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Reportaje:

"Operación Ogro", de Pontecorvo, se estrena en Madrid

Mañana, se estrena en un cine de Madrid la película Operación Ogro, en la que su realizador, el director italiano Gillo Pontecorvo, refleja las distintas fases que condujeron al atentado que en diciembre de 1973 perpetró con éxito la organización vasca ETA contra el entonces presidente del Gobierno español, almirante Luis Carrero Blanco.

Para reproducir la voladura del coche, los realizadores de la película montaron una maqueta de dos metros de altura y tres de largo, que recogía fielmente el trozo de la calle madrileña de Claudio Coello, dónde ocurrió el atentado. Para rodar exclusivamente este momento se emplearon tres días. La secuencia se repitió más de veinte veces, al surgir problemas con la dinamita empleada por el equipo de efectos especiales y su efecto sobre los coches de juguete a escala de la marca Chrysler, de los que se emplearon veinticinco unidades. El escenario de rodaje fue en pleno campo de un pueblo cercano a Madrid; en alguna ocasión hubo que, interrumpir la filmación para dar paso a un rebaño de ovejas. La maqueta empleada pasará a un fu turo museo del cine, que ha retrasado su apertura por falta de apoyo económico del Ministerio de Cultura.Patxo Unzueta, ante el estreno de Madrid y después de la experiencia de la exhibición en el País Vasco, estudió las razones por las que el filme de Pontecorvo tuvo una acogida tan crítica en aquella tierra. Estas son sus conclusiones.

No es Euskadi, como se sabe; un país demasiado dado a los matices. Quizá por ello Operación Ogro está cosechando críticas feroces en el País Vasco, mientras que las reacciones del público oscilan las más de las veces entre la irritación casi agresiva de un sector significativo y la indiferencia desdeñosa de la mayoría. Pero en una sociedad como la vasca actual, la indiferencia puede ser una actitud más activa que el más militante de los rechazos.

Así, el dramaturgo Alfonso Sastré, que leyó la primera versión del guión y planteó ya entonces serios reparos al propio Pontecorvo sobre su personalísima visión del hecho narrado, considera que el resultado final es aún peor, pero confiesa, al mismo tiempo, que ha desistido de explicar más en extenso su punto de vista porque «no vale la pena dedicar una tarde de trabajo a hablar de semejante bodrio ».

Igualmente revelador de este punto de vista resulta el que de entre las catorce películas incluidas por el diario Egin, en su lista semanal de películas recomendadas, figuren filmes como El proceso de Burgos, pero no Operación Ogro, a la que ni se cita. La recomendación coincide, por otra parte, con la trayectoria comercial de ambas películas, ya que si el documental de Uribe ha obtenido un muy notable eco popular, la película de Pontecorvo, estrenada en Euskadi hace quince días, está pasando con más pena que gloria ante los ojos de un público nunca demasiado numeroso y desde luego en absoluto entusiasmado.

Sin embargo, dificilmente podrá explicarse esta diferente audiencia en función de los mayores o menores valores cinematográficos del documental sobre el famoso sumario 31/69. ¿Cuál es entonces la razón? Probablemente, una muy concreta, ligada a la psicología del vasco actual: que la gente acude a ver Operación Ogro. con la esperanza de rememorar algo que en su día formó, voluntaria o involuntariamente, parte de su vida, y no se reconoce, en forma alguna, en las imágenes que desfilan por la pantalla.

El propio Pontecorvo había, sin embargo, advertido sobre este hecho en cuantas entrevistas concedió a raíz del inicio del rodaje, por una parte, y del estreno de la película en Venecia, por otra. «Operación Ogro», dijo, por ejemplo, en el acto de clausura de la Mostra del año pasado, significa la búsqueda de un nuevo lenguaje con respecto a La batalla de Argel o Queimada, con el paso de un tono épico y coral a la narración directa, simple, descarnada». Y en una entrevista aparecida en EL PAIS hace un año precisaba que el título provisional de la obra, El túnel, hacia referencia precisamente al carácter introspectivo y «más bien psicológico» que pretendía dar a la narración, aun, reconociendo que «hay, evidentemente, un trasfondo social y politico».

Ese «trasfondo social y político» aparece muy tenuemente, y de manera parabólica, en dos únicas escenas a lo largo de todo el filme: el recuerdo del protagonista de los castigos infligidos en la escuela por proclamarse vasco y hablar en eusquera y el apoyo popular a la acción clandestina, simbolizado por el sonido de las sirenas de los pesqueros de Bermeo, a modo de abucheo invisible, contra unos guardias civiles que arrancan de las paredes del puerto carteles subversivos.

No hay, pues, coro alguno en esta tragedia, y de ahí la indiferencia de los componentes de ese mismo coro. Tanto más cuando la identificación con los héroes individuales tiene siempre perfiles humanos absolutamente precisos que no adrriliten desviación alguna.

De ahí también el carácter airado de algunas reacciones que, desde sectores muy significativos de la realidad vasca actual, acusan a Pontecorvo de «rapiña cultural» y de «manipulación», cuando no, lisa y llanamente, recordando sus anteriores filmes, de «claudicación».

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