracciones. Tampoco en no aceptar la parte de crítica que puede corresponderle. Es una anécdota, pero esa costumbre de algunos sectores socialistas de aporrear los pupitres «por alusiones» es una muestra de lo que no debería pasar el próximo martes, donde la pasión política, legítima, tendría que venir sin la ganga de los desplantes innecesarios. El Gobierno tiene muchas cosas que explicar, si es que puede y sabe. Y quiere. Lo que tampoco está claro. Pero caer en la trampa de la pelea no es lo que el país necesita en estos momentos. De acuerdo con que este Parlamento ha sido y es una especie de sosa balsa de aceite en comparación con otros. ¿Está la salida en cambiar el debate en profundidad por el improperio y la mutua demagogia, como se vislumbra en estos días previos? Dudoso. Las raíces de la falta de eco popular son, sin duda, otras. Y hay que ir a ellas.

Volvemos al principio. Una serie de circunstancias se han confabulado estos días para demostrarnos que estamos con el freno puesto. Algunos sectores han logrado incluso la marcha atrás. ¿Es consciente el Gobierno de lo que se juega la democracia, no el día 20, sino en las próximas semanas o meses? Los síntomas no son alentadores. Sería triste que al final la vieja polémica, entre ruptura y reforma, se resolviese por la entronización de la involución. Y eso sería ya bastante más grave que el desencanto.

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